Decía el escritor francés Péguy que “lo peor no es tener un alma perversa, sino un alma acostumbrada”. Podemos decir también nosotros que “lo peor en la misión no es tener un alma perversa, sino acostumbrada”. Quienes hemos recibido el don de la misión –por parte de Jesús y de su Espíritu- nos volvemos con facilidad rutinarios, perdemos la mística inicial y convertimos la misión en un mero trabajo, ¡sin mística, sin pasión!
Si el carisma se vuelve rutinario, también la misión. Después de la pasión inicial entra en escena la rutina, la costumbre, la repetición mecánica. Y, si no estamos atentos, nuestro apóstol interior, se transforma poco a poco en un mero trabajador, en un manager, en un repetidor cansino de fórmulas, de tópicos, de ideas sin alma.
El vidente y profeta del Apocalipsis expresó esta situación muy bien con las siguientes palabras:
“Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca. Tú dices: « Soy rico; me he enriquecido; nada me falta ». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista. Yo a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. (Apc 3,16-18)
La pasión misionera está amenazada en los evangelizadores. El Maligno tiene sumo interés en apagar su fuego. Por eso, es necesario encontrar la hoguera que permita mantener vivo el fuego de la pasión misionera. Esa hoguera se encuentra en la espiritualidad apocalíptica. ¡Quien está cerca del Jesús apocalíptico, está cerca del fuego!
Para abordar este tema, me voy a hacer dos preguntas: 1) qué es la espiritualidad apocalíptica; 2) porqué una espiritualidad apocalíptica en la misión “hoy”.
¿Qué es la Espiritualidad Apocalíptica?
La espiritualidad asume muchas formas y perfiles. Cuando se inspira en los textos apocalípticos del Antiguo y Nuevo Testamento, entonces la espiritualidad se vuelve apocalíptica.
El Apocalipsis es Revelación última y definitiva de Dios. Es la última Palabra que corresponde a la Primera Palabra del Génesis. Es la Palabra final, Omega.
Quien escucha las Palabras del libro del Apocalipsis recibe una bendición y es proclamado bienaventurado:
“Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca” (Apc 1,3).
“Luego me dijo: «Estas palabras son ciertas y verdaderas; el Señor Dios, que inspira a los profetas, ha enviado a su Angel para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto. Mira, vengo pronto. Dichoso el que guarde las palabras proféticas de este libro. » (Apc 22,6-7).
La espiritualidad apocalíptica nos vuelve bienaventurados y benditos. Enciende en nosotros el fuego de Dios, capaz de movilizarlo todo. El último libro de la Sagrada Escritura pide insistemente a los fieles cristianos que escuchen y guarden sus palabras. Así serán bendecidos en tiempos difíciles.
La espiritualidad se vuelve apocalíptica cuando el misionero permite que la Palabra de la Revelación configure su vida, determine sus proyectos, aliente su vida cuando pasa por trances oscuros.
Teniendo en cuenta las características del libro del Apocalipsis, voy a presentar las principales características de la espiritualidad misionera que de él dimana: espiritualidad dominical-eucarística, espiritualidad combativa, espiritualidad de la esperanza.
Espiritualidad dominical-eucarística
El vidente de Patmos recibe la revelación el “dies dominicus”, el domingo, el día del Señor. Es el día en que la comunidad cristiana se reúne y celebra la muerte y resurrección del Señor Jesús. En ese día el vidente entra en éxtasis, el Espíritu lo arrebata. Le es permitido traspasar la puerta del cielo. Y desde esa perspectiva contempla la historia humana. El vidente apocalíptico es agraciado con una experiencia muy fuerte que:
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lo conmueve,
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lo aterroriza a veces,
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le hace estallar en alabanza;
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lo convierte en familia de los ángeles de Dios;
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lo transforma en ciudadano del cielo;
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le ofrece las claves para luchar aquí en la tierra en el ejército del Cordero de Dios y utilizar sus armas de paz.
El “dies dominicus” o domingo puede y debe ser en la Iglesia el quicio de la permanente renovación espiritual de la comunidad cristiana y de cada uno de nosotros. Podemos contemplar el Año Litúrgico –en su recorrido completo- como un gran domingo prolongado. En él se nos concede la revelación y la fuerza que necesitamos para vivir y para actuar en la historia.
