No había completado su obra. No se le habían agotado sus chistosos juegos de palabras, ni sus tímidas carcajadas. Acumulaba todavía mucha energía para servir y para rehuir el ser servido. Probablemente tuvo la oportunidad de una última sonrisa antes de despedirse para siempre. No se le había agotado el dinamismo de la vida. Podría haberse convertido en un sabio, simpático, atento y pillo anciano.Pero le llegó una misteriosa interrupción, su “consummatum est”, antes de lo previsto. Estoy convencido que no le faltó su “en tus manos, Abbá, encomiendo mi vida”.
Me refiero al misionero y presbítero claretiano Jesús Bermejo, que acaba de fallecer el pasado 3 de abril en Vic (Barcelona).
Fuimos compañeros durante cinco años Roma. Juntos estudiamos la teología. Juntos nos preparamos para el ministerio ordenado y fuimos siendo acogidos en los diversos grados del ministerio por obispos de Concilio Vaticano II. Fue el secretario del Concilio Vaticano Ii, el cardenal Pericle Felici, nuestro obispo ordenante. Juntos escuchamos del papa Pablo VI en una audiencia general en la Basílica de san Pedro, un breve mensaje dirigido a nuestro grupo de jóvenes presbíteros misioneros claretianos apenas dos días ordenados. Después, nuestros encuentros han sido ocasionales. Fue con motivo de nuestras bodas de plata sacerdotales cuando vivimos con otros compañeros una semana de intensa espiritualidad en Tierra Santa. Allí él iba derramando su contemplación en cada lugar; tomando sus apuntes y un poco retrasándose para absorberlo todo.
Jesús Bermejo mostraba en su años jóvenes un interés poco común por la espiritualidad. Merodeaba constantemente en torno a ella. No le interesaba tanto la teología especulativa, ni seguir el ritmo trepidante de la revolución cultural del 68 o el surgimiento de las teologías políticas y de la liberación. Encontraba, especialmente en la mística femenina, inspiración e inquietud interior, su centro de interés.
Tenía alma de poeta, aunque su porte exterior pudiera a veces parecer un poco zarrapastroso. Desde su corazón espiritual brotaban efluvios que él transformaba en bellos, densos y sencillos poemas. La belleza lo habitaba solapada en los pliegues de su alma y se apoderaba de sus palabras cuando escribía. Quizás alguien recolecte y publique todos sus poemas. Sólo tuve acceso a algunos de ellos.Versaban sobre el Jesús de los milagros, o el de las parábolas; allí, en cuatro líneas densificaba una parabóla o un milagro de Jesús y en todas las estrofas su conjunto. O poemas sobre José, el carpintero, el esposo de María, o sobre María misma, su gran amor después de Jesús.
Me pregunto porqué Jesús Bermejo sintió a Claret, a partir de un determinado momento de su vida como un imán existencial, como un campo magnético del que fue incapaz de sustraerse.¿Qué vería en Claret quien, al menos externamente, tan poco se parecía a él?Y me respondo: un campo magnético para excavar y reconstruir, una secreta galería subterránea para descubrir como espeleólogo. Su ministerio mantuvo a Jesús Bermejo, por ello, escondido, oculto, recogiendo textos, cartas, papelitos, notas laterales en los libros. Ultimamente se perdió en los archivos diocesanos de Santiago de Cuba para descubrir entre tantos papeles y legajos escritos y referencias a Claret. Resultados de sus investigaciones han sido múltiples. Como premio, el nombre de Jesús Bermejo ha quedado ya marcado como sello en la mayoría de los escritos autobiográficos de san Antonio María Claret. Lo que le apasionó no fue Claret, sino la pasión de Claret.
Ha muerto junto al sepulcro de Claret, en la ciudad de Vic (Barcelona); se ha despedido de la Congregación allí donde la congregación Claretiana nació. Se ha despedido de la vida en el campo magnético que le dio vida. Más todavía: el Espíritu Santo, fuente y dador de todos los carísimas, le había concedido el regalo postrero: vivir en Santiago de Cuba durante dos años investigando las huellas del arzobispo Claret.
Jesús Bermejo ha visto interrumpidas sus excavaciones.Quien sabe si Claret bajó del cielo, como mensajero divino, para decirle: “Jesús, conviene ya que te vengas con nosotros. Deja a medio escribir tu última palabra, deja incumplida tu última investigación. Que la santa Ruah tiene ya previsto el futuro. Tú, vente a tu nueva comunidad. Descansa y ya ahora disfruta de la luz”. Los dos suben al cielo, de seguro que riéndose por alguna “ocurrencia”. Y después del Encuentro con Jesús, y el Espíritu y el Abbá, habrá departido con la Madre María, Corazón y Virgen del Cobre, a quien durante su estancia en Santiago de Cuba, le compuso la letra del himno oficial:
Tesoro de nuestra tierra y perla de nuestro mar,
danos gracia y fortaleza para poder caminar.
Dulce pastora mambisa, danos tu inmensa piedad,
que tu pueblo necesita brisa para navegar.
Madre de Dios encarnado, fuente de vida sin par,
renueva nuestros hogares con la luz de tu bondad.
Virgen de la Eucaristía, danos tu vino y tu pan,
fruto sagrado y bendito de tu seno virginal.
Madre, que tanto nos amas, paloma de libertad,
acógenos en tus brazos y enséñanos a soñar.
Tú, que siempre nos prodigas tu ternura maternal,
llena de amor a tus hijos, Virgen de la Caridad.
Por cuatro siglos de historia ha brillado tu esplendor,
mostrándonos a tu Hijo, nuestro Rey y Salvador.
Abre nuestros corazones a la gracia del perdón,
inspíranos hoy y siempre tus gestos de compasión.
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