SACRAMENTALIDAD DEL CUERPO HUMANO: para responder a lo que está pasando

Hoy nos estamos dando cuenta de que hay “crímenes contra la humanidad”, que hay pecados nefandos que son muchísimo más graves que otros. Hoy nos damos cuenta de que el excesivo rigorismo respecto a la sexualidad nos hizo pasar por alto lo verdaderamente grave respecto a ella: la violencia, la terrible represión y el sadismo y masoquismo que provoca. La estremecedora carta del Papa Benedicto XVI a la Iglesia de Irlanda nos hace preguntarnos, ¿qué le está pasando a la Iglesia católica? ¿Qué nos está cayendo? ¿Se trata únicamente de una persecución programada o aquí está ocurriendo algo muy serio? ¿Qué podemos decir ante el descubrimiento de tantos abusos sexuales, también en la Iglesia?

Para acompañar esa reflexión creo que es necesario recuperar el respeto hacia el cuerpo humano y ofrecer una seria teología del cuerpo. Para ello voy a transcribir unas páginas de mi libro “Lo que Dios ha unido” (San Pablo, 2006, pp.297-302), escritas con esa intencionalidad: hablar de la sacramentalidad del cuerpo humano.

El cuerpo humano es la fuente de la vida, es el gran agente de la comunión y unión. El cuerpo no es una realidad que tenemos, sino que somos; él es la gran mediación de nuestra presencia y el ámbito en el que acontece nuestra vocación. El cuerpo es el ámbito privilegiado en el que resuena la llamada.

El progresivo descubrimiento del cuerpo

Estamos en un tiempo en que el cuerpo ha pasado a primer plano de la actualidad.

  • En el ámbito mediático hoy se presta gran atención al cuerpo. El cuerpo humano es cuidado de múltiples formas: deporte, gimnasia, jogging, body−building, sauna, moda, cirugía estética, higiene, rehabilitación. Los medios de comunicación proponen un cuerpo irreal, narcisístico y “sin sustancia”. Exponen, sobre todo, el cuerpo juvenil, seductor, lleno de vitalidad, deportivo y ocultan y discriminan el cuerpo que envejece o enferma, que se cansa y no siempre responde a las cambiantes normas de la moda. Los cuerpos más admirados están robotizados; se acercan cada vez más al cuerpo−máquina. El cuerpo es así belleza exterior. Pero ¿qué conexiones tiene con la interioridad, con el misterio? El erotismo corporal es presentado como exterioridad a ras de piel. Parece como si en el cuerpo no se jugara el ser humano nada importante, como si de una realidad neutra y sin memorias se tratara.
  • En el ámbito del pensamiento socio−político se ha producido una revalorización del cuerpo, en contraposición a la era industrial −todavía en gran parte persistente− que conconsidera el cuerpo como un instrumento de trabajo[1]. Nos hemos dado cuenta de que también hay que reivindicar “los derechos del cuerpo”[2]. La filosofía neo−marxista descubrió el paralelismo existente entre el despotismo del hombre sobre la naturaleza con un despotismo similar sobre el cuerpo humano; ese despotismo intentó anular el cuerpo[3]. Con acierto, Herbert Marcuse dijo que la dialéctica de la liberación no pasa por la lucha de clases, sino por el cuerpo humano, dado que este es el eterno campo de batalla donde se combate la lucha de los instintos, que antecede a la lucha de las clases sociales[4]. El hombre posmoderno vuelve sobre sí, sobre su propia interioridad y ha escogido hacer de su cuerpo el único “lugar de la aventura”[5]. La transformación ha de comenzar por el propio cuerpo. Pero, dado que el cuerpo es un segmento de la “construcción social de la realidad”, cuerpo y sociedad se influyen mutuamente.
  • En el ámbito del pensamiento personalista y existencial se reafirma que el cuerpo no es un objeto que el ser humano posee, sino que se vive en primera persona, es la persona misma. Jean Paul Sastre decía: “j’existe mon corps”. El nuestro es un cuerpo−sujeto[6]. Merlau−Ponty matizaba esta afirmación diciendo que el cuerpo forma algo así como un tercer género entre el puro sujeto y el objeto: el cuerpo es cuerpo, pero el cuerpo supera el cuerpo, es más que él mismo[7]. Por eso, nuestro cuerpo es una superficialidad llena de interioridad, o mejor, una “exterioridad” llena de profundidad[8]. ¡Qué bien lo han entendido los artistas! La escultura, la pintura, el teatro y el cine son grandes festivales del cuerpo. Rodin decía que: “no existe un solo músculo del cuerpo que no traduzca las variaciones interiores. Todos dicen de alegría o tristeza, de entusiasmo o desesperación, de serenidad o furor… Unos brazos que se tienden, un torso que se abandona, sonríen con tanta dulzura como los ojos o los labios. Pero para poder interpretar todos los aspectos de la carne, hace falta haberse adiestrado pacientemente en el deletreo y la lectura de este hermoso libro. Eso hicieron los maestros antiguos, ayudados por las costumbres de su civilización”[9].

