Es reconocida por todos hoy la importancia de la familia en la misión evangelizadora como parte del Pueblo de Dios, y en la construcción del reino (LG, 34). La familia es fuerza de evangelización, santuario de la vida, don de Dios (Ecclesia in America, n. 46).
Pero también es reconocida la importancia que tiene hoy la misión evangelizadora de la Iglesia respecto a la Familia: ¿qué opciones, qué líneas pastorales, qué buena noticia puede transmitir hoy la Iglesia a sus parejas, a sus matrimonios a sus familias? De ésto hablaré en el próximo artículo.
En este momento quiero referirme a la misión de la pareja matrimonial. Quizá pueda contribuir a la reflexión sinodal, pues sin misión el matrimonio queda des-finalizado, pierde su razón de proyecto, proceso y hasta su misma trascendencia.
El matrimonio es el sacramento de la creación, pero también lo es del mundo nuevo, nacido de la cruz y de la resurrección de Jesús. Por eso, tiene una misión en medio de la sociedad y una misión eficiente: ser el comienzo de la novedad del Reino en su pequeño ámbito, ser en la misma Iglesia como una “Iglesia en miniatura”.
1. La Misión de hospitalidad, equidad e integración
Tres grandes tareas se podrían resaltar a la hora de hablar de la aportación misionera de la pareja y la familia a la sociedad:
- a) manifestar la necesidad del “otro” o la hospitalidad,
- b) enseñar a tratar a cada uno como es, o la equidad;
- c) hacer de las diferencias elementos de comunión o la integración.
a) Manifestar la necesidad del “otro” o la hospitalidad en la sociedad líquida
No encontramos en la “sociedad líquida”. Todo fluye, todo es inestable, efímero, pasajero. En semejante estado, los individualismos nacen con nueva pujanza y se desarrollan. Se va generando un mundo acorde a los más variados intereses. En él puedo escoger a quien quiera, cuando quiera y por el tiempo que quiera o puedo ser escogido por quien me quiera, cuando quiera y el tiempo que quiera. Los extranjeros o extraños son admitidos cuando se tiene necesidad de ellos −como mano de obra− o son expulsados cuando de ellos no se tiene necesidad. Las relaciones están inspiradas en las variables de nuestras necesidades. Quien hoy es necesario, mañana puede no serlo; esto sucede en las empresas, pero puede suceder también con el compañero o compañera de matrimonio.
Una sociedad líquida puede parecer libre, pero no lo es. Todo resulta inestable, pasajero. Las decisiones se dejan llevar por lo inmediato y nunca adquieren sosiego, paz, experiencia de plenitud. Nuestras libertades flotan como medusas siguiendo las corrientes de opinión y las modas.
El matrimonio, sin embargo, tal como nosotros lo entendemos, vive de una estabilidad que consolida la personalidad, le da densidad y coherencia en todo lo que hace y es. Quien da su consentimiento matrimonial a otra persona, abandona su vida meramente individual y se decide a vivir enlazado a ella y desde ella a otras personas. Esa alianza −que se realiza en principio con la persona a la que más se ama, con aquella con la cual se ha descubierto una vocación común− potencia la libertad, evita su mariposeo, la centra y concentra, la lanza y la relanza hacia donde ella sola no se lanzaría. En el matrimonio y la familia se impone la necesidad de vivir permanentemente “bajo la mirada del otro” y reconociendo −como necesidad− la existencia del otro.
En la medida en que este modelo de pareja y de familia se extiende en la sociedad, el postulado de reconocer la existencia del otro se generaliza, se globaliza y hace que la sociedad neo−liberal, cambie, se transforme en una sociedad mucho más solidaria e interpersonal.
Cuando se quiere vivir el matrimonio desde el Evangelio de Jesús, el evangelio del Reino de Dios, se descubre la importancia del perdón. A veces el perdón puede parecer heroico, pero es transformador, incluso milagroso. En la clave del perdón, padres e hijos, hermanos, descubren que la entrega al otro −el don−, a veces ha de saltar muy por encima de los propios intereses, cuando estos han sido despreciados y ofendidos; en esos momentos la entrega puede llegar a convertirse en una super−entrega −el perdón−. Jesús nos dijo que perdonáramos no sólo una vez, no sólo tres veces, ni siquiera siete veces, sino “setenta veces siete” (cf. Mt 18,22). También él en la cruz nos dio ejemplo y una clave: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Enseñó a la pareja a concederse el perdón en situaciones límites. Pero también le hizo ver que en las acciones humanas no hay tanta malicia, como parece: hay más ignorancia, limitación. Jesús enseña a la pareja a hacer del otro “lo necesario”; a no pasar de largo, a hacerse “samaritano” (Lc 10,33).
