LA ESPIRAL DE LA ALIANZA: Segunda etapa: Aprendizaje y Purificación (de la concupiscencia al amor)

Screen Shot 2013-09-05 at 23.01.12La iluminación -primera etapa de la espiral de la Alianza- requiere una respuesta. Pero ésta no es fácil si un lento aprendizaje: aprender a vivir “con Dios”, habituarse a estar con Jesús y seguirlo en el camino y a ser dirigido por las mociones del Espíritu. Éste es el momento de la ascesis (tanto activa como pasiva) y el momento en el que el Espíritu se derrama con sus dones espléndidos: ciencia y consejo.

La ascesis: ¡Niégate a tí mismo!

El tiempo de la respuesta es tiempo de poda, de purificación, de prueba:

  • Los sarmientos han de ser podados para que produzcan mucho fruto. Esto fue lo que Jesús les dijo a sus discípulos (Jn 15,1-8).
  • El deseo es frenado a través de una larga espera; así queda purificado el corazón antes de que la Promesa deseada nos sea concedida. Esto le ocurrió a Abraham con relación al hijo de la Promesa (Gen 22); también el pueblo de Israel fue purificado a lo largo de la espera de cuarenta años en el desierto, antes de entrar en la tierra prometida; así mismo quienes seguimos a Jesús hemos de pasar por la etapa del aprendizaje y de la purificación.
  • El tiempo de aprendizaje es el tiempo de la ascética (¡ejercitación!), de la disciplina (¡palabra que deriva de “discípulo”!). Las pruebas ascéticas tienen como objetivo liberar el amor. El amor es un don divino que nos es concedido; pero este don queda atrapado en nuestro ego concupiscente, ego-céntrico, posesivo; se esfuerza por conseguir a Dios y arrogarse a sí mismo el mérito.

Con mucha sabiduría nos pidió Jesús que “se niegue a sí mismo” quien quiera seguirlo (Mt 16,24). Nuestro “ego” quiere salvarse a sí mismo; no acepta fácilmente la gracia y si la acepta es para apropiarse de ella. Nuestro “ego” tiende a ser posesivo, ambicioso, envidioso, iracundo, insaciable, lujurioso, cerrado a toda transformación. En la situación de pecado en que nos encontramos esas energías, que son energías de amor, se pervierten por exceso o por defecto y así se deforman en los siete pecados capitales.

Los Padres del desierto experimentaron cómo el corazón humano está dividido  y la necesidad de una recreación por parte de Dios. Casiano encontró las señales de esta división: son las enfermedades del alma, las pasiones, los pecados capitales.  Su curación debe ser planteada no en un nivel exclusivamente psicológico, o moral, sino auténticamente espiritual. Es el Espíritu Santo quien expulsa de nosotros los malos espíritus. Es el Espíritu quien nos purifica de nuestras pasiones y nos santifica.  Evoquemos los pecados capitales o enfermedades del alma: soberbia, ira, gula, lujuria, avaricia, envidia, pereza y acedia.

¿Cómo liberar el verdadero “yo”? ¿Cómo liberarnos de la falsa imagen de nosotros mismos, que nos esclaviza y deforma?

Los Padres y Madres del monacato primitivo acompañaban con sabiduría a los jóvenes en esta etapa ascética de su espiritualidad (Evagrio, Casiano, Madres del desierto). Hay que estar atentos para saber armonizar el ejercicio ascético con la experiencia de la Gracia y hacer del primero una humilde colaboración con el Espíritu.

En la espiral de la Alianza nunca estamos solos (ni en la fase ascética, ni en la fase mística). Es claro que en la fase ascética no disponemos todavía de la luz necesaria para descubrir la Presencia de nuestro Dios, para sentir su acción; y cuanta menor es la luz y la conciencia más protagonistas nos creemos. Por eso, en la fase ascética distinguimos dos momentos:

  • La ascesis activa: en ella luchamos contra nuestras adicciones repitiendo “actos” puntuales de liberación contrarios a ellas; poco a poco estos actos se convierten en “actitudes” y “hábitos” liberadores. Lo que se vuelve “habitual” nos da seguridad, firmeza y todo lo vuelve más fácil. El “hábito”  nada tiene que ver con la rutina: es como  la penetración progresiva y metódica de un dinamismo positivo en nosotros, que así se va identificando con nuestra forma de ser.
  • La ascesis pasiva: en ella más nos abandonamos al querer de Dios, consentimos a todo aquello que Dios, Jesús, el Espíritu, van haciendo en nosotros. La repetición metódica del “¡hágase tu voluntad!” (Fiat!), se va transformando progresivamente en una “actitud” o “hábito” de entrega a Dios (“traditio sui” –según el lenguaje del antiguo monacato), de dejar a Dios ser Dios en nosotros.