Nuestro cuerpo como lugar donde…

El cuerpo es el lugar donde queda registrada la dimensión indeleble de todo acto humano. Es el lugar de las memorias más profundas. En nuestro cuerpo el pasado se hace historia nuestra, elemento constitutivo e incluso, puede decirse que el pasado se hace ausente y presente.

En nuestro cuerpo tiene una importancia muy especial “el rostro”: a través de él y de su mirada nos mostramos y somos percibidos y encontrados. El rostro, la mirada, le dan a nuestro cuerpo su belleza verdadera, tan distinta de la belleza vacía de los cosméticos, joyas, vestimentas o imágenes manipuladas. Es la belleza de un rostro que nos lleva hacia la trascendencia, la santidad. Quien se unifica y se dilata, encuentra sin buscarlo, su verdadero rostro, porque la belleza del cuerpo, del rostro es −dice E. Lèvinas– “epifanía de la persona”[10]. El verdadero rostro sube del corazón, cuando el corazón se enciende. El rostro del niño es aquel que Dios soñó para nosotros. El pecado lo va desfigurando; lo vuelve máscara:

“el que no encuentra su rostro en la luz del Espíritu, se encuentra disfrazado con una máscara demoníaca y la máscara corre el riesgo de hacerse carne, de convertirse en hocico”[11].

Nuestro cuerpo es también el lugar de la afectividad, del erotismo y del despliegue de nuestra sexualidad. En él se dicen las verdades más profundas, en las que uno se abre a la vida. El erotismo no responde a la mera exterioridad, “presupone la intervención de la interioridad del ser humano”[12]. La carne, el cuerpo, es una realidad misteriosa, irreductible; en ella acontecen sensaciones, emociones, que permiten presentir el abismo fantástico de lo que somos. La profundidad de la carne es análoga a la profundidad del ser.

La profundidad del cuerpo humano pide ser respetada con eso que llamamos “el pudor”, o “la intimidad”. Y es que “el hombre que pierde su intimidad, lo pierde todo”, como decía Sabina, uno de los personajes de Milán Kundera en su novela “La insoportable levedad del ser”:

“Para Sabina, vivir en la verdad, no mentirse a sí misma, ni mentir a los demás, sólo es posible en el supuesto de que vivamos sin público. En cuanto hay alguien que observe nuestra actuación, nos adaptamos queriendo o sin querer, a los ojos que nos miran y ya nada de lo que hacemos es verdad. Tener público, pensar en el público, eso es vivir en la mentira. Sabina desprecia la literatura en la que los autores delatan todas sus intimidades y las de sus amigos. La persona que pierde su intimidad, lo pierde todo, piensa Sabina. Y la persona que se priva de ella voluntariamente, es un monstruo. Por eso, Sabina no sufre por tener que ocultar su amor. Al contrario, sólo así puede vivir en la verdad”[13].

