Está teniendo lugar en Milan el Encuentro Mundial de las Familias. El cardenal Ravassi se ha referido bellamente a la familia como Iglesia. Es un mensaje que debíamos escuchar. De mi libro “Lo que Dios ha unido: teología de la vida matrimonial y familiar” -descatalogado por la editorial San Pablo antes de cumplir los seis años- extraigo un texto que puede contribuir algo a la reflexión de estos días.
La familia fue descrita desde los primeros tiempos de la Iglesia como “ecclesia domestica”. San Juan Crisóstomo exhortó en una ocasión a su grey con estas palabras sencillas pero profundas:
“Haced de vuestra casa una Iglesia” [1].
El sermón del Crisóstomo fue tan inspirador y tan entusiásticamente acogido por los fieles cristianos, que al día siguiente él mismo dijo:
“Cuando os dije ayer que hicierais de vuestra casa una Iglesia, o encendisteis en aclamaciones de júbilo y manifestasteis elocuentemente qué alegría invadía vuestros corazones al escuchar estas palabras” [2].
Esta enseñanza antigua ha sido recuperada por la Iglesia en nuestro tiempo.
1. Recuperación de la “ecclesia domestica”
El concilio Vaticano II denomina a la familia “como Iglesia doméstica” (LG, 11). Lo hace en el contexto de su reflexión sobre el ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos. Llama incluso a la Iglesia “comunidad sacerdotal”, la cual se actualiza como tal en los sacramentos y en las virtudes Después de analizar uno por uno todos los sacramentos, como expresión del ejercicio de este sacerdocio común se refiere al ejercicio de ese sacerdocio en los cónyuges cristianos. De estos dice que:
- manifiestan el misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia y participan de él;
- se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la educación de los hijos; tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el pueblo de Dios (cf. 1Cor 7,7).
- De la unión conyugal nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana; estos, por la gracia del Espíritu Santo expresada y comunicada en el bautismo quedan constituidos en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el correr de los tiempos.
Pues bien, después de afirmar todo esto, cree el Concilio que la comunidad matrimonial y familiar bien puede ser descrita “como Iglesia doméstica”. Esta eclesialidad se expresa además en la misión de los padres para con sus hijos: ser “los primeros predicadores de la fe”, tanto con su palabra como con su ejemplo y ser “fomentadores de la vocación propia de cada uno de ellos”.
El catecismo de la Iglesia católica parte −en este punto− de la descripción de la Iglesia como “familia de Dios” y recuerda cómo el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido −según los Hechos de los Apóstoles− por los que “con toda su casa” habían llegado a ser creyentes. Quienes se convertían deseaban también que se salvase “toda su casa”. Y dice, además que estas familias convertidas eran “islotes de vida cristiana en un mundo no creyente” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1655), “faros de una fe viva e irradiadora” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1656).
En la “ecclesia domestica” se ejercita de forma privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia. Lo hacen cuando participan en los sacramentos, oración y acción de gracias, cuando ejercitan la misión del testimonio y del anuncio del evangelio. El hogar es llamado también “primera escuela de vida cristiana” y “escuela del más rico humanismo”. Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida (Catecismo de la Iglesia Católica, 1658).
Incluso el papa Juan Pablo I en su brevísimo pontificado, habló sobre la “ecclesia domestica” en la única visita ad limina que realizó con los obispos de Estados Unidos de la región doce[3]. Y el papa Juan Pablo II en su “Evangelium vitae” (25 de marzo de 1995) resaltó la importancia de la “ecclesia domestica” como “santuario de la vida”[4] (cf. n. 92). En su en su exhortación apostolica “Familiaris Consortio” desarrolla también la teología de la familia considerada como “ecclesia domestica”. Su afirmación primera es que la familia está llamada a hacer la experiencia de una “nueva y original comunión”. El Espíritu Santo, infundido en la celebración de los sacramentos, es el creador de esa unidad y comunión. El papa Juan Pablo II continúa su reflexión diciendo:
“Una revelación y actuación específica de la comunión eclesial está constituida por la familia cristiana que también por esto puede y debe decirse “Iglesia doméstica”. Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una “escuela de humanidad más completa y más rica”: es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días, compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos (FC 21).
2. Reflexión teológica sobre la Iglesia doméstica
En cuanto Iglesia doméstica, la familia es también −como la gran Iglesia− cuerpo de Cristo en el hogar. Ese es un gran misterio que cada familia, a veces de forma inconsciente, encierra. El amor del esposo y la esposa es “misterio”, signo sagrado y profundo que revela el amor de Cristo Jesús por su Iglesia (Ef 5,32).
