¡Cuántas palabras nos entrecruzamos los seres humanos! ¡Cuántas palabras dichas, cuántas palabras escritas, cuántas palabras sugeridas! ¡Cuántos gestos-palabra, cuántas creaciones artísticas que hablan, que expresan! Vivimos en el mundo de la Palabra.
Sin Palabra entraríamos en el mayor aislamiento, en el silencio más absoluto de los sentimientos, de las ideas, de la imaginación. En los dibujos animados les conferimos a los animales y a las cosas el don de la palabra. Esos cuerpos y volúmenes adquieren alma, sentimiento, vuelven la realidad transparente.
Quisiéramos arrancar palabras a los animales, a la naturaleza, al viento y a la lluvia, al cielo y a la tierra. Pero nos responden solamente con ruidos, o con silencios inmensos y áridos.
La palabra ha sido el instrumento de nuestra configuración como seres conscientes y reflexivos.
Hemos aprendido palabras elementales. Y después las hemos ido correlacionando con otras. Hemos aprendido frases, hemos ido construyendo todo un sistema expresivo. Algunas personas son magos de la palabra. Con ella expresan lo aparentemente inexpresable; con ella enamoran o matan; con la palabra seducen o lanzan a la más absoluta abyección. Palabras de ira, palabras de amor, palabras de indiferencia… y el espacio habitado pasa de un estado a otro.
El poder de la palabra es ilimitado, ambigüo, pacificador e inquietante. La palabra crea y aniquila. La palabra enamora y divide.
Nuestro Dios no ha prescindido de la Palabra. “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1,1-3). Dios es Palabra y por su Palabra nos ha creado y nos ha enviado su Palabra para que ponga su tienda entre nosotros y se haga carne. Nuestros Dios nos ha hablado de muchas maneras. Cada realidad creada es un palabra de Dios hecha realidad.Cada uno de nosotros somos una palabra de Dios que se ha hecho hombre, mujer.
Por eso, podemos ser portavoces de Dios, expresiones proféticas de su voluntad, de sus sentimientos, En los pueblos y culturas se esconden muchas palabras de Dios, pronunciadas a lo largo de los siglos. En el pueblo de Israel y en las comunidades de la Iglesia se conservan palabras “muy especiales” de Dios, en las cuales Él expresa su misterio, su proyecto, su designio secreto sobre el mundo. Más allá de las palabras divinas, hay un ser humano que Él mismo es la Palabra: en su cuerpo y en su espíritu. Es Jesús de Nazaret, el hijo de María, la Palabra hecha carne. A través de Él el Abbá nos ha comunicado todo y permanentemente nos habla.
En este cosmos de la Palabra la mayor desgracia se llama “sordera”, “mudez”: la incapacidad de escuchar o de pronunciar. Cuando personas afectadas por esas desgracias se acercaban a Jesús le suplicaban curación. Pero tal vez la peor desgracia es “no comprender”, “no entender”: ¡la ignorancia de lo evidente! La Palabra no es entonces revelación, sino sonido, sonsonete, ruido. ¡Esa es la mayor desgracia! Que Dios esté hablándonos y que, sin embargo, nos quejemos del “silencio de Dios”.
Las Escuelas favorecen los aprendizajes más diversos y fascinantes. En ellas se aprenden lenguajes que después nos permiten hacer, resolver, crear. Quien conoce el lenguaje de la arquitectura, o de la informática, o de la medicina, o del arte musicial etc. ¡de cuánto poder dispone! Pero ¿qué sucedería con quien conoce el lenguaje de Dios, quien sabe interpretar la Palabra?
¡Entremos en la Escuela de la Palabra de Dios! La Biblia es no solamente un conjunto de libros con sentido global, sino una auténtica escuela donde día a día se aprende el lenguaje de Dios y nos es conferido el poder de todos los poderes, porque la Palabra de Dios es penetrante y creadora.
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¡Qué importante es entrar en la Escuela de la Palabra. Allí se aprende no solo a conocer, sino ser. E interesante eso de “aprender el lenguaje de Dios”