Los gestos del cuerpo humano y su intencionalidad

Entre los cuerpos humanos se establece, ante todo, una relación simbólica. Lèvinas habla con razón de la “ultramaterialidad exorbitante de la carne del otro”[1]. De hecho, estamos alejados de nuestro propio cuerpo y necesitamos “corporeizarnos”, “carnalizarnos”. El deseo va hacia la unificación, no hacia la dualidad. Esa corporeización se produce a través de los gestos: cada gesto humano (alzar una mano, sentarse…) tiene un sentido; los gestos de amor (acariciar, abrazar, unirse…) tienen un sentido especialmente importante para entender a la pareja y el matrimonio.

a) Gestos de ternura

Hemos valorado tradicionalmente el sentido del “ver” (la visión), o el sentido del “oir” (oído). Hemos prestado menos atención al sentido del gusto, del olfato y, sobre todo, del tacto. En el tacto tienen lugar gestos simbólicos de amor y encuentro, de ternura y gratuidad, como la caricia, el abrazo, el beso y el abrazo o unión sexual. El tacto es, por excelencia, el sentido de lo inmediato, del presente; aunque no se pierde en el instante porque el tacto es esencialmente movimiento y movimiento rítmico. El tacto es el más rítmico de todos los sentidos:

  • La caricia: acariciamos para hacernos presentes a los otros a través de nuestra mano, de nuestra piel. La caricia no es simple contacto; nos lleva a comprobar la alteridad del otro, su accesibilidad o inaccesibilidad. Acariciar es pedir, buscar sin saber exactamente qué, entrar en el caos, en la espera de un adviento puro, sin contenido. La caricia está hecha de hambre creciente, de promesas siempre más ricas. En la caricia se expresa, sobre todo, el deseo de encarnación, tanto del otro como de uno mismo: “le hago gustar al otro mi carne, para obligarlo a sentirse carne”[2]. La caricia es “carnal” y carnal quiere decir “individualizada” y, en cuanto tal, portadora de una irreductible soledad.
  • El abrazo es otro de nuestros gestos de ternura. A−brazar es circundar, rodear con los propios brazos que se hacen circulares, abrirlos para recibir, cerrarlos para acoger, reservar al otro un puesto junto a mí. Es la imagen de la relación no−violenta. En el abrazo abrimos nuestro espacio al otro. No obstante, también este gesto es indeterminado y a veces ambiguo. ¿Se trata en el abrazo de acoger o de tomar, de proteger o de capturar? ¿Es el abrazo la última victoria sobre las resistencias del otro?
  • El beso es otro de los gestos de ternura. Posar los labios sobre el cuerpo del otro es, en cierta forma, reconectarse con nuestra primera forma de entrar en contacto. El beso no es nunca extraño al apetito, a la voracidad (¡te como!). Besar es como volver a las fuentes de la palabra. El beso en la boca “es el símbolo triunfante de la función del rostro y del alma en el amor del siglo XX… El beso reanima los mitos inconscientes que identifican el soplo que sale de la boca con el alma. Simboliza así una comunión o una simbiosis del alma. Es la expresión profunda de un amor que erotiza al alma y hace místico al cuerpo” [3].
  • El gesto de ternura por excelencia es el abrazo sexual o la unión sexual. En la unión sexual se da una mutua inclusión que implica profundamente la subjetividad de dos personas. A través de ella dos personas participan en la respiración del mundo. Es el lenguaje más fuerte, más violento con el que dos seres pueden hablar, porque hace de dos seres una sola carne, y se acercan mutuamente como personas únicas en el mundo[4]. El don corporal expresa que son o quieren ser el uno para el otro. La llamada “unión carnal” es unión en la medida en que se reconoce al otro y cada uno se responsabiliza de los lazos nacidos de la relación. No es un encuentro ciego que ignora al otro. La Biblia lo denomina “conocimiento”. En la unión sexual se trascienden los límites de lo individual. Se trata de dos personas que se encuentran como iguales, como seres libres, que se responsabilizan el uno del otro y que pasan del “otro para mí” (primer movimiento del deseo) al “yo para el otro” (el deseo convertido en responsabilidad). Ni que decir tiene que el acto de “unión carnal” puede ser −en su ambigüedad− también un acto de violencia, un allanamiento de morada. También puede convertirse en un momento de opacidad mutua, debida a los individualismos. La realidad sexual es portadora de una oscura ambigüedad[5].

b) Gestos responsables

La responsabilidad se juega en dos ámbitos: el otro y el fruto de la relación.