Hubo un tiempo en que la Iglesia estaba fundamentalmente formada por Iglesias domésticas[5]. Los cristianos se reunían en las casas u hogares de miembros eminentes de la comunidad cristiana. Hay en ello un mensaje importante para la Iglesia de hoy que nos habla de intimidad, de convivialidad, la alegría y el compartir[6]. La hospitalidad y el amor de los cristianos y sus atenciones mutuas debería configurar incluso nuestras más solemnes liturgias.
La familia es Iglesia “abierta”, con límites a veces poco definidos, a pesar de ser una pequeña o incluso pequeñísima comunidad. En ella puede ocurrir, y de hecho así es, que uno de los cónyuges sea creyente y el otro no, o que uno pertenezca a una religión y el otro a otra, o a una confesión cristiana y otro a otra. Lo mismo sucede con otros miembros de la familia, si se trata de los hijos o parientes.
En la Iglesia doméstica se experimentan las diferencias de la Iglesia pero sin que las diferencias rompan los lazos del amor y de la intimidad. Puede acontecer que quienes forman un solo cuerpo pertenezcan a iglesias, confesiones cristianas o incluso a diferentes religiones o creencias. Y, sin embargo, allí actúa el Sacramento de la Creación y el Sacramento de la Nueva Alianza. Resulta especialmente pertinente aquí aquel texto paulino en el que él mismo −¡no el Señor!− hace algunas recomendaciones al respecto:
“Si un hermano tiene una mujer no creyente y ella consiente en vivir con él, no la despida. Y si una mujer tiene un marido no creyente y él consiente en vivir con ella, no le despida. Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente. De otro modo, vuestros hijos serían impuros, mas ahora son santos. Pero si la parte no creyente quiere separarse, que se separe, en ese caso el hermano o la hermana no están ligados: para vivir en paz os llamó el Señor. Pues ¿qué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido? Y ¿qué sabes tú, marido, si salvarás a tu mujer?” (1Cor 7,12−16).
El casamiento (¡no olvidemos que aquí Pablo emplea el verbo oikeo, oikós, casa!) de un creyente y un no creyente transforma a la pareja en una realidad “santa” y también el fruto de su unión, los hijos, son “santos”. Aquí se afirma de una manera peculiar que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”, que el nuevo Adán y la nueva Eva son capaces de rescatar la situación antigua. ¡Todo queda santificado! ¡El cónyuge y los hijos, por una sola persona que crea en Jesús!
Esta es la teología. Pero ¿qué nos dice la práctica?
3. La bio−esfera del ser−que−nace, templo e Iglesia
Hannah Arendt (1906−1975) dio una especialísima importancia en su pensamiento filosófico al tema de la fecundidad y a la natalidad. Para ella, el ser humano no es solamente un ser para la muerte. Es sobre todo, un ser que nace :
“El milagro que salva al mundo de los asuntos humanos, de su ruina normal y “natural” es en último término el hecho de la natalidad, en el que se enraiza ontológicamente la facultad de la acción… Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: “Os ha nacido hoy un Salvador”“ [7].
El acontecimiento de nacimiento, del estado naciente, es el gran regalo que la pareja matrimonial puede ofrecer a la historia. La familia se constituye en torno a la vida que nace, como medio ambiente, como bio−esfera humana en la que se desarrollan las más insospechadas semillas libres. Todo esto tiene mucho de misterioso. Prolonga el misterio de la Navidad.
Cuando se vive en profundidad el misterio de la pareja y de la familia, toda la casa queda bautizada, consagrada, ungida por el Espíritu del Amor. Todo en ella se hace sacramental, eclesial. Entonces celebrar la Eucaristía en las casas es algo más que la celebración eucarística. Todas las casas, todos los hogares, están llamados a celebrar cada día la Eucaristía, la fracción del pan, la entrega del cuerpo y de la sangre por la vida del mundo. La fecundidad de esta eucaristía doméstica que es el matrimonio, es manifestación de la fecundidad de Dios Padre−Madre.
La casa de la pareja y de la familia no es un mero edificio. Es un lugar, un espacio de convivencia. Si la comunidad familiar es una Iglesia doméstica, también la casa adquiere por ello mismo un carácter sagrado.
Nunca me pareció justo aplicar a los edificios donde habitan las personas consagradas (monjes o monjas, hermanos o hermanas, religiosos) el título de “edificio sagrado”, “casa religiosa” y no hacerlo respecto a los edificios o casas en donde mora la pareja, la familia, la Iglesia doméstica. Allí donde arde el fuego divino del amor de Dios derramado en los corazones, allí tenemos un espacio sagrado. Donde dos o tres estáis reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de vosotros.