El Apocalipsis es una revelación entregada a la Comunidad y no solo al individuo. Cuando es leído y escuchado
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se asiste a la apertura de los siete sellos: en ellos se desvela el sentido más profundo de la historia;
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se asiste al toque de las siete trompetas que anuncian: a) la derrota del Dragón y sus Bestias, b) la aparición del Arca de la Alianza, c) la victoria de Dios sobre el mal, d) la llegada del Reino;
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los creyentes vemos cómo son derramadas las siete copas de la Ira de Dios, que de esta manera: a) defiende a todas las víctimas inocentes de la historia, b) hace justicia ante las grandes injusticias, comenzando por la gran injusticia de la pasión y muerte de su Hijo Jesús;
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la comunidad cristiana se conmueve ante lo que el Espíritu dice a las Iglesias y descubre las claves de su mal y las promesas para su curación y salvación en medio de un contexto amenazador.
No existe todavía en la Iglesia, y tampoco en los misioneros y misioneras, una fuerte sensibilidad apocalíptica. Hemos privatizado en exceso la espiritualidad. La hemos convertido en una relación intimista con el misterio de Dios: “le amo y me ama”, “le miro y me mira”, suelen decir algunos de los espirituales. Sin sensibilidad apocalíptica, la espiritualidad pierde su referencia a la historia, a la permanente lucha entre el Bien del Reino de Dios y el Mal del imperio bestial del Dragón, de Satanás. Sin sensibilidad apocalíptica, la misión se convierte en una mera tarea pastoral, en la cual los objetivos son muy cortos: preparar las celebraciones, dar programas de catequesis, cumplir los programas formativos, abrir nuevos centros… No suele tener ante los ojos la perspectiva amenazante del Enemigo, del Maligno, ni la moral alta de la victoria escatológica. Solamente se ven las dificultades propias de la vida, de la actuación humana y los pequeños goces que aporta el trabajo bien realizado.
El alma de la misión es la espiritualidad. Y más en concreto, alma de la misión es la espiritualidad que el Espíritu Santo infunde en las personas que se dejan envolver por la Revelación y la experiencia apocalíptica. Quien escucha y cumple las palabras proféticas del libro del Apocalipsis, recibe la visión y la energía interior que necesita para compartir la misión del Espíritu y del Cordero. Por eso, es necesario que hagamos del domingo y del Año litúrgico la clave de toda acción misionera, la hoguera en la que prenda el fuego de nuestra espiritualidad misionera.
El gran centro de contemplación para un misionero no es únicamente la soledad, la meditación aislada, sino la Asamblea comunitaria litúrgica-eucarística, en la que se escucha la Palabra y se celebra y alaba la acción redentora de Dios en el mundo. La gran fuente de la espiritualidad misionera brota en el encuentro de la Esposa –la nueva Jerusalén- y el Esposo, el Señor Jesús. “Quien tenga sed, que venga y beba”.
Espiritualidad combativa
El libro del Apocalipsis es la narración de una gran batalla que abarca toda la historia del mundo. Desde su origen trascendente, allá en el cielo, en la Corte celestial, hasta su consumación con la venida de la Nueva Jerusalén.
El Apocalipsis narra una guerra de Dios contra sus enemigos. En esa guerra, todo el protagonismo recae sobre el mismo Dios. Es su brazo poderoso el que manda, el que actúa, el que derrota a sus adversarios. Dios cuenta con la tierra y los fenómenos naturales como aliados. Los seres humanos, los que siguen al Cordero, actúan como “ejército de alabanza, de cántico nuevo”, de proclamación de las obras maravillosas y portentosas de Dios. Pero no son ellos los protagonistas. Son ciertamente –en no pocas ocasiones- las víctimas del Mal, los mártires, aquellos que lavaron sus mantos en la sangre del Cordero.
Desde esta perspectiva se comprende la misión como “guerra de Dios” contra las fuerzas del Anti-reino. El protagonismo de la misión recae totalmente en el Cordero Inmolado, o el que monta el Caballo blanco, o el León de Judá, y en el Espíritu que actúa por doquier. Podríamos decirlo con expresiones tradicionales de este modo: ¡lo que importa es la “missio Dei”, la “missio Christi”, la “missio Spiritus”. A la Iglesia le es concedido participar en la “missio Dei”. Ella intenta ser pura transparencia del brazo poderoso de Dios; se deja llevar por el impulso del Espíritu; sacramentaliza la acción de Jesús en el mundo. Por eso, durante la misión, la Iglesia sabe que debe descubrir la acción misteriosa de Dios en la historia, y –desde ahí- ejercer el ministerio de la proclamación, de la alabanza, de la adoración.
Los enemigos de la misión –“missio Dei”- son el Dragón y las dos Bestias, junto con la Ciudad prostituida -símbolo de la Babilonia pecadora y opresora-. Se trata de tres símbolos que hay que saber interpretar en cada tiempo. Son los símbolos del imperio del mal.