Responsabilizarse quiere decir, en primer lugar, descubrir y reconocer al “otro” y esto requiere tiempo. El tiempo es la única probabilidad que tenemos para pasar de la alteridad abstracta a la alteridad concreta, de realizar la unión verdadera. Tienen que pasar los días para que la unión se haga realidad y adquiera el peso de lo real. Descubrir y aceptar al otro como persona significa:

  • descubrirlo en el tiempo y no sólo en el juego de la seducción y del instante erótico;
  • aceptar su pasado, tal vez con dolor, pero dentro de un respeto que evita los celos;
  • escuchar la narración de su infancia, la confesión de sus errores, el dolor y la alegría de su lenta afirmación;
  • aceptarlo no sólo en su pasado, sino también en su futuro;
  • hacerse paciente; no es más importante que los dos se hagan uno, sino que el uno se convierta en dos, en el encuentro de dos vocaciones, cada una de las cuales es única. Ya decía Chesterton esta graciosa observación: ““Eran dos, pero ya son uno solo; mas ¿cuál de los dos?”.

La relación no es carnal del golpe, ha de hacerse carnal. Con el tiempo lo carnal se hace personal y lo personal se hace carnal. Entrar en la duración es entrar en la encarnación. Es necesaria la fidelidad para que se respete la dignidad moral del acto carnal. El principio moral que regula esta relación queda muy bien expresado en el siguiente principio: a mayor intimidad mayor compromiso, a mayor compromiso mayor intimidad. Intimidad sin compromiso es profanación del cuerpo. Compromiso sin intimidad es superficialidad y frustración sucesiva[6].

Responsabilizarse tiene que ver, en segundo lugar, con el fruto de la relación, pues esta es, o puede ser siempre fructuosa y benéfica:

“Un fruto −dice François Dolto− está siempre implícitamente implicado, aunque no conscientemente querido, con ocasión del encuentro entre hombres y mujeres”[7].

Ser familia, pasar de la relación de pareja a la relación de padre−madre esponsalidad a la paternidad−maternidad, del dos al tres o más, supone un salto cualitativo dentro de la realidad matrimonial. El momento en que una pareja de amor decide pro−crear una nueva vida, o se ve envuelta en un proceso de pro−creación, está entrando en una nueva fase de enorme importancia y repercusiones, ante todo para ellos mismos en cuanto pareja. No es lo mismo un matrimonio sin hijos, que un matrimonio con ellos. El amor matrimonial es fecundo, fértil. Pero la fecundidad en la carne tiene una seriedad especial. En su obra “Así hablaba Zarathustra” escribía Nietzsche:

“Tengo que hacerte, hermano mío, a ti solo una pregunta. Te lanzo esta pregunta como un plomo en tu alma, pues sé lo profunda que es. Eres joven y desearías tener un niño y estar casado. Pero te pregunto: ¿eres un hombre que está habilitado para tener un hijo?”.

La pro−creación es una de las tareas más importantes confiadas por el Creador a los seres humanos. Es bendición concedida por Dios al amor. La apertura a la fecundidad implica acoger el futuro y la posibilidad de un hijo; si aparece un hijo, ser corresponsables y consentir ser juntos padres; implica consentir a unos lazos mucho más fuertes. La apertura a la fecundidad es exigencia de madurez social; en ello se distingue una pareja madura de una pareja infantil, dominada por el narcisismo; esta apertura está implicada en la dinámica del don: el dinamismo del amor lleva más allá de la persona amada; el tercero, el hijo, es aquel que manifiesta, hace objetiva y encarna la relación y aquel por el cual la relación se trasciende. La unión carnal es ya fecunda por sí misma, por el hecho de que contribuye al nacimiento de un tercer ser: la pareja en cuanto tal, que no es la suma de los dos, sino el soporte, el lugar y, en este sentido, el sujeto de una nueva historia. Cada uno de los dos es −en cierta medida− engendrado por el otro, despertado por el otro a una vida nueva.

