Escribí estas reflexiones hace unos meses. En este año de la vida consagrada he podido encontrarme con religiosas y religiosos de varios países (Oriente y Occidente, Norte y Sur). Pero, al llegar de nuevo aquí, a Europa me he topado con este breve texto que escribí a vuela (¡no pluma!, sino vuela-ordenador) después de concluir la lectura de un libro que me llegaba al alma. Se trataba de un autor: Francis Spufford, anglicano, esposo de la Reverend Dr Jessica Martin. Y de un título: Impenitente, una defensa emocional de la fe (en inglés Un-apologetic). Estas líneas le deben mucho, sus expresiones y palabras. Especialmente al último capítulo titulado “Consecuencias”. Lo que Francis Spufford refiere a una iglesia anglicana en minoría, puede ser referido a una vida consagrada “pequeña minoría”.
Las imágenes de perfección no son para nosotros. En otros tiempos era así como se explicaba nuestra identidad: institutos de perfección, tendencia a la perfección. Tampoco las imágenes de la “excelencia”. Creemos, eso sí que el ser humano puede mejorar. Eso nos reconforta, pero no podemos creer que la humanidad pueda alcanzar un estado en el que todos nuestros deseos se encuentren en misteriosa armonía y nuestros corazones bien limpios y desinfectados. Eso no va a ocurrir. Bonhoeffer definía al santo como “un pecador de quien Dios ha tenido misericordia”.
El reino de Dios es nuestra utopía, nuestro sueño. Es un sueño imposible de realizar en el ambiente del poder. También el Reino es una imposibilidad para nuestros esfuerzos y programas. Pero creemos que el Reino de Dios cambia la forma del mundo presente y tira de nosotros sin parar y nos prometa una plenitud y una bondad más allá de nuestros límites. Vemos presente el Reino allí donde descubrimos plenitudes y bondades que jamás habríamos sido capaces de imaginar, de administrar. Y llegamos a esa visión porque hemos emprendido el camino de lo imposible.
Mi vida consagrada se está ahorrando muchas tentaciones del poder, gracias a su estado de declive. Existe la creencia entre los poderosos de que nuestro declive nos debería preocupar mucho. Piensan que deberíamos vivir en un estado permanente de agonía; que deberíamos gritar de abatimiento y de humillación por haber perdido la antigua posición de dominio que ocupábamos en la Iglesia o en la sociedad. Pero yo no creo que esto sea del todo cierto. Hay algunos aspectos beneficiosos en el estado de la vida consagrada: su inclusividad para rehacerse a partir de muchos pueblos y culturas, su disponibilidad para ayudar a todo el que pueda necesitarlo, tantas oraciones secretas que laten en nuestros corazones, tantos actos de fe y tantas súplicas internas y externas de perdón… El peso del poder es una carga que una vez desaparecida no se echa de menos.
Quizá los y las más mayores añoremos otros tiempos: cuando éramos muchos más –mayoría en nuestras instituciones-, mayoría en el ámbito eclesial. Cuando éramos el “plan B”, alternativo a los proyectos que no salían, cuando nos consideraban y nos considerábamos “iglesia por defecto”: si los demás no oraban, nosotros sí; si los demás no tenían una gran implicación en la misión, nosotros sí; si los demás llevaban una vida relajada, nosotros sí. Pero esa vida religiosa comenzó a morir hace tiempo Y hoy no existe.
Gracias a eso, la vida religiosa no es vehículo de la ambición de nadie. La vida religiosa se ha desligado de la soberbia de los soberbios. Gracias a eso, cada vez se cuenta menos con ella para integrarla en la casta de los “dignatarios”. Gracias a eso, ya no pensamos que para llegar a Dios necesitamos una jerarquía que va del pobre al rico, del rico al rey y del rey a Dios. Ni tenemos la pretensión de ir ascendiendo en una escala de peor a mejor. Gracias a eso, nuestra forma anómala, extraña de vivir, se hace visibile de nuevo. Podemos mostrar y los demás pueden distinguir mejor “nuestra alternativa””nuestra vocación contracultural”: pueden ver que no “somos tanto”, que somos unos pecadores de lo que Dios tiene misericordia. Vamos, ¡que molamos poco! Que somos incompletos, incapaces de convertirnos en una de esas personas tan dueñas de sí mismas que aparecen en los folletos o en la calculadora sin amor que es el Hombre Económico.