En el matrimonio−familia aparece otro tipo de necesidad: los padres eligen tener hijos, pero no eligen a sus hijos. No los pueden “encargar” eligiendo en un catálogo previo los hijos cuyas características más les agradaran. Ni siquiera pueden elegir el género. Por eso, cada hija o hijo es una sorpresa, una realidad imprevista. Siempre los padres han de hacer un acto de aceptación de lo imprevisible manifestado en el hijo. Habrá días en que será su alegría y habrá días en que será la fuente de sus lágrimas.
La fe cristiana hace comprender a los padres que ese hijo suyo, es, ante todo, hijo de Dios; el hijo o la hija que Dios se ha elegido en un acto supremo de libertad a través de una mediación no del todo consciente, pero sí amorosa, en principio. Los padres acogen esta necesidad que da contenido misterioso a su libertad.
Esta necesidad nos hace comprender que no hay libertad sin probreza, si renuncia a poseer al otro. ¿Es justo que en nombre de la libertad, el ser humano se convierta en dueño despótico de la persona desde el principio hasta el final, desde el instante de la concepción hasta la eutanasia? ¿Es justo que el ser humano, en nombre de su libertad, decida quién debe vivir y quién no, hasta qué momento? ¿Es legítimo que el ser humano determine a quién acoger, porque le es útil, y a quién expulsar, porque juzga que ya no le es útil? ¿Qué mundo sería aquel en el que se pensara que no hay necesidad del otro?
Ante esta situación problemática de nuestro mundo, el matrimonio humano y cristiano aparece como símbolo de hospitalidad, de acogida del otro, del extraño y “sin condiciones”. Se acoge al niño que nace rebosando salud y al que nace débil y enfermo; se acoge al anciano que ya no se vale por sí mismo; se acoge al cónyuge en sus situaciones de gracia y de desgracia; se acoge a los hijos e hijas en todos los avatares de la vida. La parábola del hijo pródigo les indica a los matrimonios, cómo en el hogar hay libertad para salir, pero también la puerta está abierta para acoger a quien se fue.
El matrimonio es, pues el sacramento del consentimiento a la necesidad del otro, como aquel que no depende de mi gusto, del que yo no soy dueño y sobre quien yo no puedo poner mi mano. Es sacramento de hospitalidad existencial y permanente. No es necesario mostrar cómo esta primera misión del sacramento del matrimonio es profundamente cristiana y absolutamente necesaria hoy.
b) Enseñar a tratar a cada uno como es, o la equidad en un mundo de injusticias
La comunidad matrimonial y familiar tiene como característica específica la equidad.
La justicia da a cada uno lo que se le debe. La equidad reconoce a cada uno como único o a cada una como única y entiende que actuar desde la más estricta justicia implica respetar y atender su unicidad más profunda.
La equidad es una de las virtudes más importantes en la comunidad familiar. Los padres que aman de verdad la ejercitan con sus hijos de forma sabia: intentan darle a cada uno lo que le es debido y propio. Intentan adaptar su relación con cada uno y atienden a cada uno según él o ella es; saben estar presentes y desplegar aquella preferencia que es la más adaptada y apropiada a cada uno de los hijos en momentos especiales.
La equidad es un gran signo en una sociedad que intenta ser justa, pero frecuentemente no es equitativa. En ella difícilmente se reconoce a cada uno por aquello que es. El matrimonio y la familia son el ámbito privilegiado en el que cada persona es reconocida por aquello que ella es. La pareja matrimonial y la familia muestran a la sociedad que la justicia no se defiende mejor en un régimen único, de pensamiento único, sino allá donde se aceptan las diferencias y son tratadas adecuadamente.
