No es siempre fácil distinguir el bien del mal. Cuando depositamos nuestro voto en una urna intentamos depositar una papeleta para el bien y no para el mal. Pero ¿estamos del todo seguros de haber acertado? El mal es la impaciencia que no espera a Dios y lo sustituye por un ídolo. El discernimiento entre el bien y el mal no es fácil, como se nos anuncia en las lecturas de este domingo.
- Violar la intimidad
- ¡Dentro del círculo íntimo!
- La casa en el cielo
Violar la intimidad
La primera lectura está tomada del capítulo 3 del libro del Génesis. En ella se nos habla de una maldita curiosidad: la serpiente seduce a Eva para que viole la zona de intimidad -reservada sólo para Dios- “el Árbol de la Vida”-. Eva seduce a Adán, soñaban con ser semejantes a Dios. Apenas comieron de la fruta, se les abrieron los ojos y sintieron el vacío de una absoluta desnudez. A partir de entonces no hay Paraíso en la tierra.
Dentro del círculo “íntimo”
El Evangelio de san Marcos nos habla de quienes -ahora sí- habían entrado en la intimidad de Dios, en el círculo de Jesús, porque creyeron en Él. Pero también de quienes habían quedado afuera de ese círculo: eran precisamente sus familiares, porque dudaban de Él: sus familiares pensaban en una especie de locura mística, y los escribas y maestros de Israel en algo mucho peor: en una posesión satánica. Nada extraño que Jesús les dijera que confundían al Espíritu Santo de Dios con el Príncipe de los dominios y que ese pecado no tenía perdón.
Jesús, poseído por el Espíritu Santo, se pregunta: ¿quién es mi madre y mis hermanos? ¿cuál es mi familia? Y mirando a quienes estaban a su alrededor proclama: ¡Los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!
¡La casa en el cielo!
La segunda lectura de 2 Corintios nos promete entrar en la intimidad de Dios. Nos dice que ya “una casa no hecha por mano de hombre, sino eterna, en el cielo. Que estamos llamados a entrar en la intimidad de Dios. Lo que en el comienzo fue prohibido, comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, ser como Dios y entrar en su intimidad, al fin en Jesús nos es prometido como herencia.
Conclusión
El pecado es siempre impaciencia: querer obtener antes de tiempo aquello que nos es prometido. El pecado es desobediencia por quererle imponer a Dios nuestro “ritmo” y no dejarnos guiar por Él. No seamos impacientes como nuestros primeros padres. Esperemos pues lo mejor está por llegar.
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