El Dragón es la antigua serpiente del Génesis, es Satanás. Hoy no estamos habituados a atribuir a Satanás el mal del mundo. Sin embargo, Satanás simboliza una fuerza misteriosa que induce al mal, que seduce a la gente y la pervierte. Pablo denominaba a esa fuerza misteriosa “hamartía” o pecado, en singular. Nadie se explica de dónde surge, ni cómo actúa. Pero está presente en donde el mal se realiza. El mal se manifiesta en las dos Bestias. Una de ellas es el poder político, económico, que dirige los destinos de los pueblos según los postulados del Mal. Ésta es la primera Bestia, que en tiempos del Nuevo Testamento identificaban con el poder imperial asesino de Roma. Hoy ese poder está más difuminado. Es el poder de la guerra, de la injusticia, del terror, de la corrupción, de la pornocracia. La segunda Bestia es la propaganda que utiliza la primera Bestia para imponerse. Hay todo un sistema de culto a la primera Bestia que se impone por doquier. La propaganda quiere llevar el imperio del mal hasta el fondo de los corazones humanos; tiene una potencia contaminadora extraordinaria. Resultado del poder de las Bestias es una civilización perversa, una Ciudad Prostituída, que se encamina hacia su perdición total, según el Apocalipsis.
La espiritualidad apocalíptica enfrenta al creyente con los poderes del Mal. Es una llamada a una cierta “fuga mundi”, o huída de la ciudad prostituida y de todos los ámbitos de poder del Dragón. La espiritualidad apocalíptica es combativa hacia dentro de nosotros mismos y hacia fuera. Las siete cartas a las Iglesias muestran en qué medida los cristianos hemos de luchar para eliminar de nosotros mismos la presencia del Mal: arrepentimiento, purificación, no pactar con el Mal, recuperar el amor primero etc. También la espiritualidad apocalíptica es combativa hacia fuera. El creyente es invitado a no llevar la señal de la Bestia y esto implica marginación social; a no solidarizarse nunca con los malvados y no adorar a los ídolos que en cada tiempo se proponen. El creyente ha de dar testimonio aunque le cueste la sangre. La espiritualidad apocalíptica es, por eso, espiritualidad del martirio.
Espiritualidad de la esperanza
El apocalíptico no es un ser humano hundido, deprimido, desesperado. Tiene ante sus ojos todos los horrores de la historia; pero es agraciado con una panorámica muy amplia, casi total, en la que descubre cuál es el fin de los malvados y cómo el bien tiene su recompensa final.
La espiritualidad apocalíptica es promesa que consuela, horizonte que hace superar la angustia, camino victorioso hacia la utopía. Nadie puede impedir el cumplimiento de las Promesas de Dios. Nada ni nadie puede oponerse a la venida salvadora de Dios. Por eso, la espiritualidad apocaliptica es una espiritualidad de la Alabanza, de la Adoración. Y está toda ella sembrada de bendiciones y bienaventuranzas.
La confianza del vidente apocalíptico ilumina toda su vida. Sabe que la nueva Jerusalén está bajando; que Dios enjugará las lágrimas de los ojos; que Cristo viene a establecer su Reinado y que tiene –Él y sus Ángeles- un poder inmenso para atar y paralizar los poderes del mal.
No cabe en la espiritualidad apocalíptica la desconfianza en el futuro, ni en Dios. Por eso, el apocalíptico no confía demasiado en las fuerzas humanas. Sus convicciones le llevan a exclamar: “¡Venga a nosotros tu Reino! ¡Hágase tu voluntad! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Espíritu Santo! Sabe muy bien que el auxilio nos viene del Señor.
¿Porqué una Espiritualidad Apocalíptica en la Misión “hoy”?
Lo que está sucediendo en nuestro tiempo no es ajeno a los hechos simbolizados en libro del Apocalipsis.
Las siete cartas a las Iglesias reflejan muy bien la situación no solo de las iglesias antiguas, sino también de nuestras iglesias. Estamos en tiempos de un cierto ocaso eclesial, un inmovilismo que no nos hace avanzar en la historia como debiéramos. La Iglesia oficial tiene la fuerza de un poder político más, pero no la fuerza de una gran autoridad moral que ilumina al mundo. Nuestros obispos no saben transmitir la belleza de la fe. Casi siempre se dice que “se oponen”, “están en desacuerdo”. Pocas veces se dice que “proponen”, que “están de acuerdo con”. La fe –tal como oficialmente se expresa- no ofrece alternativas, nuevas ilusiones, no enciende nuevos proyectos de humanidad. Parecemos más bien profetas de desgracias, de condenación. Hablamos de la esperanza, pero no sabemos dar esperanza concreta a nuestro mundo.