Este fruto no es exclusivamente el hijo. En el acto de amor está implicada la fecundidad, que puede ser −al menos− de tres formas: fecundidad física (procreación), fecundidad interpersonal (crecimiento de cada uno de los cónyuges), fecundidad social y espiritual. Louis Roussel dice que “el estado permanente de la mujer hoy es el de esterilidad artificial” [8].

 Cuerpo profanado y cuerpo consagrado

Al crear al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, Dios los plasma como seres llamados al amor, a la comunión, a la relación. Esta es nuestra vocación fundamental e innata. Lo ha expresado bellamente la exhortación apostólica de Juan Pablo II “Familiaris consortio”:

“En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en cuanto totalidad unificada. El amor abraza también al cuerpo humano y el cuerpo participa del amor espiritual” (FC 11).

 El cuerpo humano ha sido creado para recibir y dar amor. La misma sexualidad humana −como dimensión constitutiva del hombre y de la mujer− está interiorizada en esta vocación fundamental[9]. Como seres relacionales estamos estructurados para la comunión y el encuentro. Todas las relaciones del ser humano se realizan en la corporeidad. A través del cuerpo −presencia y lenguaje− entramos en contacto con el misterio de los demás. Quien se acerca a nuestro cuerpo, se acerca a nuestro yo.

No debemos olvidar, sin embargo, que el pecado ha dejado profundas huellas en nuestra realidad corporal. Su relacionalidad ha quedado bloqueada, a veces pervertida. Estamos en un cuerpo de muerte (Rm 7,24). Jesús nos ha liberado y salvado de esta realidad corporal, que nos condena al aislamiento, a la soledad destructiva. El Espíritu hace vivir por medio de la justicia el cuerpo que entró en el ámbito de la muerte a causa del pecado (Rm 8,10). El Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, ha puesto casa (e)noikou=ntoj) en nosotros y vivifica (z%opoih/sei) nuestros cuerpos mortales (Rm 8,11). El cuerpo bautizado en el Espíritu recupera todas sus posibilidades de relación, comunión y amor. No es un cuerpo que se auto−pertenece, pues ha sido comprado con la sangre de Cristo (1Ped 1,18−19), es miembro del cuerpo de Cristo y ha sido transformado en templo vivo de Dios (1Cor 6,19); es decir, en la parte más santa del templo, donde mora el Dios vivo; así lo sugiere el término griego “naos − nao\j”, que 1Cor 6,19, utiliza.

Los casados descubren sus cuerpos −en este contexto– como don de Dios creador, como realidad recuperada y salvada en la redención de Jesús, como realidad consagrada por el Espíritu. La toma de conciencia de ello les permite vivir de una manera diversa y gozosa la realidad corporal, sus interrelaciones, sus inmensas posibilidades. El adecuado ejercicio de la sexualidad, como fuerza de relación, de creatividad y generosidad, es lo que llamamos tradicionalmente virtud de la castidad, a la cual todo cristiano está llamado. La castidad es aquella virtud moral que regula el sentido de la sexualidad y su ejercicio; Albert Plé la ha descrito así:

“La castidad conyugal no es otra cosa que la capacidad de amar, cuyo efecto es liberar del narcisismo las alegrías de la carne elevadas a la oblatividad del amor espiritual que va de persona a persona, y no simplemente de cuerpo a cuerpo” [10].

El cuerpo tiene en la vida de los esposos, −mas ¡no solamente en ellos, también en los célibes!−, un significado radicalmente sacramental.

Decir que la mutua autodonación de los cónyuges es una realidad de orden sacramental significa afirmar que la dimensión física del amor nupcial es el signo visible de una dedicación que nace del espíritu. El matrimonio sacramental tiene fuerza sanadora. Sirve a la integración de sexo y eros en la totalidad de las relaciones humanas, precisamente cuando el ser humano se encuentra interiormente lacerado y desintegrado; en este sentido positivo podemos decir que es remedium concupiscentiae [11].

