No nos encontramos en tiempos fáciles para conducir la nave de la Iglesia. A veces da la impresión de que no navegamos, sino que únicamente la nave se mantiene a flote, aparcada en el mismo mar.
Tenemos en nuestras manos valiosos documentos de ruta hacia mares nuevos (Vaticano II, Sínodos), pero después de varios intentos fallidos, quienes conducen la barca tienden a reconducirla hacia el puerto seguro y acaban aparcados en un realismo sin sobresaltos.
Estamos en tiempo de reflexión sobre el liderazgo en la Iglesia, en tiempo de Cónclave y de súplicas a nuestro Dios. Ofrezco una reflexión que intenta profundizar en lo que estamos viviendo en este momento. ¿Cómo entendemos el liderazgo en la Iglesia? ¿Qué reflexiones nos suscita?
¿Cómo nos sentimos ante nuestros líderes?
Sabemos bien a dónde queremos ir, pero quienes gobiernan la nave ¿saben cómo llevar al grupo a la meta soñada? Creíamos disponer de buenos líderes, pero las decepciones han sido grandes en no pocos lugares. No se necesitan únicamente líderes de buenos discursos, sino líderes capaces de introducir nuevas prácticas, nuevas transformaciones, de encontrar respuestas a los problemas más acuciantes de nuestro tiempo (la pobreza, la injusticia, la corrupción, la discriminación racial, de género, de cualquier tipo…), líderes capaces de aprender de los demás y de los “otros”, líderes humildes que no aducen respuestas definitivas y suscitan búsquedas conjuntas y recorridos compartidos.
No basta hablar de “nueva evangelización”. Hay que encontrar cauces y tomar decisiones que nos lleven a abandonar la “obsoleta evangelización” e introducir aquella evangelización que merezca de verdad el apelativo de “nueva”. No basta con reciclar a los viejos evangelizadores, es necesario encontrar el modo (¡procesos formativos!) de re-nacer como “nuevos evangelizadores”. Para ello se necesita un nuevo liderazgo: un liderazgo con visión y capaz de conducir -superando sus miedos- a la gran comunidad eclesial hacia esa nueva primavera esperada; un liderazgo no a la defensiva, sino a la ofensiva (en el mejor sentido de la palabra), es decir, audaz, seductor, confiado; un liderazgo que afronta los problemas y no dejan que corrompan el cuerpo eclesial; un liderazgo terapéutico y preocupado por la salud eclesial en todos sus niveles.
La “otra perspectiva” del Liderazgo
No ha sido frecuente entre nosotros referirse a la autoridad en la Iglesia y en la vida consagrada con el término “liderazgo”. Este parece ser más bien un término laico, poco apropiado para ello. La tradición nos ha transmitido un lenguaje diferente: autoridad, potestad divina, jerarquía sagrada, superiores, súbditos… La sociedad está cambiando. Ella prefiere el lenguaje del “liderazgo”, que aplica a diversos ámbitos de la vida: político, económico, empresarial, académico-universitario, y también religioso[1]. Se habla y escribe mucho sobre el liderazgo femenino; resulta que es en la vida consagrada donde el grupo mayoritario femenino se autogobierna y auto-lidera, lo cual tiene mucha importancia como experiencia de liderazgo para toda la Iglesia[2].
También en la Iglesia, especialmente en el ámbito anglófono, se utiliza cada vez más la terminología del “liderazgo” dejando obsoleta aquella de “gobernantes y gobernados”. Con el cambio de lenguaje se detecta que algo importante está cambiando también en la concepción de la autoridad y la obediencia en la Iglesia. ¿De qué se trata? ¿No habrá debajo de este lenguaje otra forma nueva de autoritarismo?
Desgraciadamente hay personas que exageran la importancia del liderazgo hasta extremos auténticamente idolátricos. Hay actualmente casos notorios de idolatrización institucional y mediática de algunos líderes políticos.
El énfasis en el liderazgo es hoy muy fuerte en nuestras sociedades; a veces exagerado por parte de los “gurus” que tanto escriben y predican sobre él. Las expectativas respecto al líder son a veces tan altas, que su figura se convierte en idolátrica. Se parte del supuesto de que de ellos depende el éxito o el fracaso de las instituciones.
