A no pocos extraña esta peculiar forma de ser hoy “religiosas” y “religiosos”. Hay quienes se lamentan de ese viento de “secularización” que está acabando con tradiciones que han marcado durante siglos y siglos esta forma específica de ser cristianos.
En el pasado la sociedad distinguía inmediatamente a los “religiosos y religiosas”. Bastaba verlos vestidos con sus hábitos. Cada hábito tenía sus características peculiares, que permitían diferenciarlos de centenares de otros hábitos. Cada hábito, por otra parte, evidenciaba la pertenencia a una orden o congregación, creando entre sus miembros una afinidad exterior llamativa.
Lo mismo acontecía con el “hábitat”: podía tratarse de monasterios, de conventos, de casas religiosas. Eran como “templos” extendidos, donde todo se tornaba misterioso y trascendente. La celda, el refectorio, el aula capitular, los pasillos… El diseño era perfecto. También el “silencio” ambiental, regulado por la campana o el timbre, creaba contextos de mayor y menor intensidad.
Es cierto que todavía hoy se conservan estas admirables tradiciones, especialmente en el ámbito de la vida monástica y conventual y en aquellas formas de vida que se han monastizado o conventualizado.
Lo que llama la atención a quienes aprecian estos valores tradicionales, es la revolución producida en la vida religiosa “apostólica” o en la vida religiosa monástica y conventual, cuando descubren la fuerza de la “misión”. Ya en el Concilio Vaticano II, en el famoso texto PC, 8 se puso de relieve la peculiar característica de la forma “apostólica” de vida religiosa. La vida religiosa “apostólica” no pretende ser valorada por sus estructuras sagradas, sino -sobre todo- por la caridad volcada en obras de misericordia. No pretende dar ejemplos de santidad, sino remediar los males que aquejan a los hermanos y hermanas de cada lugar. Se ve reflejada en el Jesús que -más allá de cualquier forma institucional- y apareciendo como “uno de tantos” pasó haciendo el bien.
La vida religiosa “apostólica” ha redescubierto en su entraña, el deseo de identificarse con el Jesús de Nazaret. Como él ha querido encontrar su identidad más en los caminos que en las casas, más en los ámbitos de dolor y búsqueda, que en los espacios sagrados y académicos, más en la sorpresa del día a día que en los reglamentos y horarios. Este descubrimiento, propiciado sobre todo, por el Concilio Vaticano II que formuló que nuestra regla suprema es “el seguimiento de Cristo tal como lo propone el Evangelio”, ha desatado en la vida religiosa un viento de liberación de tradiciones y de compromiso misionero.
Se descubre el primado de la misión, la llamada a colaborar con el Espíritu de Jesús en la redención y renovación de nuestro mundo, de nuestra sociedad. La vida religiosa se ha descubierto “samaritana”, “compasiva”, “inserta”, “encarnada”. De esta manera, ha quedado expuesta al peligro: ha sido perseguida, martirizada por parte de los enemigos del Reino, e incomprendida y anatematizada por parte de algunos que la valoran exclusivamente por criterios meramente tradicionales. La pérdida de la uniformidad no ha comportado en manera alguna el descuido de la comunión. El diálogo, los encuentros, las reuniones se han multiplicado; existe la libertad para decirse la verdad y buscar juntos, proyectar juntos, actuar juntos. La oración ha perdido ritualidad, pero no la intensidad de quienes en ella se sienten en alianza con su Dios y le exponen sus sentimientos, sus preocupaciones. La autoridad no es verticalista. El diálogo dignifica las relaciones y las personas, la autoridad se ofrece como servicio y amor fraterno, la libertad convierte a las comunidades en espacios de creatividad, de comprensión, de sueños posibles. La agenda de la misión marca todas las agendas y las aviva.
Por otra parte, la vida religiosa “renace” en otras culturas, en otros pueblos, en otros jóvenes. Ellos reavivan los carismas, les dan nuevas tonalidades, los recrean. La vida religiosa se reproduce virginalmente y va de generación en generación. No solo hay funerales, también muchos bautismos. No solo hay sabios y sabias en su ancianidad, también jóvenes que profetizan en lenguas hasta ahora inusitadas. Decía Fichte: “toda muerte en la naturaleza es nacimiento”. Así muerte y renace la vida religiosa en nuestro tiempo.
También los institutos monásticos y conventuales se redescubren misioneros. Saben que han de reactualizar y poner al día su relación con el Misterio de Dios, con el Dios que está en Alianza con el ser humano “hoy” y en cada lugar. Se vuelve innecesaria la distinción entre institutos con misión e institutos sin misión. Todos participan en la “missio Dei”, en la misión que viene de Dios. Todos se sienten interpelados por el contexto y ahí quieren ser testigos y ofrecer el testimonio evangélico.
Si por algo habría que rogar no es -a mi humilde modo de ver- para que la vida religiosa sea “más religiosa”, sino para que sea “más misionera”, “más apasionada por el Reinado de Dios”, “más despreocupada de sí misma y más preocupada por los demás”, “más esperanzada”. Par que ella sea un espacio de libertad evangélica, de alegría comunitaria, mebasser de buenas noticias, más dialogante, ecuménica, interreligiosa, intercultural.
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Gracias Cristo por este aporte tan interesante e iluminador. Precisamente en estos dias, en nuestros encuentros comunitarios, algunas de mis hemanas expresaban su inquietud ante el “secularismo creciente” de las comunidades religiosas. Estoy de acuerdo contigo con que la vida religiosa está encontrando en esta época su renacimiento y está buscando la forma mas radical de poner su mirada en el Reino mas que en sus propias estructuras. Personalmente creo que es en la misión vista con los ojos de Jesús, donde la vida religiosa cobra su pleno sentido. Es más, ya los hábitos no dicen nada si no están sustentados por una vehemente pasión por Cristo y por la humanidad. Si la persona de Cristo y su misión son lo central de nuestro estilo de vida ¿Qué mas da estar con hábito que sin él?