¿DONDE ESTÁN LOS RELIGIOSOS ESTÁ LA ALEGRÍA? “La tristeza es la polilla del alma”

Screenshot 2015-06-11 15.55.23La sociedad en la que estamos viviendo no es feliz. Expresión de ello es la indignación de quienes tratan de representar el “sentir de la gente” en los medios de comunicación (artículos, tertulias, entrevistas, manifiestos de partidos políticos). Peor es todavía echar una mirada al Parlamento, escenario del malhumor. ¡Cuánta tristeza, indignación circula por las bancadas! Los señores y señoras diputados no disfrutan con la acción política, no sueñan, no comparten. Se enfrentan. Se burlan los unos de “los otros”. Se acusan mutuamente de corrupción. La tribuna de oradores es un “muro de lamentaciones”, de las críticas sin matices. Parece que vivimos en el reino de la mentira, del robo, de la extorsión. De nadie se puede uno fiar. ¡Todos ven la mota en el ojo ajeno! ¡Nadie la viga en el suyo proprio. ¿Ocurrirá algo parecido en la Iglesia, en la vida consagrada hoy?

Nuestra sociedad tiene muy pocas buenas noticias que celebrar y disfrutar. Envidiamos a “otras sociedades”. ¡Con qué autosuficiencia y jactancia dicen algunos tertulianos: “Es que en Inglaterra, en Suecia, en los países civilizados… ¡no ocurre esto”. ¡Vamos, que lo mejor sería emigrar de nuestro propio país hacia el país de la inteligencia, del bienestar, de la felicidad! En última instancia… habría que emigrar del “planeta azul”. Eso ocurre también en la vida consagrada para algunos: ¡la solución está en emigrar, y si es en grupo mejor!  Pero ¿hacia dónde?

La Iglesia debería ser una sociedad diferente

Ella es portadora del Evangelio, es decir, de la buena noticia. Ella tiene como misión ser “mensajera y testigo de la Alegría”. Ella “celebra”. Vive de sus celebraciones misteriosas, donde el gozo prevalece sobre la tristeza, la vida sobre la muerte, la gracia sobre el mal ético.

Pero el clima que en ella se respira, me evoca con frecuencia a la sociedad civil, política. Lo que vemos es la iglesia de las personas “indignadas”, y por lo tanto, críticadoras. Algunas de ellas vigilantes, para asaltar el poder, cuando sea posible e imponer sus alternativas. En la Iglesia de la indignación reina la tristeza, y con ella el desprecio, la amargura permanente. Quienes así se viven, no ven sentido a las celebraciones litúrgicas, la oración les parece inútil pasatiempo, el recurso a la fe y a la teología ¡pura ideología!

¿Y en la vida consagrada, se es feliz?

De poco nos sirve la constatación del Papa Francisco en este año de la vida consagrada “donde están los religiosos allí está la alegría”, si aquello que constatamos en la mayoría de nuestras comunidades y personas es la tristeza.

Los escenarios

Es verdad que hay escenarios en los cuales parece que derrochamos felicidad: concentraciones, viajes de peregrinación, jornadas mundiales de la juventud, fiestas, centenarios y evocaciones del pasado glorioso de la Institución. Es cierto, que las fotografías que publicamos en nuestros boletines y revistas nos muestran rebosantes de alegría, entusiastas por el Reino, cercanos a los más necesitados: traslucimos belleza y felicidad. También es verdad, que cuando nos piden un testimonio sobre nuestra vocación empleamos un lenguaje de enamorados de Dios, de personas que han encontrado la felicidad, y que por eso “lo han dejado todo”. ¡Esos son unos escenarios!

Pero hay desgraciadamente otros escenarios de signo diferente:  cuando se dejan aquellos escenarios celebrativos, uno se encuentra con muchos religiosos y religiosas –de todas las edades- tristes, decepcionados, heridos. Suele ser en el escenario comunitario, o congregacional, o en el escenario que se crea en la soledad de la propia habitación. Esas tristezas se tratan de superar con evasiones (¡salir fuera de la comunidad para despejarse!, ¡evitar actos de oración comunitaria, que no dicen nada!, ¡entretenerse en el propio cuarto con los medios de comunicación que hoy disponemos!, ¡estar en permanente contacto con “otros mundos”, “otras personas” a través del móvil). Y se suele justificar este “modus vivendi” con frases como ésta: “¡tengo que sobrevivir!”.

El diagnóstico: el motivo de mi tristeza… ¡los demás!