En el matrimonio y la comunidad familiar se descubre que tratar al otro ser humano tal como él está a los ojos de Dios, es reconocerlo como “único” y portador, por eso, de derechos humanos únicos, que transpasan los derechos humanos generales o comunes. El matrimonio es el espacio en el que la sociedad hace experiencia de la equidad, es decir, de la justicia misericordiosa donde cada uno es reconocido como alguien único y diferente (cf. Lc 15,31−32). También el pecador tiene derecho a la equidad. El permitir algo a alguien por ser como es, esto no quiere decir que ese sea un derecho debido a todo el mundo. Que aceptar en la comunión a una persona y retrasársela a otra porque ella todavía no está dispuesta, esto no es injusto, sino equidad, tratatar a cada uno como es. Tratar con equidad en la Iglesia es reconocer que cada hermano o hermana tiene derecho a llevar su paso, como él o ella es.
c) Hacer de las diferencias elementos de comunión o la integración en la sociedad del descarte
El hecho de ser diferente no da un derecho, no es una cualidad. El hecho de ser diferente no permite decirlo todo, hacerlo todo. En la Sagrada Escritura, la diferencia es lugar de encuentro, de unión, de alianza. Sólo merecen respeto las alianza aptas a entrar en alianza y generar comunión.
Allí donde aparentemente se respetan las diferencias, se puede tolerar la exclusión. En el matrimonio en que la diferencia es afirmada, se muestra que esta diferencia no es aislamiento. Que ella no lleva al indiferentismo al que nada le importa, sino la diferencia que lleva al encuentro a la comunión, a la alianza.
Esto supone también una concepción de la sociedad en la que cada uno podría ser reconocido en la medida en que participa al bien común y aporta su diferencia como elemento de construcción social. Se trata de contenidos evangélicos. Son signo de Dios en el mundo; son prueba del Dios trinitario en nuestra sociedad donde tanta gente tiene necesidad de ser reconocida.
d) Vivir “en dos” y en familia lo que Dios quiere para la humanidad entera
El matrimonio es una profecía. Dos personas se sienten llamadas a vivir aquello que Dios espera de toda la humanidad: una humanidad en comunión, reconciliada, donde las diferencias son respetadas como fuente de entendimiento mutuo, de mutuo enriquecimiento y no como hostilidad y competitividad.
La cohabitación sexual sin más requisitos sociales, niega esta dimensión de profecía social. Convierte la relación en un asunto meramente privado, según la medida de dos corazones que se expresan sólo entre ellos; es borrar toda la dimensión comunitaria de la alianza bíblica para reducirla a las impresiones compartidas de dos afectividades.
La tradición judeo−cristiana resalta muy fuertemente que cuando un hombre y una mujer se aman, su amor tiene sentido para la humanidad entera.. La pareja está llamada a construir una sociedad.
Hay una relación directa entre el amor y la sociedad tal como Dios la entiende. Por eso, la Iglesia reconoce como válido el matrimonio fuera de la religión católica: a causa de esta profecía, de esta orientación primera de la creación.
Hay también en el sacramento del matrimonio una realidad que es para toda la Iglesia.
El decreto conciliar “Apostolicam actuositatem” resalta la misión que ha recibido la familia: presentarse como un santuario doméstico de la Iglesia; si la familia entera toma parte en el culto litúrgico de la Iglesia; si, por fin, la familia practica activamente la hospitalidad, promueve la justicia y demás obras buenas al servicio de todos los hermanos que padezcan necesidad.
Entre las varias obras de apostolado familiar pueden recordarse las siguientes: adoptar como hijos a niños abandonados, recibir con gusto a los forasteros, prestar ayuda en el régimen de las escuelas, ayudar a los jóvenes con su consejo y medios económicos, ayudar a los novios a prepararse mejor para el matrimonio, prestar ayuda a la catequesis, sostener a los cónyuges y familias que están en peligro material o moral, proveer a los ancianos no sólo de lo indispensable, sino procurarles los medios justos del progreso económico.
Siempre y en todas partes, pero de una manera especial en las regiones en que se esparcen las primeras semillas del Evangelio, o la Iglesia está en sus principios, o se halla en algún peligro grave, las familias cristianas dan al mundo el testimonio preciosísimo de Cristo conformando toda su vida al Evangelio y dando ejemplo del matrimonio cristiano.
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