Estamos en el tiempo en que se premia a directores y artistas y productores. La liturgia del cine sale de las pantallas y nos muestra a sus protagonistas, de carne y hueso, y los bendice y sella con sus premios (los Goya, los Oscars….). En esta circunstancia quiero rescatar un artículo que publiqué hace años en la revista “Misión Abierta” -desgraciadamente desaparecida- Lo titulé ¿Orar en el cine?
Alguien quizá exclame: ¡qué cosa más extraña! ¿Orar en el cine? Y, no obstante, el cine es un lugar mágico donde uno se acerca a la creación artística, al encanto de unos personajes movidos por la voluntad omnímoda de un director o directora y unas actrices y actores que interpretan esa voluntad y un clima especial creado por la fotografía, los escenarios, la música, el ritmo…. La sala de cine, ¡puede convertirse en un templo! Puede llegar a ser un espacio de oración. Quizá sea conveniente no abordar este tema con prisa. Tal vez sea mejor aproximarse lentamente, curiosamente a esa realidad en la que poco a poco nos sumergimos y de la cual, después de dos o tres horas, emergemos.
¡QUE MISTERIOSA ES LA PANTALLA!
Allí está como tabula rasa, como hoja en blanco, como superficie silenciosa e inexpresiva. Parece un tope, un límite, una decoración fracasada dentro del conjunto del gran salón. Poco a poco se va llenando el patio de butacas, o el anfiteatro. El espacio tiene estructura de templo. Todo en él se orienta hacia el altar, ese misterioso altar vacío que es la pantalla, la misteriosa y vacía pantalla. También tiene bóveda, o techos altos, o espacios, que nos hacen sentirnos bajo un improvisado cielo. Como quien se acomoda para viajar en un autobús o en un avión o en un velero, nos vamos sentando.
Un sentimiento de comunión especial y de cierta complicidad nos embarga, si vamos acompañados; o una sensación de aventura, si vamos solos. Nos vamos situando ante la pantalla, como si de un dios se tratase. Ella es la que decide nuestra postura o posición. Suena una música que genera sentimientos preliminares. La expectación nos electriza. Nos sentamos bien y… a comenzar el viaje, la aventura.
La oscuridad se establece antes de la luz, el silencio antes de la palabra. La pantalla comienza a cobrar color, imagen, vida, voz. Emerge en ella, adecuadamente encuadrado y disimulado, un mundo que no es real, sino pura ficción. Todo lo que queda fuera de la pantalla (lo ob-sceno) sería suficiente para defraudarnos desde el principio. Pero lo escénico os hace creer verdadera la simulación.
Y, sin embargo, hay una realidad que no debemos olvidar. Alguien nos está mirando. Alguien se dirige a nosotros y quiere movernos el corazón, estremecernos, hacernos sentir -incluso exageradamente- aquello que más nos conmueve. La pantalla se convierte en púlpito, tribuna de mitin, cátedra de profesor, quirófano de cirugía, sofá de psiquiatra… Se convierte en una ventana que pone en contacto con la vida, con personas, con hechos…. El cine es semejante a la caverna de la que Platón nos hablaba: una realidad de puras imágenes, en las cuales se proyecta una realidad inaccesible.
LA VERDAD DE LA SIMULACIÓN
El cine es una ficción, una simulación. El conjunto de artistas narra y recrea historias de amor o de odio, de humor o de tragedia. Intentan las más de las veces reproducir la realidad que a todos nos concierne. En otras ocasiones, son nuestros sueños y anhelos, o nuestros temores y miedos, los representados. El cine nos permite una inmersión intensa en la realidad -¡por sobredosis!-. Nos permite vivir momento paradigmáticos. Vernos afectados hasta lo más profundo. Por eso, hay en los espectadores emociones, llanto, risas, temores y miedo, espanto y exaltación…
Cuando un auténtico creyente, un apasionado por Dios, contempla el cine, ¿qué siente, qué le ocurre? Muchas preguntas podríamos hacernos en esta perspectiva:
¿Le agradará a nuestro Dios el cine? ¿Estará de parte de los artistas, o los dejará de su mano? ¿Le ofenderán las escenas que representan, o dejará que su Espíritu les inspire los momentos mejores y deje su presencia para que los espectadores revivan y recreen aquellos momentos? ¿Qué significa orar en el cine? ¿Cerrar lo sentidos y dedicarse a orar, como antídoto ante cualquier escena inconveniente? ¿Utilizaría hoy Jesús, el lenguaje cinematográfico para narrar sus parábolas? ¿Sería el cine esa mediación privilegiada que Jesús, el maestro de los símbolos y de las parábolas, soñó para esta tierra?
