Me encuentro en la India. El reloj de la población mundial me dice que en este momento los habitantes de este país son 1,293,200 (24.02.2016, a las 07.57 hora local). Y me pregunto: ¿cuál será el principio que mantiene unida en una sola nación a esta inmensa y variadísima masa humana? Sé que son muchas las explicaciones que se ofrecen, pero ¡qué genialidad haber encontrado un principio de unión y de convivencia ante una biodiversidad humana tan gigantesca!
Desde aquí, pienso en mi patria, España. Según el reloj de la población mundial, ahora somos 47.886 125 de habitantes. Sigo parcialmente sus noticias políticas, sus debates. Y, desde esta latitud, contemplo un país donde hay muchas heridas que no logran cicatrizar; donde hay grupos con una determinada identidad cultural que no quieren seguir en alianza con los otros. Se constata el hecho del deseo de secesión; pero también nos preguntamos ¿porqué? El riesgo de divorcio -primero sentimental y después jurídico- es ya una realidad. Y se están dando pasos muy serios en esa dirección.
El debate político de estos días está resultando “terapéutico”. Estamos en un momento en que no se imponen algunas mayorías. Sorprendentemente alguna -y tendrá sus razones- se mantiene un tanto alejada. Nuestro joven rey ha querido lanzar la aventura. No se ha detenido ante soluciones “prudentes”, sino que nos ha lanzado al riesgo. Y cuando uno arriesga, o gana o pierde. Aunque “arriesgar” es propio de los seres humanos y del espíritu que los habita.
Grupos representativos de una buena parte de nuestra sociedad han optado por gastar horas y horas dialogando, planeando, proyectando un nuevo futuro, una nueva forma de abordar la realidad. Nuestros jóvenes políticos quieren armonizar dos virtudes, que en sí mismas, no deberían ser incompatibles: la ambición y la humildad. Que sean ambiciosos no es malo; sí la prepotencia, el narcisismo, la avaricia. Pero esa ambición pide también humildad. La humildad de quien escucha al otro, de quien desea armonizar incompatibilidades, encontrar alternativas vengan de donde vinieren.
Las líneas rojas que impedían un diálogo sereno y sincero, se van difuminando; los dogmas políticos van siendo relativizados. Pero hay que felicitar a quienes en estos días se han gastado y desgastado para ofrecernos un programa, un proyecto diferente, un nuevo sueño para nuestra nación y convivencia. Estamos pasando de los “partidos” a los “com-partidos”, de los programas individuales a los programas en sinergia.
Necesitamos otra forma de “organizarnos”. Tenemos que re-inventar nuestra organización política, social, económica, cultural, espiritual. Y se nos han concedido mentes lúcidas que tienen la misión de llevarnos a todos hacia nuevos modelos organizativos. Nuestro modelo no debe ser el de los grandes imperios, ni el de las empresas que solo buscan éxito y ganancias, ni siguiera el modelo de quienes son excluyentes y no incluyentes. Necesitamos un modelo de organización que cuente con todos, con toda la diversidad, que sea hospitalario y que descentralice creando nuevas sinergías. Hay que re-inventar las organizaciones (Frederic Laloux). El Espíritu es siempre creador, innovador y sabe recuperar lo mejor de nuestra tradición. Le encantan los procesos, las historias de salvación, las situaciones dramáticas, que después son superadas por la Gracia.
La Iglesia ofrece a todos una red. Es la red de los fieles cristianos que nos sentimos “cuerpo de Cristo” y “miembros los unos de los otros”, que sabemos que desde nuestro bautismo estamos “en Cristo Jesús”, donde no hay distinción entre hombre y mujer, judío o griego… La Iglesia es la red de seguridad que permite a nuestro estado reorganizarse desde la libertad de los carísimas diferentes, sin que se rasgue la unidad fundamental. El Reino de Dios es transnacional, trans-racial, trans-cultural.
Sé que en esta forma de pensar y sentir hay un riesgo: ¿y si todo esto fracasa y se revela inútil? Puede fracasar un acto jurídico de investidura, pero ahí queda un fermento, un evento de diálogo, de encuentro, de forma de actuar que determinará el futuro.
Quizá yo sea ingenuo. Pero confieso que “creo en el Espíritu Santo”. Y esto significa para mí, que creo en nuestra juventud política, la que todavía no se ha contaminado con la corrupción, la que -a pesar de sus errores e inconsciencias- puede madurar, corregirse y evitar antiguos desmanes; la que ha sufrido el desempleo, la que no se ha encontrado -quizá- con mensajeros de Dios que le resulten creíbles y atractivos, pero que quiere solucionar los dramas de los olvidados del país, de quienes sufren tantísimo las consecuencias de la avaricia mundial.
“Quien te cree, te crea”. Necesitamos una sociedad en la que creamos los unos en los otros. No sociedades en las que todo cae “bajo sospecha”, bajo la mirada de quienes se creen superiores y juzgan a los demás. El Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesús y del Creador y Padre-Madre de todos, tiene resortes insospechados para realizar su misión. Y frecuentemente nos revela a través de los más jóvenes sus proyectos de futuro (San Benito).
No apaguemos la mecha que arde. No tratemos de abortar la vida que puede nacer. No seamos cómplices del dragón apocalíptico, que abre sus fauces para devorar a la criatura apenas nazca.
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