En el lenguaje eclesiástico hemos olvidado frecuentemente que la esponsalidad y la paternidad o maternidad, el matrimonio, son una auténtica “vocación” humana y cristiana. La reivindicación de su carácter vocacional no deriva del deseo de una cierta “democratización” de la santidad, sino más bien del proyecto de Dios. (Lo que seguidamente digo es la conclusión del capítulo que -en mi obra “Lo que Dios ha unido. Teología del Matrimonio y la Familia”, San Pablo, 2006- titulo “Vocación dual al Amor”).
En la antigüedad esa vocación se revestía con un carácter suprapersonal. De hecho parecía ser entendida como vocación de la especie, de la comunidad humana en cuanto tal y por ello se responsabilizaban las familias de atender a esa llamada fuerte de la naturaleza y del instinto de conservación. En la medida en que se va descubriendo la dimensión más personalista del amor y la fuerza de las relaciones interpersonales, se ve cómo la unión esponsal se debe a una “llamada misteriosa” a la que el ser humano responde.
Esta llamada difiere, obviamente de persona a persona; es interpretada también de forma diferente por cada uno, dependiendo de su visión del mundo, de la realidad, del sentido que da a la vida.
Las sociedades −en sus estructuras− han tratado de regular esta llamada, dando carta de ciudadanía a un tipo de llamadas y excluyendo otro tipo, intentando con ello, defender el bien común. La evolución social ha ido abriendo las puertas a los sentimientos individuales. Ahora nos encontramos −en los países occidentales y en tantos otros cada vez más globalizados− sociedades enormemente respetuosas con las decisiones individuales y abiertas a la legalización de muy diversos tipos de relaciones, incluyendo en algunos países, las relaciones afectivas del mismo sexo.
La vocación al amor se vive y percibe en nuestra sociedad como “enamoramiento”. Se trata de una forma peculiar de amor que va madurando hasta demostrar todas sus virtualidades y llamadas. No todo lo que parece enamoramiento lo es realmente. Hay espejismos, autoengaños, que requieren un discernimiento serio, con el fin de llegar a la verdad vocacional, capaz de servir de base a una vida estable en común.
La vocación al matrimonio y la familia responde a una peculiar fenomenología antropológica. Es la respuesta a la llamada de los valores, que se descubren especialmente encarnados en una persona como valores afectantes y por los cuales merece la pena entregar la vida. La vocación responde también a una imaginación dual que se proyecta en un “nosotros ideal”. Esa imagen ejerce tal fuerza en la pareja que la lanza a construir un proyecto común. La vocación −entendida antropológicamente− responde a una especial seducción de la belleza. La persona amada emerge como manifestación de la hermosura que atrae y se torna imprescindible.
La experiencia antropológica de la vocación remite a una experiencia trascendente. En el fondo se descubre que la llamada viene de lo más profundo del ser, del Valor de los Valores, de la Belleza de toda belleza, del Nosotros que está a la base de cualquier nosotros intramundano. Por eso, nuestra revelación nos muestra ese fenómeno antropológico como una auténtica vocación que viene de Dios. No hay que forzar el esquema bíblico−teológico de vocación para descubrir que la vocación de pareja matrimonial es una auténtica vocación en Cristo Jesús y dotada de las características fundamentales de ella.
“no hay realidad en el amor humano auténtico, que no remita sacramentalmente a Dios, que es Amor. Cada persona se hace transparente a Él. La imagen de Dios comienza a diseñarse cada vez con más nitidez en la pareja, en el nosotros que Amor constituye. Preguntas, objeciones, estremecimiento, gozo y temor, son reacciones normales ante el Misterio que se asoma y se entrega”.
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