Por eso, la casa familiar bien puede ser considerada como un templo, una espacio sacramental. En algunos países como Italia hubo durante tiempo la costumbre de “bendecir la casa”, y de bendecirla todos los años.
La casa familiar es un santuario con diversas estancias: la sala de estar, el comedor, el dormitorio de los padres y el de los hijos, la cocina, el cuarto de baño, la despensa. Irá quedando impregnada de la sacralidad de cada encuentro. Será la realidad más natural y al mismo tiempo más trascendente. En ella descubrimos la cuotidianidad de lo sagrado y vemos cómo en lo ordinario se encuentra lo extraordinario. También tienen su sacramentalidad cada uno de los muebles, los símbolos, las imágenes con las que adornamos la casa.
Las comidas y cenas, los encuentros en la sala de estar, el amor y el descanso en el dormitorio, el aseo y la purificación en el cuarto de baño, nos indican que hay también una sacramentalidad doméstica, que se puede experimentar en toda su poética. Por eso, no es extraño que la tierra de nuestro hogar sea para nosotros algo así como tierra sagrada, como sacramento familiar.
4. Intereclesialidad y ecumenismo en la “Iglesia doméstica”
La Iglesia doméstica, en tiempos de pluralismo y globalización, en tiempos de superación de las diferencias de género y de superación del patriarcalismo, es un espacio especialmente complejo, pero también privilegiado para que emerja un modelo mucho mejor de diálogo de género, ecuménico e interreligioso. Es en ella donde más duras se vuelven las diferencias de la fe y donde más se añora la comunión.
En la Iglesia doméstica tanto el padre como la madre son los sacerdotes del hogar. Tanto el padre como la madre son los predicadores primeros de la fe y los educadores en ella. Y también los hijos participan de ese sacerdocio común, como bautizados, confirmados, partícipes de la consagración eucarística y también evangelizadores de sus padres.
Es interesante resaltar que el ideal lucano de comunidad eclesial con “un solo corazón, una sola alma y todo el común” puede hacerse realidad más fácilmente en la comunidad matrimonial y familiar. Es verdad, que el patriarcalismo y el machismo son un pésimo presupuesto difícil de erradicar y sutilmente presente en la estructura familiar. Ambos impiden formar una comunidad en la que reine la igualdad antropológica o la igual dignidad, la equidad, la fundamental fraternidad y sororidad.
En la familia, Iglesia doméstica, se hace posible aquello de que todos en Cristo somos uno: no hay hombre ni mujer, esclavo o libre, judío o gentil. Tienen en la Iglesia doméstica vigencia las diferencias suscitadas por el Espíritu, como diversidad carismática, pero para formar “un solo cuerpo”.
No toda comunidad cristiana es Iglesia doméstica de la misma forma. Los límites familiares no siempre coinciden con los límites eclesiales. En todo caso, la comunidad de amor crea una especie de “Iglesia doméstica extendida”, donde se acoge al diferente, donde hay hospitalidad confesional y religiosa y donde el diálogo de vida se torna presupuesto de tolerancia, mutuo aprecio y crecimiento conjunto.
De este modo, se expresa en la Iglesia doméstica de un modo del todo especial la innata catolicidad de toda la Iglesia. Ser católico no es ser sectario, sino estar abierto al todo.
Las familias en las cuales hay miembros de diferentes iglesias o “familias intereclesiales” sienten en ellas mismas diariamente la división de las iglesias. Descubren en sí mismas que la Iglesia una está dividida; así lo experimentan en la vida y en la oración de la familia.
Es especialmente agudo este problema cuando la familia intereclesial se reúne para la Eucaristía cada domingo. Allí hay siempre un sentimiento de que algo se ha perdido. Allí hay una unidad que es objeto de oración y de esperanza pero todavía no se ha realizado. Estas familias piensan en la oración de Jesús por la unidad e íntimamente la relacionan con el don de la Eucaristía: “que ellos sean uno, como tú, Padre, en mi y yo en ti, que ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21). Esta necesidad consciente de la Eucaristía −para llegar a ser un signo pleno de unidad entre los cristianos es algo que nos afecta a todos. Las parejas intereclesiales sienten la división de la Iglesia mucho más agudamente que otros. Pero también ellos experimentan la eperanza y la posibilidad de la unidad. Nos presentan el modelo de un mundo que ha de venir, una oración que ha de ser escuchada, una realidad no completada todavía.
