“Nos convertimos en aquello que adoramos” (G.K. Beale)
No solemos hablar de las adicciones en nuestras homilías, conferencias, charlas, en nuestros documentos. Y, sin embargo, es un asunto que nos debería preocupar no solo mucho, sino muchísimo. Y no solo en la Iglesia, también en la sociedad. El fenómeno de la adicción es preocupante.
Hay gente adicta al alcohol, a las drogas (cocaína), a la nicotina, a los medicamentos sedativos, al juego, a la comida y bebida, al consumo convulsivo, a la sexualidad, al juego, a las apuestas y juegos de azar, la ciber-adicción y la adicción a los medios de comunicación. O la adicción al jerarca, al control, a la compra compulsiva…
En nuestras sociedades el número de adictos o adictas e mucho mayor de lo que parece. Anunciaría un futuro horrible una juventud o infancia que cae en las trampas de las diversas adicciones. En el fondo, muchos problemas detectados en las comunidades cristianas y en el bloqueo espiritual de no pocos creyentes, dependen de las adicciones que nos afectan. Diosecillos ridículos logran nuestra adicción y después nos dejan abandonados en la cuneta…
También hay adicciones religiosas: la rigidez en los comportamientos religiosos, la dependencia que produce en la química somática una devoción compulsiva; los fundamentalismos –sean de la marca que sean- no son religión, son enfermedades mentales.
La adicción nos tienta mucho más de lo que nos pensamos; y se apodera de nosotros lenta y progresivamente. Después se incrusta, nos atenaza y nos paraliza. Cuando lo ha conseguido se influye en nuestro mundo de relaciones, en nuestros quehaceres, en la sociedad y hasta en el planeta. La adicción es como una epidemia, una patología general que nos ataca y nos vuelve enfermos en cualquiera de sus manifestaciones. Es la plaga de nuestro tiempo.
Sobre todo, las adicciones bloquean la posibilidad –innata en nosotros- de la experiencia mística, de la experiencia íntima de Dios. El espacio ocupado por la adicción está acotado, aislado y aislante. Impide penetrar en el espacio de la santidad, de la trascendencia, de la experiencia de lo esencial que existe en nuestro interior. Las adicciones nos aíslan y también impiden nuestra unificación, nos fragmentan.
La adicción no es, ante todo, un pecado, un mal moral, como si dependiera de nuestra responsabilidad el aceptarlo o rechazarlo. La adicción es una enfermedad, una epidemia, que va apoderándose insensiblemente de nosotros y cuando queremos deshacernos de ella, ¡nos tiene atrapados! Aunque sí es verdad, que cuando se ha apoderado de nosotros, la adicción nos vuelve agentes del mal, de un mal repetitivo y obstinado, maléfico y destructivo. Crea un imaginario que encarcela nuestra alma.
La causa: el miedo
Y ¿qué nos lleva a la adicción? Dicen los expertos que ¡el miedo!, ¡la falta de confianza! La necesidad de encontrar una salida a nuestra vida, de darle un sentido inmediato, el deseo de disfrutarla… El temor a perder oportunidades, a situarnos en una mediocridad sin sentido. Hay hechos que nos inyectan el miedo. Para aliviar la ansiedad y el desasosiego que el miedo produce, se buscan salidas… y, a veces, salidas falsas y destructivas. La adicción nace de un miedo crónico que busca el alivio, venga de donde viniere. Y si ese alivio lo ofrece un falso dios, se le abre la puerta y se le permite que se adueñe de nosotros. El miedo al miedo nos hace entrar en el círculo vicioso de la adicción, de la dependencia.
La fe como re-medio
Las adicciones han recibido a lo largo de la historia diversos nombres. Unos las llaman vicios, otros pecados capitales. En todo caso, se trata de circuitos del mal, de laberintos diabólicos de los cuales es difícil escaparse. El monje Evagrio Póntico en la antigüedad habló ya de ellos a sus monjes y les enseñó el método para liberarse de tales adicciones o vicios malvados. En el link adjunto el lector puede leer sus descripciones y consejos.
Si la raíz de la adicción está en el miedo, hay –por tanto- que combatir el miedo para superar la adicción. El miedo es el polo negativo de la fe. La fe en el Dios que nos salva, nos hace perder el miedo y, al mismo tiempo, desarma las adicciones, las vuelve inofensivas, incapaces de ser serias amenazas. Es en la fe verdadera, en la entrega al verdadero Dios, dónde se encuentra el antídoto definitivo contra la adicción.
Puede parecer muy simple la solución, pero es así. La fe es la instancia definitiva. Lo cual no quiere decir que en la superación de las adicciones hayamos de poner en acto otros medios y remedios: como ejercitar nuestro cuerpo para que se oponga a esos movimientos miméticos y repetitivos en los que la adicción se expresa; o abrir nuestra conciencia a una realidad mayora los cuales la adicción lo somete. Nuestro espíritu debe abrirse a una realidad mayor y transformar su imaginario y pasar del consumismo a la creatividad, de la reacción a la proacción. Nuestra alma necesita ejercitarse en el amor, en la relación, en el diálogo.
“No resistáis al mal” (Mt 5,39) nos decía Jesús. Basta con hacer el bien. Las tinieblas huyen nada más aparecer la luz, el hielo comienza a licuarse cuando aparece el sol comienza a calentar. La presencia de Dios desplaza el mal como la luz desplaza las tinieblas, el calor al hielo.
La presencia de Dios redime nuestra alma y la saca de su cárcel. La entrega de la voluntad al verdadero Dios marca el camino de la espiritualidad. Las adicciones nos mantienen lisiados, paralizados. Las adicciones son “legión”. Las adicciones debilitan a la Iglesia. Y eso influye en la debilidad de las culturas y de los ecosistemas en los cuales les culturas yacen. Pero la presencia de la Gracia ahuyenta la adicción.
Prestemos de nuevo atención a este asunto. La adicción es el gran paralizador del alma humana, tanto individual como colectiva. Cuando Dios desaparece de nuestra vida, entonces emergen demonios esclavizadores que pueblan nuestra oscuridad.
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Sigo habitualmente tus artículos y nunca te digo nada, asi que antes de seguir darte las gracias por ellos, por lo que dices y por lo que hacen brotar.
En cuanto al tema de las adicciones me gustaría hacer un pequeño aporte desde la experiencia. A raiz de las mias propias y buscando salidas a las mismas creo haber descubierto que si, en el fondo está el miedo, pero detrás de cada miedo hay una necesidad. Durante muchos años he buscado con sinceridad de corazón liberarme de mis propios “demonios y vicios” desde esta postura que muy bien nos explicas: “Es en la fe verdadera, en la entrega al verdadero Dios, dónde se encuentra el antídoto definitivo contra la adicción” pero no lo lograba.
Te imaginas 23 años, dia a día y no fue posible,… entonces ¿qué era lo que no funcionaba?, ¿era mi fe?, ¿era mi entrega?, ¿era mentira todo lo que decía a mis acompañantes o en la oración?, ¿era mentira la Palabra?,…no, ciertamente han sido años de mucha sinceridad y mucha entrega.
El asunto creo que va por el lado de que si, tenía reconocidos mis miedos, pero no la necesidad que me ocultaban. Necesidades que cuando las he ido viendo, me han dado la razón de mis fracasos en el tema de la adicción. Yo no era persona, no era adulta, no conocía a Dios, al Dios verdadero, el de Jesucristo,…Yo era pura necesidad, necesidad enferma y desde ella vivía. Conocerlas no es la solución, pero centra la mirada y lleva a la solución,…