Sin embargo, dentro de la iglesia y de la vida religiosa están surgiendo movimientos mesiánicos internos, cuya importancia no hay que menospreciar: a) Movimientos de radicalismo espiritual ‑tachados normalmente de integristas e involucionistas‑, que se manifiestan como intensificación de la vida de oración, de penitencia, de oposición práctica a la sociedad consumista, hedonista y libertaria; b) Movimientos de radicalismo liberacionista, que han llevado a no pocos religiosos a adoptar un estilo alternativo de vida, caracterizado por un compromiso hasta la muerte con los más pobres y su causa y luchas de liberación; c) Movimientos de protesta “creadora” y “dialogante” que descubren las semillas de la nueva Jerusalén en este mundo, que valoran el diálogo, el encuentro, la fuerza del amor y de la verdad, que entienden la espiritualidad como encuentro que sana y que potencia; y que se unen al movimiento de los pueblos hacia el Reino de Dios.
Esto que hacen algunos grupos, debería potenciar a toda la Iglesia. Ella es y debe ser el gran movimiento mesiánico y apocalíptico dentro de la historia. Una Iglesia sin fuerza mesiánica y apocalíptica no es la iglesia de Jesús el Cristo.
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La situación política actual es autéticamente apocalíptica: hay terror, inseguridad, guerra, estallidos de violencia, violencia de género, violencia doméstica, violencia religiosa… Esta situación se ha hecho mucho más patente a partir del 11 de septiembre del 2002 y todos los acontecimientos que, a partir de ahí, se han desatado.
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La espiritualidad apocalíptica alentará el fuego de una misión significativa para nuestro mundo. Será una espiritualidad que nos ayude a entender los sucesos históricos; a comprender lo que está pasando y lo que va a venir.
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La espiritualidad apocalítptica nos ayudará a proclamar la Palabra de Dios, ajustándola a los acontecimientos que día a día nos sorprenden. Así entendida y acogida, la Palabra de Dios hará que “ardan nuestros corazones en el camino”, como les ocurrió a los discípulos de Meaux.
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La espiritualidad apocalíptica nos hará comprender el valor de la oración de intercesión, de alabanza y de acción de gracias y el lugar especialísimo que ha de ocupar en la vida misionera.
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La espiritualidad apocalíptica traerá una nueva ilusión a la misión. Intuirá los caminos a través de los cuales la Nueva Jerusalén está ya tomando posesión de nuestra tierra.
Conclusión
Es muy fácil acostumbrarse al ritmo del trabajo pastoral, misionero. Cuando la acción misionera se vuelve rutinaria, pierde su encanto, su mística, su capacidad profética. Cuando esto sucede, la misión pierde su impaciencia temporal: da igual un año que diez años, una ciudad que una región. Muchas personas han perdido el celo misionero, la urgencia apostólica, porque en realidad han renunciado a la misión para comprometerse con un empleo, un trabajo. ¡Esa es la degración vocacional más frecuente!
El aburguesamiento de la vida religiosa no tiene tanto que ver con la comodidad, ni con la complacencia ante la sociedad del bienestar, sino con la pérdida de instinto apocalíptico y mesiánico.
Desgraciadamente, hay no pocos religiosos que dedican su tiempo a una misión que más parece profesional que profética. Una misión, desprovista de espiritualidad, no emociona ni conmueve; no tiene visión, ni transmite esperanza. No es misión “cristiana”.
Como conclusión quisiera recomendar a todas las comunidades religiosas y a cada uno de nosotros, que vuelvan a recuperar –si lo perdieron- o a encontrar –si nunca lo hallaron- el libro último de la Sagrada Escritura, el Apocalipsis. Quisiera pedir a la vida religiosa de comienzos del siglo XXI que:
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lean mucho más frecuentemente y en su integridad el libro del Apocalipsis;
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lean y proclamen el último libro santo en comunidad y no solo individualmente;
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lo interpreten comunitariamente, conscientes de que el Espíritu actuará;
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se configuren su historia a partir del día del Señor:
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no tengan reparo en descubrir los hechos contemporáneos que a la luz del Apocalipsis quedan iluminados;
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que conviertan en espiritualidad permanente la revelación encontrada.
También quisiera decir que cuando prenda el fuego apocalíptico en el corazón de la vida religiosa, ésta:
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encontrará su lugar en la “Misión del Espíritu”,
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se dejará llevar por la imaginación de la caridad,
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se situará en nuevas fronteras de los cuatro puntos cardinales de la tierra;
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adquirirá el estilo “angélico” de los grandes mensajeros de Dios, a quienes se les confía poner la historia en su sitio como historia de salvación y no historia diabólica;
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será testigo de la Esperanza real y dará testimonio “sin temer a la muerte”.
Y es que la espiritualidad apocalíptica es –en este tiempo- el alma de la misión.
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