Entre mis archivos me encuentro este texto que me envió mi amigo Vicente Morales. Para mí este hombre es uno de los regalos que Dios concede a su Iglesia de vez en cuando y a quien es necesario escuchar no solo con atención, sino con la convicción de que en un momento u otro Dios dirá algo, ofrecerá un cauce, expresará un dolor y una esperanza. A través de Vicente el Espíritu escribe páginas de teología, aunque los teólogos de oficio o los pastores de gobierno pensemos que hay en ellas “demasiada utopía”. Aquí ofrezco un texto que impresiona, porque es una utopía, o sueño imposible del Dios para quien nada hay imposible. Muchas gracias, Vicente.
Todo comenzó sin planificación, sin proyecto. Del modo más inesperado e insólito. Cuando la familia tradicional –entendida como nido y reserva de los más altos valores- entraba en una fortísima crisis, surgió una “familia entre familias”, una familia que se entendía como “familia dentro de la gran Familia Cristiana”, que es la Iglesia.
La Familia del Padrenuestro está muy amenazada
La Iglesia está sufriendo una “gran crisis inadvertida”. No logra ser familia en ese grado alto y puro que pide la oración fundamental del mensaje cristiano, el Padre Nuestro. La crisis afecta tanto a las expresiones externas de la iglesia, como a su doctrina y forma de gobierno y actuación. Ya desde el mismo nacimiento de la Iglesia se originó un fuerte desvío entre los cristianos, respecto a la línea marcada por Jesús en el Padrenuestro. Circunstancias diversas han hecho que la Oración de Jesús –lo más vivo y constituyente del Mensaje cristiano- no sea la raíz de toda forma de vida y organización cristiana. Los poderes del mundo se introducen entre nosotros; aparecen las divisiones en la familia de Dios; se justifican diversos estados; pero sabemos que estos poderes no prevalecerán (Mt 16,18).
Jesús preveía la llegada de situaciones peligrosas, que nos acosarían a nosotros, sus discípulos, para desviarnos y hacernos olvidar lo esencial, lo único necesario. Sin embargo, la oración de Jesús nos sitúa ante aquello que es consustancial con el proyecto del Padre: “escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica”. Este punto es tan importante y decisivo que Jesús mismo se preguntó: “¿quién es mi madre, quiénes son mis hermanos y hermanas?”. El reino de Dios y de su voluntad está por encima de familia, hijos, esposo (Lc 18,29), dinero (Lc 6,24), debilidad (2 Cor 12,9-10), poder (Mt 20, 28). El reino de Dios pide no mirar atrás (Lc 9,57-62), requiere expropiación (Is 53), cambio de mentalidad (Rom 12,1-2; Is 55,8), confianza y abandono en Él (Mt 14,27). La rotundidad de textos como “Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Palabra” o “Bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”, juzga la conducta de quienes seguimos a Jesús. Sólo viviendo según la Palabra podemos vivir “en la tierra como en el cielo”. Quienes no viven así –como familia de Dios Padre en torno a la Palabra-, habiendo sido llamados a ello, recibirán –según el lenguaje fuerte y duro del AT- el “vómito de Dios” (cf Is 1,15-17; Jer 2,13 y muchos otros pasajes).
Cuando olvidamos este plan de Dios, cuando no entroncamos y alimentamos nuestra conducta en su Palabra, nos hacemos merecedores de ese lenguaje duro. Jesús preveía una situación semejante entre los suyos. La historia le ha dado la razón. Hemos invalidado la Palabra, la hemos sustituído con pensamiento humanos, nos hemos justificado por ello. Incluso nos atrevemos a esperar “frutos según Dios” y suplicamos “¡Ven, Señor Jesús” y le pedimos a Dios su Consejo, cuando nuestra actitud consiste en desestimar la Palabra e incluso en enterrarla.
¡Volver a la Fuente Primera, no a fuentes secundarias!
Lo que concibe y da a luz a la Iglesia –Esposa del Hijo- es la Palabra de Dios, dirigida a todos. Esta Palabra es liberadora, amorosa, universal, expresión del “Amor Padre y Madre”. Supera todos los tiempos. La Iglesia, hija de la Palabra, está llamada a ser madre digna, coherente y consecuente con su Esposo, Jesús. Está llamada a ser comunidad en la que uno afirma al otro, en armonía con la comunidad trinitaria de la que nace. La Iglesia se sumerge en la Creación y sabe que debe vivir “todo lo creado por Él” como el Emmanuel; es consciente de que nada realizado y vivido a favor del Proyecto de Dios es ajeno él o meramente circunstancial.