Sí, somos pocos, somos una pena. No remontamos. Y eso es bueno. Aunque sería agradable que en la Iglesia hermanos nuestros en la fe nos trataran mejor y no esgrimieran algunas personas burdas caricaturas de la vida consagrada, como a veces ocurre en los blogs religiosos, poniendo en ridículo nuestros defectos físicos o juzgándonos solo por fotografías o nuestra apariencia. ¡Menos mal que Jesús “no juzgaba por apariencias!” (Mc 12,14; Jn 7,24).
Sería agradable que nuestros hermanas en la fe comprendieran que una vida cristiana sin metáforas, sin poesía, no sirve de guía a quienes no pueden entenderse a sí mismos sino a través de la metáfora. Sería agradable que la gente comprenda que el mundo tiene su hechizo, su encanto y que es imposible desechizar el mundo: para eso estamos nosotros, para ser testigos minoritarios de su encanto.
Los y las jóvenes dentro de la vida religiosa europea pueden decir: ¡somos una pequeña minoría! Y esto es, puede ser, una buena noticia. Es cierto, de todos modos, que se trata de una minoría con poca o ninguna influencia en el conjunto de la Iglesia de la sociedad. Pero, he aquí lo que decía Nietzsche:
Nuestros monasterios, conventos, casas religiosas seguirán abiertas, aunque no sean tantos los que llamen a nuestras puertas. Seguirán ofreciendo un estilo de vida en el que se ofrecerá quietud, meditación, conversación permanente con Dios. Seguirán ofreciendo trampolines para lanzarse a una misión que no será agotadora, sino simbólica –sobre todo-, dinamizadora de la sociedad solidaria. Serán espacios donde la gente podrá venir para verse en el espejo y descubrir cómo somos y aceptar nuestra belleza natural y limitada sin maquillajes, sin photoshop, aceptándonos y descubriéndonos en el escenario de la Creación: “y vió Dios que era bello-bueno” y de la hermandad (¡qué bello-bueno los hermanos unidos!” (Salmo 133)..
Los monasterios, conventos, casas, seguirán abiertas aunque dentro queden ya unos pocos ancianos y ancianas y algunos jóvenes. En ellos latirá la alegría. Serán personajes de luz, y desde allí serán “sal de la tierra”, “luz del mundo”. Jesús seguirá miránonos desde el centro de la multitud enfurecida. Dios seguirá ahí, iluminándonos. Abrirán sus puertas como “hospederías del Espíritu”: simplemente cómo territorios para los “sin papeles” que sienten nostalgia de lo sagrado.
Los monasterios, conventos, casas serán los lugares de Dios; allí donde se tiene la sensación de que Dios existe. Y que está, sigue estando, a pesar de que este mundo no es ya el que Él soñó y creó; y todavía no es aquel que Jesús liberó e inaguró con la llegada del Reino. Cuando conseguimos acallar nuestros ruidos durante un rato, tenemos la sensación de que Dios existe. Por eso tiene sentido actuar emocionalmente como si existiera. Tiene sentido desafiar el tiempo condicional. Es una sensación de esperanza, una sensación realista, una sensación de seguir intentándolo a pesar de ser pocos, a pesar del agotamiento.
La sensación recomendada por nuestra incómoda hada de los cielos, que dice: “No seas cauto. Que no te sorprenda ninguna crueldad humana. Pero no temas. Pueden repararse muchas más cosas de las que crees” (Francis Spufford, Impenitente: una defensa emocional de la fe, Colección Noema. Turner Publicaciones, Madrid, 2014).
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