Sin la perspectiva de fe religiosa, el peso del liderazgo recae únicamente en la persona elegida y en el grupo que lo comparte. Lo mismo nos puede suceder a nosotros, aunque oficialmente nos denominemos creyentes. El gran impulso que la Iglesia necesita no depende únicamente de la persona que sea elegida como Papa, ni de la exaltación institucional que se haga de su persona y valía. Hemos de estar muy atentos a no caer en la tentación de la papolatría institucional y mediática interna. No es bueno que funcione el incienso en exceso, ni la apología desmesurada, tal como hemos podido apreciar en algunos medios eclesiásticos. Pero tampoco, esa “papolatría iconoclasta” de quienes antes que el líder levante un dedo ya están recogiendo firmas y lanzando a la publicidad documentos de denuncia, que intentan denominar “profética” en favor de la “iglesia de Jesús”, de la que se arrogan el monopolio.
Teología del liderazgo: trinitario y compartido
Nosotros los cristianos nos mostramos críticos ante visiones idolátricas e iconoclastas del liderazgo. Es cierto que en la iglesia tenemos necesidad del liderazgo. La cuestión es cómo entenderlo. Lo quiero expresar en sencillas proposiciones, brevemente explicadas:
1. En la Iglesia ningún líder ha de suplantar el liderazgo único y permanente que ejerce Jesús en ella a través de la misión del Espíritu Santo. Y ningún creyente que lo sea de verdad debe aceptar esa suplantación, sea de forma activa o sea de forma pasiva. Recordemos cuando en Listra Pablo curó a un tullido y el sacerdote del templo de Zeus quiso ofrecerles (a él y a Bernabé) un sacrificio y ellos aterrorizados respondieron:
“Amigos, ¿porqué hacéis esto? Nosotros somos también hombres, de igual condición que vosotros… Con estas palabras pudieron impedir a duras penas que la gente les ofreciera un sacrificio” (Hech 14, 15-18).
O evoquemos aquella escena última del Apocalipsis, cuando el vidente cayó a los pies del ángel para adorarlo y él le dijo:
“No, cuidado. Yo soy un siervo como tú, tus hermanos los profetas y los que guardan las palabras de este libro. A Dios tienes que adorar” (Apc 22, 9).
No es el líder eclesiástico el que renueva y reforma la Iglesia, sino el Espíritu Santo, cuando se expresa y actúa a través de él y también a través de tantas otras personas a las que concede dones de liderazgo y dones carismáticos.Benedicto XVI lo expresó muy bien en su homilía inicial: “No estoy solo, cuento con todo el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”.
2. La doctrina trinitaria de la “perichoresis” (mutuas relaciones entre las personas de la Santísima Trinidad) muestra e ilumina de una manera peculiar cómo entender el liderazgo en la Iglesia. Wm. Paul Young en su novela “La Cabaña” retraduce de forma literaria y sencilla esta gran verdad de la doctrina tradicional trinitaria de la “perichóresis”. Basten dos textos:
Mackenzie (Mack), el protagonista de la novela, expresa su experiencia de DiosTrinidad con estas palabras:
“Nunca había visto a tres personas departir con tanta sencillez y belleza. Cada uno parecía más atento a los demás que a sí mismo… Me gusta cómo se tratan. Ciertamente no esperaba que Dios fuera así”[3].
El Espíritu Santo (en la novela se llama Sarayu) se lo explica a su vez a Mack:
“Mackenzie, no tenemos ningún concepto de autoridad suprema entre nosotros, sólo unidad. Estamos en un círculo de relación, no en una cadena de mando, o “gran cadena del ser”, como la llamaron tus antepasados. Lo que ves aquí es relación sin ninguna capa de poder. No necesitamos poder todo el otro, porque siempre buscamos lo mejor. La jerarquía no tendría ningún sentido entre nosotros. En realidad, éste es vuestro problema, no nuestro”[4].
El liderazgo religioso brota del Dios Tri-uno. Dios es la fuente del liderazgo cristiano. No lideramos por Dios, ni en nombre de Dios, sino participando en el liderazgo de Dios. Graham Buxton escribió muy acertadamente: “Tener una visión del ministerio es tener una visión de Dios en el ministerio”[5]. No es el ministerio misionero el que dirige las Iglesias, sino que es Cristo quien dirige a su Iglesia según la voluntad del Padre y en y desde el poder del Espíritu.
