Nuestra experiencia como cristianos, como seres humanos en este planeta, se parece bastante a la experiencia del sábado Santo. No es una experiencia de muerte, como la del viernes Santo. No es tampoco una experiencia de luz, ni de vida, como la del domingo de resurrección. El sábado santo es el día de la ausencia, el día del duelo, el día de las dudas y también de las esperanzas. El sábado es el día en el cual María se encuentra en casa con un extraño. No es su hijo, aunque su Hijo le pide que lo trate y acoja como tal. Es el día de la extrañeza, el día de la insatisfacción, el día del vacío.
Es tierra de penumbra; tiempo de duermevela. Es un camino que nos aleja de la muerte, pero no se sabe a dónde lleva. El sábado ofrece dos posibilidades: o habituarse a la ausencia, o arriesgarse a esperar lo desconocido.
El “misterio” de este día
Pero, ¿porqué todo ésto? ¿Cuál es el misterio de este día? No lo contemplemos únicamente desde nosotros mismos. No pensemos sólo en nuestras ausencias y vacíos. Pensemos sobre todo en el que murió el viernes Santo: “¡Descendió a los infiernos!”, decimos en el Credo. No se trata de un descenso en el cual Jesús fue el protagonista. El Jesús muerto no podía descender. Cesó en toda su actividad. Pero ¿cómo va a poder descender quien ya había muerto y había cesado en toda actividad? La muerte introdujo a Jesús en el estado de la total pasividad, en el sheol. Para los hebreos el sheol era el lugar de la total desvitalización, de las sombras: allá donde la vida no tiene lugar. El sheol era el infierno, la lejanía de Dios. Pero en el sheol estaban al mismo tiempo el rico epulón de la parábola y el pobre Lázaro y, no obstante los separaba un abismo, un inabarcable caos. Cuando afirmamos que Jesús descendió a los infiernos estamos hablando de esta realidad total, de ese estado que compartió solidariamente con todos los muertos.
La primera carta de Pedro se refiere a ello en los siguientes términos:
“Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios” (1 Ped 3, 18-20).
También en 1 Ped 4, 6 sigue diciendo el autor de la carta:
“hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios”.
Jesús fue a predicar en el espíritu a los espíritus encarcelados, a los incrédulos. Era la oportunidad que les ofrecía la paciencia de Dios. ¿Cómo pudo ser esa predicación, si en verdad Jesús entró en la zona de la total inactividad? Si tomamos en serio la muerte de Jesús, hemos de tomar también en serio su inactividad, su misión “ya cumplida”. Pero también hemos de confesar con 1 Ped que la muerte de Jesús extiende su influencia hasta el espacio misterioso de los muertos. No se trata de un influjo exterior, extrínseco. Fue Jesús mismo el que compartió el estado del sheol, de la muerte, del infierno. Su solidaridad simplemente es anuncio de Evangelio, es salvación, es extensión inesperada de la Paciencia de Dios.
El sábado santo es un día “teológico”, paradójicamente teológico. Es el día en el que celebramos la ausencia de Jesús, porque se hace presente en el abismo caótico del sheol. La insensibilidad de su cadáver, la desvitalización total de su cuerpo, la inmovilidad absoluta, nos muestran que la muerte lo ha hecho descender hasta lo ínfimo, que eso significa infierno. No pensemos en clave de sufrimiento, de penar,sino más bien de disolución, de absoluta pasividad e inanicción.
La llegada de Jesús a ese estado aparentemente deja todo igual, pero es redentora. La solidaridad de Jesús con ese estado en el que todavía no hay consuelo, sino llanto y ausencia, será una paradójica luz, una esperanza inesperada.
¿Nos encontramos en el sábado santo?
Ese parece ser el estado de la Iglesia en este momento. Un estado de paralización y de espera de lo que parece imposible. No es la muerte, pero tampoco es la vida. Somos una Iglesia cuestionada. Y dentro de ella, también hay muchos grupos cuestionados. Estamos perdiendo credibilidad y no es extraño que no pocos se desencanten de nosotros.
Somos la Iglesia de la espera, del “stand-by”. Nos envuelve la oscuridad. Estamos en el túnel y no vemos la salida. El cuerpo eclesial se encuentra herido, desvitalizado. ¿Qué nos ocurre? ¿Estamos llegando al final y ya no hay futuro?
Como a los discípulos de Emaús nos acucia la incredulidad, el desencanto. Todavía no hay razones fuertes para esperar. Experimentamos a Dios en la noche, en la noche oscura. Parece que guarda silencio y que no le importa que descendamos al infierno.
Sólo hay una pequeña luz que permanece alerta en la casa del discípulo amado. En la casa de aquel que fue confiado por Jesús a su Madre en el momento del descenso. La Madre es el símbolo de la esperanza en el Sábado Santo. Es el día “mariano” por excelencia. Ella celebra la Eucaristía de la ausencia. Nunca como en este día se sintió ella tan sola, tan sin su cuerpo. Pero de seguro, que el Abbá tenía para ella un secreto, un adviento inesperado: el momento de exclamar “tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy”.
No tengamos prisa en el sábado santo. No pasemos tan rápidamente del viernes al domingo. Dejemos que el Sábado Santo extienda sus sombras en nuestro espíritu. Reconoceremos entonces que esa es la clave para entender lo que nos acontece.
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