Cuando se escucha una parábola, no se ora. Uno se deja impresionar. ¡La oración tal vez vaya brotando simultáneamente o tal vez como efecto posterior. En la medida en que el cine es contemplación, nos introduce en un templo, en un escenario trascendente. En todo templo está Dios. En toda contemplación se vislumbra lo divino y su presencia. la pantalla se convierte en púlpito, tribuna de mitin, cátedra de profesor, quirófano de cirugía, sofá de psiquiatra… Se convierte en una ventana que pone en contacto con la vida
ORAR
¡Está Dios en el cine! El Creador se hace presente en los creadores. Allí está repartiendo dones, creatividad, comunicando espíritu, inspiración. Si en el fondo, es Él el autor de los guiones, el director de los actores, el actor que actúa en los actores, el compositor de las bellas y estremecedoras melodías. Dios es más cinematográfico de lo que parece. Por eso, ha recuperado en su cielo eterno, a todos aquellos grandes actores y actrices, a todos aquellos grandes directores de cine, que ya nos dejaron, pero que tanto nos han hecho soñar y llorar y reír y trascendernos. ¿No estarán en el cielo, en Dios, Dreyer y Fellini, Buñuel y Hitchcock, Ingrid Bergman y Charles Chaplin, Vittorio de Sica y Silvana Mangano?
En la ceremonia de los Goya, como también en la de los Oscars, pasarán por la pantalla aquellos directores, artistas, colaboradores que nos dejaron. Con enorme agradecimiento diremos que nunca será olvidados. ¿No siguen hablándonos y encantándonos, desafiando el paso del tiempo y eternizando entre nosotros su presencia? Sí. En el cine resuena el misterio. Es un santuario donde la muerte no obtiene su victoria. El cine conserva las memorias. Nos llega a los orígenes, a las diversas etapas del mundo, hacia el futuro. La oración no es algo sobreañadido. Es la impresión del misterio en nosotros. Es pensar, conmoverse, amar, estremecerse, llorar… sentirse morir…. sentirse renacer.
¿Orar en el cine? No se trata de beatería, sino de implicación. No se trata de sobrenaturalización de la realidad, sino de descubrimiento de aquello sobrenatural que alienta en todo lo natural. Dios se hace presente en nuestras creaciones. Dios nos mira desde los cuadros, nos canta desde la música, nos mueve desde la acción de los actores. ¿Por qué no responder a quien así nos interpela? ¿Por qué no reconocer la presencia y responderle con un acto de presencia recíproca? A veces no hace falta, ni siquiera responder. Basta introducirse en la zona del Misterio, para que el Misterio se de por aludido.
¿Qué mejor oración que aquella en la que uno, sin palabras, sólo admirado y maravillado, se abre al infinito, al misterio? La pantalla es un símbolo de Dios. Actúa en nuestra realidad. Muchas veces parece que la realidad está vacía. Pero solo basta una proyección para ver la realidad, prosáica, transformada, transfigurada. Orar es vivir en comunión con el Misterio del mundo. Orar es vivirse desde el infinito, o desde la realidad ilimitada. Orar es la osadía de confrontarse con una realidad que nos supera por todas partes, en todos los sentidos. La petulancia del orante es inaguantable.
¿Quién puede pretender, consciente de su pequeñez e insignificancia, ser interlocutor de Dios? ¿Qué osadía es aquella que lleva a una persona a medirse de tú a tú con la realidad ilimitada? ¿Puede un insecto pretender hablar con un ser humano? Lo contrario sí es posible: hay seres humanos que les hablan a los insectos. Si esto es así, ¿qué proporcionalidad existe entre el ser humano y Dios, para que podamos -sin ningún tipo de reservas- decir que orar es “conversar con Dios”? Respecto a la oración hay opiniones para todos los gustos. Frecuentemente hacemos de la oración una realidad a nuestra imagen y semejanza. Orar es dejarse hablar, dejarse seducir y balbucear una respuesta. Es verdad que Dios se hizo carne. Así lo confesamos nosotros, los cristianos. Jesús es la encarnación de Dios, su magnífica y sorprendente forma humana. Entonces sí que es cierto que Dios se nos ha acercado, se ha aproximado peligrosamente a la humanidad.
Ya es posible hablar con Él de igual a igual. Quien lo desee puede vislumbrar el Misterio en esa dimensión misteriosa que hay en toda realidad. Una de esas dimensiones misteriosas está en la pantalla, allí donde el cine se hace realidad. Pero también hoy decimos que Dios, a veces, se hace Pantalla, símbolo, parábola.
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