Hace muchos siglos que María, la madre de Jesús, nos dejó. Pero ella se alza como un puente misterioso que abraza los 20 siglos del cristianismo. Se hizo verdad su profecía: “bienaventurada me llamarán todas las generaciones”. Pero ¿a qué se debe esa misteriosa e inexplicable “presencia” inacabable y siempre reactivada?
Todo comenzó cuando Ella, la joven de Nazaret, desposada con José -descendiente del rey David-, engendró en su vientre el secreto más antiguo y sagrado: al mismo Hijo de Dios. El varón José fue su esposo, pero… no el padre biológico del hijo de María. El Espíritu, como un alfarero de estrellas, moldeó el corazón y el cuerpo de María virgen para que recibiera la semilla divina y la hiciera germinar; durante nueve meses, el Espíritu Santo fue tejiendo en ella el Misterio más sorprendente: la encarnación del Hijo de Dios
La piedad popular ha aclamado a María como “esposa del Espíritu Santo”. Sin embargo, María nunca es presentada como Esposa del Espíritu en el Nuevo Testamento. El esposo de María fue José, descendiente de la casa de David, y no el Espíritu Santo. El hijo de María no fue “hijo del Espíritu Santo”, sino “hijo de Dios Padre”. José, el esposo de María adoptó al hijo de María como hijo legal y así lo reconoció como descendiente de David.
Si María no es “la esposa del Espíritu Santo”, ¿qué relación mantiene el Espíritu Santo con ella?
A esta pregunta deseo responder en el siguiente texto, afirmando que María es “la cómplice del Espíritu Santo”. Y lo dividiré en cuatro partes:
- María, “cómplice del Espíritu”
- María en la Misión del Espíritu Santo
- La “toda Santa” en Alianza con el Espíritu Santo
- La misteriosa y permanente presencia de María
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