Concluyo este apartado con unas preciosas palabras de Claude Tresmontant en su Essai sur la pensée hébraique:

“En el amor, un alma conoce a otra de forma inmediata. Entre ellas no se interpone cuerpo alguno; el cuerpo equivale al alma… ¿Cómo podría uno quedar separado precisamente por aquello que él es? Lo que separa no es el cuerpo, sino la mentira. Dos almas vivas aprenden a conocer su gusto, aquel gusto secreto que forma parte “de aquel nombre que nadie conoce, a no ser aquel a quien le ha sido asignado” (Ap 2, 17)”[12].


[1] E. Lèvinas, Totalità e Infinito, p. 263.

[2] J.P. Sartre, L’Être et le Néant, Gallimard, Paris 1943, p. 462.

[3] E. Morin, Les Stars, ed. Du Seuil, 1957, p. 179.

[4] Para todo esto cf. X. Lacroix, Il corpo di carne. La dimensione etica, estetica e spirituale dell’amore, EDB, Bologna 1997, pp. 83−110.

[5] Observa X. Lacroix que la cercanía de los órganos de la vida (para el don de la vida e intercambio de amor) con los órganos de la micción y defecación (“inter urinam et faeces”), evacuadores de cosas malas, no puede no provocar una cierta conmoción, despertar una angustia oscura, la de la confusión entre dos comportamientos y valoraciones: cf. X. Lacroix, o. c.

[6] Cf. R. J. Foster, Dinero, sexo y poder, ed. Betania, Minneapolis 1989, pp. 103−107.

[7] F. Dolto, La sexualité femenine, Scarabée 1982, p. 36.

[8] L. Roussel, La Famille incertaine, Odile Jacob, Paris 1988, p. 157.

[9] Cf. E. G. Farrugia, Il corpo come imbarazzo e come carisma, en “Lateranum” (1996), pp. 479−503.

[10] A. Plé, Vida afectiva y castidad, Estela, Barcelona 1966, p. 223.

[11] Cf. W. Kasper, Teologia del matrimonio cristiano, Sal Terrae, Santander 1980, p. 38.

[12] Cl. Tresmontant, Essai sur la pensée hébraïque, (Lectio Divina, 12), Du Cerf, Paris, 1953, p. 105.


[1] Inspiro algunas de las siguientes reflexiones en S. Spinsanti, Il corpo nella cultura contemporanea, Queriniana, Brescia 1983.

[2] Cf. S. Acquaviva, In principio era il corpo, Roma 1977, p. 20.

[3] En este sentido está planteada la obra de R. Zur Lippe, Naturbeherrschung am Menschen, Frankfurt 1974.

[4] Vease en las dos obras de H. Marcuse, El hombre unidimensional: ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada, Ariel, Barcelona, 2005; y Eros y civilización, Ariel, Barcelona, 2001.

[5] A. Bercoff, Vivre plus, Paris 1981, p. 67.

[6] Cf. este planteamiento en la obra de J. P. Sartre, El ser y la nada, ed. Altaya, Barcelona 1993.

[7] Cf. el pensamiento de M. Merlau−Ponty en la antología de textos realizada por F. Fergnani, Il corpo vissuto, Milano 1979.

[8] Cf. E. Lèvinas, Totalità e Infinito. Saggio sull’esteriorità, Jaca Book, Milano 1995. Utilizo la versión italiana y no la castellana, Totalidad e Infinito, ed. Sígueme, 1997, porque la traducción que ofrece es muy deficiente.

[9] A. Rodin, Conversaciones sobre el arte. (Recogidas por Paul Gsell), Monte Ávila editores, Caracas 1991, p. 14.

[10] Cf. E. Lèvinas, Totalità e Infinito, p. 69−70.

[11] O. Clément, Sobre el hombre, ed. Encuentro, Madrid 1983, p. 35.

[12] Cf. G. Bataille, L’ erotismo, Mondadori, Milano 1969, p. 35.

[13] M. Kundera, La insoportable levedad del ser, Tusquets ed., Barcelona 1984, p. 119.

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