No nos resulta fácil discernir siempre qué es bueno y qué es malo. Cada generación tiene su sensibilidad ética y moral. Lo que a nuestros padres parecía muy grave, tal vez a los hijos les parezca leve, sin importancia; lo que a las nuevas generaciones parece importante, tal vez a las anteriores les parezca irrelevante y sin importancia en la vida moral.
El bien y el mal no dependen de las consideraciones que sobre ellos hagamos los seres humanos. Pero sí que es verdad que lo bueno y lo malo son realidades tan misteriosas, que ninguna generación es capaz de captar todo su misterio. Por eso, a unas generaciones les es concedida una mayor sensibilidad ante ciertos valores y a otra ante otros valores. No hay generación alguna que pueda arrogarse la “sensibilidad absoluta”.
Contar con nuestro Dios y sus mandatos
Pero hay algo más: para descubrir la moralidad de lo que hacemos y somos es necesario contar con nuestro Dios. En la sagrada Escritura se muestra la convicción de que nuestro Dios se preocupa de nosotros, guía nuestros pasos y nos da normas sabias e inteligentes. Si contamos con Dios seremos felices y entraremos en la tierra de nuestros sueños: “Así viviréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar”.
Según nuestra revelación, los mandatos del Señor no tienen como objetivo oprimirnos, impedir nuestra libertad, despojarnos de nuestra capacidad creadora, sino liberarnos de todo aquello que nos impide ser felices y conseguir el objetivo de nuestros más profundos sueños. En sus mandatos Dios no busca su propio beneficio: no nos manda que le sirvamos. Es Él quien nos sirve. No quiere tener esclavos, que le hagan las cosas, sino que Él se preocupa de nosotros, nos sirve y nos manda y aconseja para nuestro bien. Nos anticipa de alguna forma aquello que nosotros no somos capaces de ver.
Los mandatos de nuestro Dios son como aquellas normas que un gran entrenador propone a sus jugadores para hacer realidad un gran proyecto-sueño deportivo y obtener así los mejores resultados; son como las lecciones de un gran maestro a sus alumnos o alumnas para que alcancen el saber y la sabiduría. Cuando nos dejamos guiar por los mandatos y consejos de nuestro Dios, obtenemos la mejor de nuestras posibilidades.
Cuando los mandatos no provienen de Él
Otra cosa es cuando entre los mandatos sabios de Dios se inmiscuyen otros mandatos y tradiciones, que no provienen de Él, sino de seres humanos, que intentan imponer su propia voluntad a los demás, haciéndola pasar por voluntad de Dios. Tales maestros pervierten a la gente, la cargan con pesos insorportables que ellos no son capaces de sobrellevar. Esos son los mandatos que pesan, que esclavizan, que no obtienen nada, sino que empeoran la situación. Un recuerdo los ejercicios de humildad que en otros tiempos nos imponían –siguiendo las normas de una ascética común, tradicionalista-. Tales ejercicios de humillación no servían para suscita personas humildes, sino tal vez personas más soberbias, solapadas de aparente humildad. Es decir, pura hipocresía. Me decía un ya bien maduro presbítero y misionero: “¡tantos años de sufrimiento, de abnegación y renuncia, pensando que era voluntad de Dios… y ahora vemos que eran ¡tonterías!”.
“Aprended de mi” o los consejos del Maestro
Jesús se nos presentó como Maestro, entrenador, cuando nos dijo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” y se contraponía a aquellos maestros que cargan pesos insoportables a los demás. Jesús muestra el camino. Él mismo se nos ofrece como camino y posibilita en nosotros aquello que nos parece imposible. Él es el maestro de la sabiduría y sus mandatos y consejos la traslucen.
En la Iglesia hemos de estar muy atentos para que el magisterio de Jesús no sea suplantado por otros magisterios farisáicos. Cuando se propone una “moralidad” que a muchos les resulta imposible de vivir, que sólo puede vivirse en ambientes cerrados, infantilizados, en formas de vida aisladas, ¿podremos decir que esa es la moralidad cristiana? Cuando el resultado de nuestras normas morales es que se está siempre o casi siempre en situación de “pecado”, ¿será a causa de nuestra permanente maldad, o a causa de los mandatos?
En este domingo, el Jesús del Evangelio se nos muestra muy crítico con la imposición de mandatos que no vienen de Dios y que esclavizan al pueblo. Es una llamada muy seria a revisar nuestras normas externas e internas. Quizá de una manera especial las “normas internas”, las claves de moralidad que imponemos a los demás. ¿Es tan grave lo que en otros tiempos hemos considerado grave y mortal? ¿Es tan leve lo que en otros tiempos hemos considerado tan leve y sin demasiada importancia? ¿Es tan leve aquello a lo que hoy damos tan poca importancia? ¿O tan grave aquello que habríamos de rechazar por no ser “políticamente correcto”?
Hemos de recuperar al Maestro de toda moralidad que es Jesús, para darle importancia a lo que Él daba importancia y quitársela a aquello que Jesús se la quitaba.
Lo que es malo según Jesús
Hoy Jesús nos dice que el mal está en el corazón, no en las obras externas. La cuestión es cómo curar el corazón. Igual que nosotros no somos capaces de curar nuestro corazón y, por eso, vamos al cardiólogo para que nos lo cure; así tampoco nosotros somos capaces de curarnos el corazón interior; necesitamos al cardiólogo espiritual que es la Santa Ruah, el Espíritu de Jesús. Cuando el Espíritu de Jesús toma posesión de nosotros, nos nace un corazón nuevo. Ya de ese corazón no salen malas obras. Jesús se refiere a estas malas obras nacidas de un mal corazón: malas intenciones, lo “porno”, el robo, el asesinato, el adulterio, las maldades, la codicia (considerar dios al dinero), el dolo, el no-autodominio, el tener una mirada perversa y envidiosa (el mal ojo), la blasfemia, la hipervaloración de una mismo basada en la mera apariencia, la superficialidad y frivolidad. ¡Ese es el significado de los términos griegos utilizados por el Evangelista Marcos para expresar las malas acciones que brotan del corazón!
La palabra ha sido plantada en nuestro corazón. A través de ella, nuestro Dios, orienta y dirige nuestra vida. Así nos llega la salvación. De esta manera nos convertimos en “primicia” de una nueva creación.
Quien discierne el mal en conexión con nuestro Dios no es ni relativista, ni absolutista. Espera ese momento de inspiración y de sensibilidad a partir del cual sabe si Dios está cumpliendo su voluntad en nuestro mundo.
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