Pablo experimentó el amor de Cristo por él. Ese amor lo urgió a devolverle a Cristo Jesús el amor con una vida dedicada al ministerio y a la entrega generosa. El amor se nutre con la palabra de Dios y con el amor de Cristo. La vida de Pablo fue siempre en Cristo y con Cristo. “Para mí vivir es Cristo” (Flp 1,21). Nuestra tarea modesta es imitar el ejemplo de Pablo. Nuestra oración es que podamos compartir la mesa del Señor. Nuestra esperanza es que algún día compartamos también el banquete eterna del cielo, una fiesta para un rey, una fiesta para quienes siguen al Cordero, una fiesta de bodas a la que todos están invitados. La única condición para ser admitidos es que todos estemos vestidos con Cristo como vestidura de bodas (Mt 22,11−12).
Conclusión
La primera misión que reciben los nuevos esposos es la de vivir en comunidad y transformar su comunión en auténtica “Iglesia”, en espacio doméstico donde el Espíritu de Dios y de Jesús actúa.
Una teología de la Iglesia doméstica requiere, previamente, una reflexión antropológico−teológica sobre la “domus”, la casa. En este capítulo hemos visto cómo no cualquier aglomeración de personas puede ser denominada “casa”. Hay “no−lugares”, hay espacios que no son “morada” ni en ellos acontece el encuentro.
He sugerido a lo largo de este capítulo la necesidad de pasar del no−lugar a la casa y de la casa a la morada. Sólo cuando la pareja es capaz de descubrir la morada que les ha sido regalada por Dios, sólo entonces podrán experimentar aquellas palabras de Jesús: “donde dos o tres estéis reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de vosotros” (Mt 18,20). La morada es el lugar de recogimiento, de la intimidad, del recibimiento, del encuentro con el Otro, de la generatividad, de la alianza.
Cuando los místicos hablan de las diversas moradas, hasta llegar a la morada central y más admirable, no solamente se refieren a la relación individual del creyente con su Dios, sino también a las posibilidades inéditas del ser humano, de llegar a formar con otras personas un ámbito de intimidad inimaginable.
Nos dicen algunos de los pensadores de nuestro tiempo que la relación esponsal adquiere cada vez más importancia como el ámbito de la “privacy” o de la privaticidad. ¡Algo absolutamente necesario en un mundo globalizado, interconectado, amenazante para la intimidad!
Desde aquí se descubre un camino para revalorizar la intuición −presente entre nosotros− desde los orígenes, pero últimamente puesta de relieve por el concilio Vaticano II− de que la familia es y debe ser “Iglesia doméstica”. El reconocimiento del estatuto eclesial para la pareja consagrada por el matrimonio sacramental es un punto de partida para entender la Iglesia de forma más integradora, más inclusiva, más plural. Los progenitores o procreadores, los educadores y transmisores de la fe en esta Iglesia doméstica, ¿no son portadores de un auténtico ministerio eclesial? ¿Son las Iglesias domésticas suficientemente reconocidas en las Iglesias particulares?
La Iglesia doméstica es un espacio ecuménico, de tolerancia, pero también de presencia del Evangelio y de la Gracia misericordiosa. Es una realidad amenazada pero también protegida por el Espíritu Santo, que es fiel a su acción consagrante.
La pareja consagrada no deberá nunca olvidar que se halla bajo el imperativo: “Haced de vuestra casa una Iglesia”. Pero tampoco la comunidad cristiana parroquial o diocesana deberá olvidar que ella no agota toda la eclesialidad y ha de asumir esa nueva eclesialidad que la interpela y enriquece desde las mútiples Iglesias domésticas que ella ha reconocido a través del sacramento del matrimonio.
[1] “Domum tuam effice ecclesiam”, In Genesim serm., VI, 2, (PG 54, 607).
[2] “Cum enim heri dixissem, quisque vestrum domum suam ecclesiam efficiat…” Ibid., VII, 1, (PG 54, 608).
[3] Cf. “The Christian Family: A Community of Love” in The Family: Center of Life and Love,Daughters of St. Paul, Boston 1981, pp.79−83.
[4] Juan Pablo II, Evangelium vitae, n.92.
[5] Cf. Vincent P. Branick, The House Church in the Writings of Paul, M. Glazier, Wilmington 1989.
[6] Cf. Konrad Raiser, Opening Up Ecumenical Space, Address at the International Meeting of Interchurch Families at the Ecumenical Centre, Geneva (Switzland), July 25, 1998.
[7] H. Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, Buenos Aires, México, 1996, p. 266.
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