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El excesivo optimismo es ciego. El optimista afirma su ego y supone que domina el futuro. El pesimista, también afirma su ego, y es un invidente para el bien. Jesús no fue ni optimista, ni pesimista. Jesús fue el profeta de la Buena Noticia, el “Mebasser” -como se decía en hebreo.
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No es siempre fácil distinguir el bien del mal. Cuando depositamos nuestro voto en una urna intentamos depositar una papeleta para el bien y no para el mal. Pero ¿estamos del todo seguros de haber acertado? El mal es la impaciencia que no espera a Dios y lo sustituye por un ídolo. El discernimiento entre el bien y el mal no es fácil, como se nos anuncia en las lecturas de este domingo.
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¡Extraña liturgia! Hoy es el día del “Corpus Christi” -del Cuerpo de Cristo-, sin embargo, las lecturas de la liturgia nos hablan -sobre todo- de “la Sangre de Cristo Jesús”. Y la presentan como “sangre de la Alianza”, la sangre del Cuerpo entregado.
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¿Dónde estaba Dios? se preguntaba el papa Benedicto XVI al visitar el campo de concentración de Auschwitz. La pregunta más necesaria hoy no es si “¿existe Dios?”, sino más bien: ¿dónde se manifiesta? ¿dónde está Dios?
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Dios Padre está en el cielo. Jesús subió al cielo. Y llega el día en que el Padre y el Hijo nos envían al Espíritu Santo. El Espíritu se convierte en el “gran Enviado”, el Misionero del Abbá y de Jesús. Desde el día de Pentecostés hasta el final de los tiempos, el Espíritu está con nosotros, actúa en la tierra y en sus pueblos y en todo el planeta, en el cosmos. Ha recibido la misión de llevarlo todo a plenitud.
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Cuando decimos “Padre nuestro, que estás en el cielo”, lo que proclamamos es la ausencia de Dios, aquí en la tierra; decimos que una distancia inmensa, inabarcable, nos separa. Y lo seguimos ratificando cuando decimos: “¡Venga tu Reino! ¡Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo!”. Hoy es el día en que Jesús subió al cielo. ¿Lo creemos de verdad?
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Hace muchos siglos que María, la madre de Jesús, nos dejó. Pero ella se alza como un puente misterioso que abraza los 20 siglos del cristianismo. Se hizo verdad su profecía: “bienaventurada me llamarán todas las generaciones”. Pero ¿a qué se debe esa misteriosa e inexplicable “presencia” inacabable y siempre reactivada?
Todo comenzó cuando Ella, la joven de Nazaret, desposada con José -descendiente del rey David-, engendró en su vientre el secreto más antiguo y sagrado: al mismo Hijo de Dios. El varón José fue su esposo, pero… no el padre biológico del hijo de María. El Espíritu, como un alfarero de estrellas, moldeó el corazón y el cuerpo de María virgen para que recibiera la semilla divina y la hiciera germinar; durante nueve meses, el Espíritu Santo fue tejiendo en ella el Misterio más sorprendente: la encarnación del Hijo de Dios
La piedad popular ha aclamado a María como “esposa del Espíritu Santo”. Sin embargo, María nunca es presentada como Esposa del Espíritu en el Nuevo Testamento. El esposo de María fue José, descendiente de la casa de David, y no el Espíritu Santo. El hijo de María no fue “hijo del Espíritu Santo”, sino “hijo de Dios Padre”. José, el esposo de María adoptó al hijo de María como hijo legal y así lo reconoció como descendiente de David.
Si María no es “la esposa del Espíritu Santo”, ¿qué relación mantiene el Espíritu Santo con ella?
A esta pregunta deseo responder en el siguiente texto, afirmando que María es “la cómplice del Espíritu Santo”. Y lo dividiré en cuatro partes:
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Descubriremos un día que “amor” no es sólo un sentimiento humano, sino que “Dios es Amor”: reconoceremos el carácter “divino” de todo tipo de amor auténtico y que el amor no tiene fronteras y acoge a todos.
Donde el amor se enciende, allí acontece una intensificación de la vida… una revolución. Quien ama se apega intensamente a la realidad amada, pero se desapega de otras realidades. Todo aquello que nos enamora (personas, ideas, lugares, belleza, deporte…) nos desestabiliza y nos hace vivir intensamente, peligrosamente.
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Jesús, nos promete dar mucho fruto . Nuestra experiencia, sin embargo, nos dice que muchos de nuestros esfuerzos son infructuosos y nos preguntamos: ‘¡Tantos desvelos, tanto esfuerzo, tanta preocupación! ¿Para qué?’. En momentos de duda, la Palabra de Dios nos ofrece luz y consuelo, invitándonos a reflexionar sobre nuestra verdadera conexión con la fuente de toda vida y esperanza.”
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