¿Quién es Jesús? Ésa es la pregunta que subyace a la liturgia de ese domingo segundo de Navidad. Y se responde con términos, al parecer, abstractos y difíciles de comprender: Jesús es Sabiduría, Palabra, Luz, Vida.
¿Cómo denominar al hijo de María?
¿Por qué se define a Jesús con estos términos? ¿No sería mejor decir que Jesús fue un sabio, que su Palabra era poderosa, que iluminaba la vida de la gente, que daba vida allá por donde pasaba? No debemos olvidar que eran tantos los datos de los que disponían los primeros cristianos que llegaron a la conclusión de que era mejor expresar quién era Jesús a través de esas palabras tan categóricas: Sabiduría, Palabra, Vida, Luz.
Desde el final se entiende toda la vida. Si Jesús es la Sabiduría de Dios, ello se debe a que muchas veces en su vida demostró lo sabio que era. Ya dicen los Evangelios de la Infancia que “iba creciendo” en Sabiduría. Si Jesús es la Palabra de Dios, ello se debe a que en sus palabras, en cada uno de sus mensajes, se percibía que Dios mismo hablaba: ¡Jesús no hablaba como los demás!, ¡sus palabras transformaban, hacían milagros, cambiaban los corazones! Si Jesús es la Luz, la Vida, ello se debe a una forma de actuar que lo caracterizaba: resucitaba muertos, curaba enfermos, expulsaba demonios, atacaba al reino de las tinieblas y lo vencía. Al final, sus discípulas y discípulos proclamaban que Jesús era todo eso: Sabiduría, Gracia, Palabra, Vida, Luz.
¡Sabiduría!
Hablemos, en primer lugar, de la sabiduría. No todo mandato o mandamiento es sabio. Hay mandatos que enloquecen los sistemas, deterioran a las personas. Una mala orden puede hacer mucho mal. Quienes elaboran los mandatos no siempre se dejan llevar por la justicia o por una revelación. El pueblo de Israel, sin embargo, estaba orgulloso de su sistema legislativo, de sus leyes. Este pueblo afirmaba que había sido Dios quien había revelado y entregado la Ley a Moisés, que su Dios era el Creador, que ordenó sabiamente los cielos. Dios es la sede de la Sabiduría.
Jesús habló de la Sabiduría con términos peculiares. Para él la Sabiduría no estaba en los mandatos exteriores, sino en las mociones interiores del Espíritu. No mancha al ser humano lo que viene de afuera, sino lo que surge del interior. Hay una mala ley en el corazón –cuando está poseído por malos espíritus–. Sin embargo, quien es movido por el Espíritu Santo no necesita mandatos exteriores, impositivos. El Espíritu que habita en el corazón transmite sus mandatos a la conciencia, al corazón.
Quien se deja llevar por el Espíritu recibe mandatos llenos de sabiduría. La falta de Espíritu hace necesarios los mandatos exteriores. Donde prevalece la ley exterior, falta la ley interior del Espíritu. Jesús, en quien el Espíritu se había efundido sin medida, estaba habitado por la Sabiduría: “todo lo hacía bien”, “crecía en sabiduría”. Quienes lo seguían eran como “los hijos e hijas de la Sabiduría”. Recibir el Espíritu de Jesús era recibir el don de la Sabiduría. En Jesús se manifiesta el arte creador del Abbá, la ciencia secreta de los Misterios de Dios. Él los comunica a quien quiere. Destinatarios preferentes de su Sabiduría eran los sencillos.
¡Palabra!
Jesús es la Palabra. La Palabra de Dios. El Abbá no tiene palabra por sí mismo. Su Hijo es la Palabra a través de la cual habla. En el Antiguo Testamento utilizó las palabras de la Ley, de los profetas, de los sabios, pero, ahora, en la plenitud de los tiempos, sólo habla a través de su Hijo. Jesús es todo expresividad, es la visibilidad del Invisible, la palabra del Inaudible. ¡Cuánto misterio se encierra en la persona de Jesús! Es bellísimo denominar a Jesús así: ¡Palabra!
La Palabra es la fuerza de la Creación: el diseño y la realización de todas y cada una de las realidades que existen. La Palabra da consistencia y existencia a todo. En Ella está la Vida y la Vida se hace viva en toda la Naturaleza e ilumina el ser.
Sin embargo, la Palabra vino al mundo y no fue bien acogida. No sigue siendo acogida. Hay personas que la rechazan, que no quieren saber nada de ella: Vino a los suyos y los suyos no la recibieron. Pero a quienes acogen la Palabra les sucede algo maravilloso: se convierten automáticamente en hijos de Dios. Reciben la Intimidad de Dios en sus vidas y todo se transforma en ellos. Éste es el misterio de la Navidad de Dios en los creyentes. Éste es el mensaje de este segundo domingo de Navidad. Nace la Palabra en nosotros. Cada vez que leemos la Palabra, que acogemos la Palabra, como María, nace Jesús, el Logos, la Palabra, la Sabiduría, en nosotros. ¡Qué regalo!
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