3. El líder en la Iglesia no lo es tanto por sus capacidades o destrezas, cuanto por su disponibilidad para que el movimiento de gracia que brota de la Trinidad Santa, fluya por doquier, en todas las direcciones, hacia derecha e izquierda, y envuelva y active a la Iglesia mundial a y cada una de las iglesias locales. Así fue el liderazgo del Papa Juan XXIII. Encontró el modo de hacer fluir la Gracia en la Iglesia, contando con todos. Logró que la Iglesia expresara sus deseos, sus sueños: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”. La persona líder hace presente en la Iglesia el liderazgo divino por medio del olvido de sí misma (éxtasis) y de la relación con los demás (mutualidad, reciprocidad). Ese liderazgo transparente es, sobre todo, servicio humilde, kénosis amorosa en la relación con el otro, con el diverso. Esta es la “autoridad” que se recibe de Dios (Jn 19,11). Desde esta perspectiva la cuestión no es si hay personas que tienen el carisma de liderazgo, sino más bien si hay personas dispuestas a participar y contribuir al flujo de gracia de Dios que se derrama sobre el mundo, sobre una comunidad o grupo.
4. El modo de ejercer el liderazgo de Jesús y de su Espíritu es, ante todo, discreto. Se evita el “star system”, el afán de llenar todas las pantallas, el imponerse sobre todo lo que pueden ser realizado des-centralizando. Lo importante es que funcione la comunidad y no solo el líder; la visibilidad de la comunidad y no la del líder. Las instituciones eclesiales deben evitar el culto a la personalidad. No se es líder para defender y engrandecer una institución y hacerla subir en el ranking de las instituciones, sino para hacer que la Gracia fluya por doquier y todo lo revitalice.
Personas sin aparente carisma de liderazgo (tal como es secularmente entendido) pueden ser líderes en el Espíritu en cuanto que dejan a Dios ser Dios y se convierten en “mecenas” de todo aquello que exprese y active el liderazgo del mismo Dios, contando con todos.
No se trata de imponer la propia visión, las propias ideas, sino de compartir con todos y todas y desde la diversidad y comunión de las personas -mujeres y varones, casados y célibes-, encontrar una nueva visión para realizar la misión que el Espíritu quiere en este momento. Nunca el liderazgo ha de pesar sobre una única persona. Si se fundamenta en el Dios Tri-uno, ha de ser un liderazgo compartido.
Esperamos que emerja en nuestro tiempo con menos timidez y más decisión la Iglesia que se re-esstructura desde la inclusión y no la exclusión, la iglesia de los teólogos y las teólogas, de los maestros de espíritu y las maestras de espíritu, de los consultores y las consultoras, de los ministerios masculinos y femeninos, de las personas cultas y de las personas sencillas y pobres: la casa de todos y de todas; la iglesia en la cual se escucha la voz de los últimos y se obedece a los más necesitados; la iglesia ecuménica e interreligiosa con la que da gusto dialogar, compartir y emprender tareas conjuntas; la iglesia que ilumina pero también se sabe iluminada, la Iglesia que tanto ama al mundo que se olvida de sí y se entrega sin calcular las consecuencias.
Liderazgo de “servicio” y “autoridad” para el cambio
¿Está adecuadamente servido el Pueblo de Dios? ¿Es respetado? ¿Los servicios al pueblo de Dios son adecuados a este tiempo, son personalizados? ¿O tal vez el pueblo de Dios está disperso, como ovejas sin pastor? Es una pregunta que los líderes no pueden obviar. Jesús dio ejemplo: “No ha venido a ser servido, sino a servir”. ¿El pueblo de Dios se encuentra adecuadamente servido por sus ministros? ¿Dispone de suficientes ministros y de ministros preparados para ofrecer servicios de calidad espiritual, organizativa, comunitaria? ¿Se puede prolongar más la situación de comunidades cristianas desatendidas, sin ministros ordenados para celebrar adecuadamente la Eucaristía, sin ministros ordenados para la reconciliación y la conversación espiritual, con ministros ordenados demasiado ancianos y limitados? ¿Puede la Iglesia obstinarse a mantener una tradición, cuando más necesaria se hace la imaginación pastoral y también teológica?
Tenemos en nuestras manos valiosos instrumentos de ruta: la letra y el espíritu del Concilio Vaticano II. Pero han pasado 50 años y las nuevas generaciones no lo sienten como “su Concilio”. Hemos de seguir adelante y acelerar el amanecer que se nos ofrece, pero contando conciliarmente con todas y todos. No necesitamos super-líderes, pero sí personas aptas para el liderazgo compartido, para la reunión de los dispersos, para movimientos de concentración y comunión y no de enfrentamiento o de paralelismo infecundo. Tenemos necesidad generar nuevos flujos de vida y desatascar los bloqueos internos.