Los dones del Espíritu: ciencia y consejo

En ambos casos (la ascesis activa y pasiva) el Espíritu nos instruye internamente, nos aconseja evangélicamente, nos recuerda las enseñanzas de Jesús y nos agracia con sus dones: el don de ciencia y el don de discernimiento.

A través del don de ciencia el Espíritu nos enseña cómo relacionarnos con Dios y con nuestro mundo sin que se produzcan alternativas idolátricas. Las criaturas son iconos de lo divino (Rom 1,20); pero pueden convertirse en ídolos, en realidades neciamente divinizadas. También podemos caer en la tentación de relacionarnos con un Dios sin mundo, sin creación, sin encarnación.  El don de ciencia nos posibilita una nueva inteligencia y una conciencia integradora y justa respecto a Dios y a su Creación. Es la inteligencia de la fe, que nos hace comprender que nos hayamos en el “medio divino”, descrito tan bella y profundamente por Theilhard de Chardin. El don de ciencia nos permite descubrir y comprender el gran evento de la Alianza: de nuestro Dios de Alianza, aliado con su mundo, con su humanidad. El don de ciencia nos ayuda a situar la creación en su justo lugar y en nuestra vida espiritual.  Nos enseña a descubrir la dimensión ecológica de nuestra espiritualidad y del seguimiento de Jesús.

La purificación hace madurar nuestro ego y lo habilita para entregarse cada vez con más intensidad; dilata el corazón para que pueda acoger el ciento por uno y la vida eterna (Mc 10, 30). Cuando se ha encontrado el tesoro, uno entrega todo lo demás, que cada vez interesa menos; su único objetivo es conseguir el tesoro (Mt 13,44-45). Ese gran tesoro es Jesús mismo; así se le presentó Jesús al joven rico cuando le pidió que lo dejara todo y le siguiera (Mc 10,17-31).

El camino del seguimiento de Jesús es difícil y conlleva pruebas grandes:

“en los días de su carne mortal ofreció con lágrimas, súplicas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su actitud reverente, Hijo de Dios como era: sufriendo aprendió a obedecer” (Heb 5,7).

El camino del seguimiento nos pide olvidarnos de nuestro ego y entrar en el camino de la humildad y la mansedumbre para participar de la kénosis de Jesús  (Filp 2,6-11). La humildad nos lleva a reconocer nuestra limitación, nuestro pecado, nuestra imposibilidad. Por eso, nos pide clamar: “Jesús, hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador”. El don de la humildad produce en nosotros la compasión. Lo que el Señor nos pide es

“realizar la justicia, amar la misericordia y caminar humildemente ante tu Dios” (Miq 6,8).

La ascesis no es suficiente, necesitamos también el don de discernimiento o de consejo. Decía el Abbá Antonio que:

 “hay gente que ha machado su cuerpo con la ascesis; pero, por falta de discernimiento, se han alejado de Dios” (Apotegmas de los Padres, X,1).

El discernimiento lleva a distinguir lo que en nosotros es bueno y también es malo. Y no es fácil hacerlo. Nuestra realidad interior es compleja. Se avanza en el discernimiento cuando se avanza en el amor. Para realizar ese discernimiento necesario para seguir a Jesús por el camino adecuado, el Espíritu nos concede el don de consejo. Este don de consejo es como una moción interior del Espíritu nos ayuda a discernir el camino que hemos de seguir y nos concede la decisión necesaria para hacerlo. El samaritano de la parábola se dejó conducir por este don que lo transformó en un hombre compasivo, que no se dejó llevar ni por la ley, no por los prejuicios, como el sacerdote y el levita  (Lc 10, 29-37).

La espiral de la Alianza, no se cierra en este momento. Tras la purificación ascética se encuentra con “la puerta estrecha”. Es la tercera fase. (Continuará con la tercera fase de la espiral de la Alianza: “Pasar por la puerta estrecha”)

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