Hacia el umbral donde todo se entiende: la mística

Dios debería estar interesado en no pasar desapercibido. Me atrevo a decirlo, como lo diría Job, o el Eclesiastés. Porque si Dios calla, ¿podrá el ser humano escucharlo? Si Dios se vuelve tan invisible, ¿podrá el ser humano encontrarlo? Si Dios desaparece, ¿podremos quejarnos de que espontáneamente haya nuevas generaciones que nos digan que no existe?  ¿Dónde está el Dios del siglo XXI, dónde aparece, cómo habla, cómo dirige el mundo?

Hay modelos de creyentes que hoy no suscitan el menor interés. Creen “a la antigua”. Responden a las preguntas de nuestros contemporáneos con las palabras, los gestos, las oraciones de otras épocas. Hay grupos religiosos, o así denominados, que están exhaustos, en ellos no se experimenta el Misterio; lo que allí aparece no interesa. La fe religiosa es considerada como un estadio regresivo de la conciencia humana. Quienes no se interesan por Dios, ni por la actitud religiosa, no son en principio beligerantes. Aceptan a los hombres o mujeres religiosos porque son demócratas, liberales. Pero no ven en nosotros aquel valor que nosotros pretendemos proclamar.

No hay lugar para Dios en el mundo pos-cristiano, secularizado, desacralizado. La cultura contemporánea no lucha “contra Dios”. Más bien se desentiende de Él. Ha perdido el interés por Dios. Se puede ser ateo sin negar la existencia de Dios: basta solo con constatar su ausencia y no preocuparse por ello.

Cuando sucede una desgracia, incluso un cataclismo, los medios de comunicación no emplazan a Dios. Si algún periodista lo hiciera, probablemente no encontraría mucho eco en los lectores y esa página recaería como una pérdida en el periódico o esa emisión en el conjunto de la programación radiofóniaca o televisiva. La sociedad más avanzada excluye a Dios de sus inculpaciones. Ya no se hace las preguntas de los existencialistas. Los culpables de lo que sucede habrá que encontrarlos en otro lugar.

Se hizo famosa aquella conferencia en Ginebra de Jean Paul Sartre, pronunciada poco después de los horrores de la segunda guerra mundial, en la que dijo: “Señores, ¡Dios ha muerto!”. Y Malraux comentó: “¡Dios ha muerto; por lo tanto, ha nacido el hombre!”. En ese contexto social y cultural, la religión dejó de interesar al ser humano. Y comenzó a interesar todo lo que el ser humano puede y debe hacer. Él ser humano puede aprender el arte de la no-violencia, ha de preocuparse de alimentar sus esperanzas, ha de hacerse sus propios dioses y acabar con ellos cuando no le sirvan. El ser humano ha de entrar en una nueva conciencia en la que descubra su identidad abierta (planetaria, transnacional).

Hoy nos resulta difícil entender las palabras de  Péguy: ” hay que hacerse violencia para no creer”. No creer, según la etimología de la palabra hebrea, significa no decir “amén” a Dios, rechazar su existencia. Y decir no a su existencia es necedad (Sal 14,1), es locura (decía san Agustín).

Y, sin embargo, nuestro Dios habla ¿la pregunta es cómo y dónde? Nuestro Dios se manifiesta. No ha abandonado su alianza con la humanidad, ni tampoco con aquellos a quienes no interesa. ¿Qué está haciendo Dios para seducir a estas nuevas generaciones que surgen en torno al comienzo de siglo?

Debemos recuperar e sentido del misterio, de “lo santo” y no confundirlo con los espacios, los tiempos, los temas sagrados, que nos hemos construido para responder a Dios. No es cuetión de exponeer nuestras reflexiones  “sobre” Dios, sino ser testigos “en” y “desde” Dios. Ese Dios “sobre” el que se piensa, está en crisis, está muriéndose, está muerto. El cristianismo ha transmitido frecuentemente una idea de Dios que ha puesto en rebelión a la gente que está fuera de la Iglesia. Cuando la idea de Dios se pone al servicio de instituciones, de autoridades, de sistemas… entonces esa idea suscita rechazos.

Sentir a Dios es ponerse bajo el arcoiris, descubrir en la naturaleza al Dios de la Alianza con la tierra, con el inmenso espacio, con el cosmos. Sentir a Dios es llegar a la raíces de lo humano y dejarse atraer por la utopía que en lo humano se adivina. Sentir a Dios es vivir extra-limitándose, en una apertura y una curiosidad que nunca se dan por satisfechas.

Sentir a Dios es dejar que el Espíritu de Jesús nos haga entrar en trance místico. Dejarle ser, hablar, actuar, movernos, silenciarnos, inspirarnos. Y no dejar que se apoderen de nosotros otros espíritus, repetitivos, obstinados, esclavizadores.

La experiencia de Dios saca a nuestra razón de sus “casillas”, de sus esquemas cerrados, de sus límites. La teología escatológica, utópica, es liminal, fronteriza, inquietante. Invita a salir sin posible vuelta atrás.

Dios es inefable, inconcebible. No hay nombre que exprese adecuadamente quién es: “su nombre es santo”, impronunciable, inalcanzable. Entonces el problema no es el silencio, ni la invisibilidad divina, sino su ex-cedencia, es decir, que excede todos nuestros parámetros; no tenemos órganos adecuados para captar tanta Realidad, tanta Luz, tanta Verdad, tanta Belleza…

Pensar en Jesús, en este contexto, es entrar en el ámbito humano más extra-limitado que podamos imaginar. Jesús es muy interesante. Nunca en Él se pierde el interés para ir más allá, para ex-cederse. Jesús está en el cielo y desde allá envía su Espíritu para que demos el gran salto de la fe, para que lleguemos al límite, al umbral… es allí donde todo se entiende.

(Reflexión del Viernes Santo 2011)

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