La hospitalidad nos habla de las relaciones que se establecen entre el huésped y su anfitrión. El huésped y el anfitrión existen en mutua relación, no existe el uno sin el otro. El huésped es un ausente que puede “presentarse” en cualquier momento y “suplicar” hospitalidad. Pero, ¿porqué acoger al “otro”, cuando se presenta e incluso en el momento menos oportuno?
Reconocer como huésped al “otro”
Hay hospitalidad allí donde un huésped es reconocido acogido por su anfitrión. En muchas culturas se prohíbe preguntar al huésped por su procedencia o su nombre, como si fuera una representación simbólica del “Ausente”. Se acoge al extraño, al otro que no pertenece a los “míos”.
La hospitalidad es virtualmente sagrada. En no pocos pueblos se siente que ese “otro” que es el huésped está revestido de misterio. Una cierta sacralidad lo envuelve. El huésped puede ser un dios. El hospedaje de los dioses es un tema que aparece muchas veces en la mitología griega, en la Biblia y en la tradición de muy diversas culturas. Los dioses, se dice, asumen frecuentemente formas irreconocibles y piden ayuda a los humanos. La Carta a los Hebreos dice que algunos habían hospedado ángeles sin saberlo (Hb 13,2). De este modo se sanciona religiosamente el derecho de hospitalidad: con los extraños hay que comportarse como si de la visita de un Dios se tratara.
El honor de la acogida
El gran patriarca Abraham concentró en sí mismo uno de los valores más llamativos del pueblo de Dios: la hospitalidad.
Tres personajes misteriosos se le acercaron en lo más caluroso del día. En el momento del sopor. Cuando a uno menos le apetece ser molestado. Sin embargo, Abraham hace gala de su capacidad de acogida. Acudió a la puerta de la tienda para recibirlos, se postró en tierra, suplicó a los visitantes, o al visitante, que no pasaran de largo.
Les ofreció toda su hospitalidad. Se sentía agraciado por poder hospedar a aquellos visitantes imprevistos.
La insistencia de Abraham resulta llamativa, en un contexto cultural como el nuestro, en que buscamos cualquier excusa para librarnos de quienes nos resultan visitantes inoportunos.
Detrás de cada visitante está Dios, está su Misterio. Acoger a cualquier persona es acoger al mismo Dios.
Acoger el Misterio que nos visita
No solo vino Dios a visitar a Abraham. Hay algo mucho más misterioso todavía. Dios nos ha enviado a su Hijo. Jesús de Nazaret nos visitó. Vivió entre nosotros.
Pero hay un misterio todavía más sublime. El mismo Jesús, muerto y resucitado, está en medio de nosotros, vive con nosotros. Su cielo es la tierra, es la comunidad humana.
La encarnación lo ha ligado definitivamente a la humanidad, al destino de todos y cada uno de los seres humanos.
Pero esta Presencia, que el autor de la Carta a los Colosenses define como “el Misterio”, ha de ser acogida. Solo manifiesta todas sus virtualidades en aquellos que saben acogerla, con actitud de inmensa hospitalidad.
A quienes acogen la Palabra de Dios, el mismo Dios los regenera, los hace nacer de nuevo, los convierte en nueva creación.
Aprender el arte de la hospitalidad
Marta recibió a Jesús en su casa. Marta era mayor que María y la anfitriona. Jesús le reprocha con ternura: “¡Marta, Marta!” Y Jesús pone en contraste el frenesí de Marta con la paz de su hermana María que está a sus pies escuchando.
Lo que María –discípula a los pies de Jesús– está haciendo es “lo único necesario”. Adopta la actitud del discípulo. Así estaba Pablo ante Gamaliel, su maestro (Hch 22,3: “instruido a los pies de Gamaliel”). María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada por las convenciones sociales o religiosas.
Jesús no deja que Marta prive a María de su elección. Incluso invita a Marta a hacer lo mismo. Marta pensaba que ella era la anfitriona y Jesús el huésped. Pero “¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? Pues yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Lc 22,27).
Jesús le dice a Marta que las obras de caridad u hospitalidad han de ser consecuencia de la escucha de la Palabra. Escuchar la Palabra fructifica en acciones de caridad y generosidad. La hospitalidad convencional tiene unos límites. Hay una hospitalidad profunda, honda, que nace de la escucha de la Palabra de Dios.
De hecho, Marta aprendió la lección. El cuarto evangelio nos dice que, cuando murió Lázaro, Marta salió a recibir a Jesús fuera del pueblo de Betania. El diálogo entre ambos es preciosísimo. Marta se revela como una excelente discípula de Jesús que ha comprendido de verdad su misterio. Es, de hecho, la mujer que confiesa por primera vez: “Sé que eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”.
Para contemplar
HOSPITALIDAD EUCARISTICA
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