Si hemos llegado a estas convicciones y experiencias es porque nos sentimos en las manos de un “Algo”, de “Alguien” que nos mima y cuida. Bien sabemos que son muchas nuestras deficiencias y que, a pesar de nuestra buena voluntad, no logramos muchas veces enraizarnos en la voluntad de Dios y de su Reino. Según muchos, lo que en nosotros acontece, debería haber tomado un “camino fundacional” y debería convertirse en una fundación, como tantas otras que el Espíritu ha suscitado en el tiempo. Quienes así nos hablan no entienden qué nos ocurre y enjuician nuestra situación con conceptos que nada tienen que ver con aquello que nos ha sido dado. Nos sentimos como la pequeña Belén (ese lugar perdido en la geografía y en la historia –Miq 5,1-3-), en donde la Palabra hizo su mayor impacto y se encarnó dentro de la debilidad, la pobreza y la cruz. Todo sucedió en Belén más allá de la lógica humana. Así nos sentimos nosotros también.
La Iglesia siente hoy un inmenso deseo de volver a sus raíces, a su Fuente, pero desde la voz del tiempo y de la historia. Se habla de “refundación”. Otra cosa es que se esté digeriendo y realizando. Nosotros creemos que, aquello que se nos pide es, no tanto que cada uno vuelva a su Fuente, sino todos a la Fuente Única, a aquella fuente de la que bebieron todos los Fundadores. Por eso, no creemos que lo más importante sea hoy “fundar”, emprender un camino “fundacional”, sino re-fundar a todos en la Única Fundación, que es la que procede de la Palabra de Dios. Sí. Hoy podemos estrenar lo nuevo, que paradójicamente es lo genuino “de siempre”.
¡No a la novedad sin “La Novedad”!
Pero es lastimoso observar cómo hay movimientos en la iglesia –que parten desde los seglares- que actúan desde una peculiar inconsciencia e infantilismo espiritual: en lugar de reconocerse como “soplo del Espíritu” que debe llevar a la Iglesia a la verdadera y única fuente, se convierten en una “nueva versión” repetitiva de lo anterior. Es penoso ver que las nuevas fuerzas se emplean para fortalecer y repristinar lo antiguo. Lo que debería contemplarse como “nuevo del Espíritu” se queda muy corto, excesivamente corto. Se nos pide poner en práctica una Nueva Evangelización. Pero ¿consistirá en aprender la astucia de los hijos de las tinieblas y utilizar con sagacidad la astucia de este mundo? En esta línea va la llamada “Misión compartida”. Con ella se pretender asociar bienes y esfuerzos, tal como hace el mundo. La Misión compartida se confunde con dar puestos de actuación a los seglares, pero con la advertencia de que no quieran “acaparar los puestos directivos”, para que así se pueda mantener la línea de antes, precisamente aquella que nos ha hecho caer en la situación actual.
En el fondo de todo esto hay una cuestión. Y es la siguiente: que quienes debemos cristianizar a los demás, no solo auténticos cristianos. ¿Cómo podemos cristianizar a los demás, si nosotros mismos no somos auténticos cristianos? Ser cristiano es algo fundamental, anterior y posterior a cualquier especialización cristiana. Dentro de cualquier estado, forma de vida o circunstancia, Jesús es el mismo y su Palabra es idéntica para todos. Su Palabra no puede, ni debe ser “rebajada” para nadie. El Espíritu es hoy, como siempre, enormemente creativo. Él llena a la iglesia de riqueza y de inventiva. Pero el Espíritu no quiere la división, sino la comunión. El Espíritu hace de la Iglesia la Casa de Todos.
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Se puede hablar de “utopía”y algo de eso tiene este enfoque teológico. Desde mi experiencia vivida en Pueblo de Dios puedo sintetizar brevemente ese punto de utopía evangelica, que he vivido y vivo en mi vida actual:
Un grupo de personas se embarcan en una aventura vocacional a través de la historia (más de 40 años ya) sin un objetivo predefinido y sí, con anhelo de vivir la realidad del Reino de Dios (Justicia, amor y paz) en esta vida, en este mundo. Con la Palabra de Dios como manual de procedimientos. Su misión servir para unir desde una única regla: la libertad.
Nunca fue tan evidente la expresión de Machado: “… Se hace camino al andar…” y digo esto porque la historia de Pueblo de Dios no lleva más planes y cartografía que la Palabra… En otros términos: la propia existencia en convivencia, “Todos juntos”, evangélica.
Digamos pues, que la fe puede transformar en realidades nuestros anhelos, si nos hacemos instrumentos de Dios… Poniéndonos en manos del Espíritu.
Juan