Pero observemos cómo diagnosticamos la causa de nuestra tristeza, de nuestra frustración. Casi nunca el motivo se encuentra dentro de mi, sino fuera:

  • Por oposición a quienes nos dirigen: es variada la colección de cargos contra ellos o ellas: ¡no tienen ninguna preparación para dirigir un Instituto, o una comunidad y por eso, las cosas siguen como hasta ahora!, ¡buscan el poder y manipulan para eternizarse en él!, “todo lo dan hecho, sin consultar”, “nos tratan como piezas de ajedrez”, ¡permiten y amparan la corrupción o corruptelas que ellos o ellas o sus amigos generan! Quienes así minusvaloran a sus dirigentes, es obvio que no muestren demasiados deseos de colaboración, que todo contacto con ellos o ellas sea siempre tenso, que se planteen si merece la pena seguir en el Instituto o en la comunidad.
  • Por no poder dirigir: hay religiosos y religiosas que siempre se atribuyen la razón; jamás dudan de su propio “ego”; no tienen capacidad de aprender, y sí mucho que enseñar a los demás, a los que consideran estúpidos. Son ellos o ellas quienes salvarían al instituto, a la comunidad, quienes elevarían el nivel, quienes harían funcionar todo adecuadamente. Si no son elegidos/as como miembros del Capítulo General, el Capítulo General ¡no servirá de nada! Si no son nombrados líderes de algunas instituciones, se convertirán en oposición permanente a quienes lo hayan sido. Su tristeza delata que se sienten minusvalorados: que no han recibido lo que se merecían por su trabajo y cualidades; ¡en el fondo decepcionados, porque les ha salido mal el negocio! ¡Qué pena entender la vida consagrada como negocio de ganancias o pérdidas! Y esa tristeza se deja acompañar de un permanente “resentimiento”, que emerge en cada conversación, en el rostro adusto y airado, en una crisis permanente.

Pero, otras veces, el motivo de mi tristeza está “dentro de mí”, aunque me cueste desenmascararlo y reconocerlo:

  • Por no comprender: quien todo lo ve mal en su Instituto, tiene dentro un demonio ciego e iracundo. Valora el todo por la parte. Algo no funciona, por lo tanto ¡nada funciona! No hace justicia al “todo del instituto”, a la energía del carisma, a tantas personas que se dejan llevar por el Es-píritu y viven en Dios y para los demás con humildad y una cierta invi-sibilidad. Sólo descubre problemas. No detecta los milagros del Espíri-tu, que suele elegir a los débiles para confundir a los fuertes.
  • Por una tremenda crisis de fe: quienes se dejan llevar por la tristeza en la vida consagrada, por una permanente rebeldía contra lo que sucede, ¿oran de verdad con los salmos? ¿Estarán convencidos de que es “Dios quien restaura y hace brillar su rostro sobre nosotros” (Salmo 79), que Él es nuestro Dios y Salvador y por eso podemos exclamar: “confiaré y no temeré”, Dios es “grande en medio de nosotros” (Is 12,1-6). Cuando no confiamos en Dios y perdemos la esperanza en él “nos entrega a nuestro corazón obstinado” (Salmo 80). “Lo peor de la tristeza es que te ciega y pierdes el rumbo”.
  • Por una gran falta de misericordia: Hay en la tristeza en los religiosos un motivo oculto: la falta de misericordia hacia los prójimos. Jesús dijo, sin embargo, bienaventurados, felices, los misericordiosos. San Isaac de Nínive explicó así esta bienaventuranza:

“¿Qué es un corazón misericordioso? Es el corazón que arde en amor por toda la creación, por los seres humanos, por los pájaros, por los animales e incluso por los de-monios. Cuando se acuerda de ellos, cuando los contempla, los ojos de la persona misericordiosa se llenan de lágrimas, que nacen de la gran misericordia que oprime su corazón . Crece en ternura y no puede re-sistir escuchar o ver cualquier injuria o incluso una leve pena de cual-quier cosas de la creación. Por eso, esta persona ofrece continuamente oraciones con lágrimas incluso hasta por los animales irracionales y por los enemigos de la verdad y por todos los que la ofendan y lasti-man, para que sean guardados y perdonados”.

¿No será la misericordia hacia “todos nuestros hermanos o hermanas de Congregación” la que nos devuelva la alegría y el entusiasmo? Hay realidades exteriores que nos pueden hacer llorar sobre la vida religiosa actual, tal como Jesús lloró ante las murallas de Jerusalén. Pero Jesús no se echó atrás. Decidió entregar su vida por la vida del pueblo, para que descendiera del cielo una nueva Jerusalén.

Pero también hay realidades interiores que nos ponen muy tristes y que nos invitan a una lucha dentro de nosotros mismos. Son nuestros complejos, nuestros egos –deseosos de ser idolatrados-, nuestros demonios interiores. No hay cosa peor que ser esclavo de uno mismo.

Mi fundador, san Antonio María Claret, nos decía “que la tristeza es la polilla del alma” y nos pedía que no la alimentásemos. Y el gran filósofo Séneca también decía: “La tristeza, aunque esté justificada, muchas veces solo es pereza. Nada necesita menos esfuerzo que estar triste”. Si queremos ser –en nuestra sociedad- alternativa, mensajeros de la Buena Noticia, testigos alegres de la Resurrección, hemos de dejarnos ungir por la Alegría del Evangelio, por el Espíritu, causa de nuestra alegría. Y utilizar el magnífico don de nuestra libertad: en Alianza con nuestro Dios ¡podemos!

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