Nos acucian nuevos desafíos a los cuales hemos de dar respuesta no solo desde el diálogo interno en la Iglesia católica, también desde el diálogo interconfesional, interreligioso, el diálogo con la sociedad. La pasión por la verdad nos lleva a la búsqueda de la verdad, a escuchar la voz de Dios en su Palabra, en nuestra tradición, en nuestro mundo. El liderazgo compartido tiene que responder pero no solo con discursos, sino sobre todo con una nueva praxis, al desafío del sufrimiento, de la pobreza y exclusión, de la increencia.
La nave debe ponerse a navegar bajo el viento del Espíritu, pero también “a pescar”. Hay que trabajar. Es la misión del Espíritu que nos activa, que nos lanza a mares nuevos. Hay que aprovechar este momento propicio para re-entusiasmarnos, re-encantarnos, re-encontrarnos los diferentes como hermanas y hermanos. Soñar la Iglesia del siglo XXI sin vencedores ni vencidos. Y no solo estar dispuestos a obedecer al nuevo Papa, sino estar dispuestos a obedecernos unos a otros, como hermanos y hermanas, y dar lugar a una gran reconciliación interna en la Iglesia y también a una gran terapia colectiva.
“Servir” es la palabra mágica de la autoridad en la Iglesia. “Crecer”, “hacer crecer” es la función prototípica de la autoridad. Ofrecer el servicio del crecimiento es lo mismo que “servicio de autoridad”; pero no creceremos si continuamos con las líneas divisorias que tanto se han marcado en los últimos años. Se dice que la Iglesia en no pocos países decrece, especialmente en Europa y en América. No deberíamos equivocarnos. Sin intensidad la extensión está hueca y es estéril. Sin profundidad la actividad misión es puro trabajo, la vida pura existencia o pervivencia.
¡Líderes de la Iglesia, ponedla en marcha hacia nuevas metas! ¡Cambiad vuestra visión, desatended a vuestras ideas individuales, dejaos transformar por la realidad y no seáis fieles a vosotros mismos, sino al Dios de la Historia! No pactéis con el Maligno. No seáis pastores de vosotros mismos. No aceptéis mafias de favoritismos que imponen su ley contra los excluidos de vuestros grupos. Sed de todos y todos os seguirán. Entonces más que vosotros mismos, os pareceréis al Buen Pastor, el único Líder, que tiene la autoridad del Abbá. Y el Espíritu hará renacer la iglesia conciliar y reconciliada, en la que entre todos contribuiremos a nuevo amanecer que hace largo tiempo esperamos.
[1]. Cf. R. K. Coper y A. Sawaf, La inteligencia emocional aplicada al liderazgo y a las organizaciones, Norma, Bogotá. 1998; Ronald A., Heifetz, Liderazgo sin Respuestas fáciles, Paidós, Barcelona. 1997; R. Y. Fisher, A. Sharp, A. El liderazgo lateral, Norma, Bogotá. 1999; James MacGregor Burns, Transforming Leadership: A New Pursuit of Happiness, Grove, 2003; John P. Kotter, Leading Change, Harvard Business School, 1996; Daniel Goleman, Annie McKee, Richard E. Boyatzis, Primal Leadership: Realizing the Power of Emotional Intelligence, Harvard Business School, 2002.
[2]. Deborah L. Rhode, The Difference “Difference” Makes: Women and Leadership, Stanford 2003); Sally Helgesen, The Female Advantage: Women’s Ways of Leadership, Doubleday 1995; Helen B. Regan, Gwen H. Brooks, Out of Women’s Experience: Creating Relational Leadership, Corwin 1995; Belleville, Linda L. Women Leaders and the Church: 3 Crucial Questions, Grand Rapids, Mich.: Baker Books, 2000.
[3] Wm. Paul Young, La cabaña, Editorial Planeta Mexicana, 2009, p. 176-177
[4] Wm, Paul Young, La cabaña, p. 177-178.
[5]. Cf. Graham Buxton, Dancing in the Dark: The privilege of participating in the ministry of Christ, Paternoster, London, 2001, p. 252.
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