¿Es posible hablar hoy de Dios con persuasión, de forma creíble? ¿O cualquier intento resultará ingenuo, fundamentalista e incluso ridículo? ¿Anunciar o respetar? ¿Hacer entender o emocionar?
Hay muchas palabras gastadas, que no dicen, no significan. Hemos de re-aprender a hablar de Dios. Necesitamos una teología elocuente para nuestro tiempo: una teología para ateos y un ateísmo para creyentes.
El hablar –tras haber gozado de la experiencia de Dios- será siempre un hablar que cojea -como Jacob después de su noche en lucha con Dios. Será un hablar que tartamudea, que balbucea, como Moisés ante el estupor de la zarza ardiente (Ex 4,10). Nuestra palabra sobre Dios siempre es testimonio de un exceso, no de una enfermedad; de un estar desbordado y no de una idea o frases que suplen la experiencia. .
- Hablar de Dios es hablar de la fuente de todas las cosas. Dios no es una cosa más entre las demás, es el origen, el principio de todas las cosas. ¡Eso emociona!
- Dios no es una palabra excluyente sino incluyente. Jesús dijo: “observad a los lirios del campo”; no dijo “observadme a mí. Pues si Dios cuida así a los lirios del campo, a los artistas, a los jugadores…. ¡cuánto más a vosotros, hombres y mujeres de poca fe? (Mt 6,30). Dios no compite con su creación: no se deja sitio para el Creador rechazando a su creatura. Ir hacia la fuente de las cosas no es rechazarlas, sino acogerlas en su frescura y acompañarlas en su impulso. ¡Eso expande la mente!
- Por eso, quien consagra su vida al Dios Creador, ¿cómo va a despreciar su creación? Nietzsche denominó “el gran malentendido” al hecho de que el autor, en lugar de encontrar un eco sobre ella en quienes la han leído o contemplado, sólo reciba elogios. ¿De qué nos sirve elogiar constantemente a Dios con Laudes y Halelluyas, si no lo elogiamos por sus obras magníficas y ni siquiera las conocemos? Ese es “el gran malentendido” religioso. Darse a Dios no es perder. Es darse a quien puede darnos todo. Dios no nos pide nada para él. Nos pide sólo para nosotros: “pedid y recibiréis”.Toda deuda para con él, es, en realidad, la espera y preparación para un don que quiere hacernos. Débil es el poder que necesita aplastar a los demás para existir. La luz no compite con los colores: cuanto más intensa, más brillan ellos. La posesión diabólica aliena y esteriliza. La inhabitación divina recoge y fecunda. ¡Eso lleva a la adoración!
- Cuando hablamos de Dios despunta el alba. Dios está en todo: el asilo, la guardería, el vestíbulo de la estación, los servicios públicos. Difuminado como la luz que hacer ver todas las cosas. ¡Eso alucina!
- Proclamar y llevar su Nombre no es blandirlo como una espada en alto, sino dejarlo remontar mientras sale del fondo de toda realidad. ¡Eso admira!
- La palabra “Dios” es música que no todos perciben. No suena a “tapa-agujeros” (solución última de todos los problemas), sino a “abre-abismos” (apertura al todo). La palabra “Dios” surge, sobre todo, cuando sentimos una llamada, y no tanto cuando damos una respuesta; nos deja boquiabiertos y nos dice que nosotros no tenemos la última palabra. ¡Dios es verbo, no sustantivo!
Y ¿cómo persuadir? La retórica es el arte de la persuasión. Pero, en nuestro caso, la fuerza persuasiva viene de la ética[1] y de la mística. Pero hay que tener en cuenta que somos enviados como “corderos en medio de lobos”. Dios le dijo a Moisés: “Faraón no os escuchará” (Ex 7,2.4); “endureceré el corazón del Faraón, y multiplicaré mis señales y mis prodigios en el país de Egipto (Ex 7,3). El endurecimiento de los corazones permite la multiplicación de los signos, de los milagros. Por eso, unámonos a la revolución de la ternura. ¡Esperemos que llegue el momento en que el Espíritu convierta el corazón de piedra en un corazón de carne! Así se abre el espacio para el testimonio: para hablar de Dios con verdad y de un amor que es más fuerte como la muerte. Es el lenguaje de la cruz (1 Cor 1,18).
¡Santificado sea tu nombre! –decimos en el Padrenuestro-. No es sólo pronunciarlo con los labios, como una palabra más entre las demás, sino llevarlo con toda la vida, proferirlo con la herida del corazón.
[1] “la mayor fuerza persuasiva radica en el carácter moral del discurso” (Aristóteles, Retórica, 1356a)
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