Casi nadie se considera amenazado por una persona humilde. Por eso, los místicos humildes, pobres y descalzos, se convierten a veces en sanadores y pacificadores. Dios encarga tareas impresionantes a los humildes. La humildad es nuestro mayor escudo contra el mundo de las personas autosuficientes y ególatras y el cimiento de la unión mística con Dios.
La soberbia es adictiva. Todos podemos caer en ella. En este día del Corazón de Jesús, escuchamos con fuerza la invitación del Maestro: Aprended de mí que soy humilde de Corazón.
Esta reflexión está inspirada en algunos textos del Nuevo Testamento y también en Caroline Myss, autora del libro “Anatomía del espíritu” y de “Las Siete Moradas”.
I. La humildad, ¿en qué consiste?
- La persona “humilde” está emparentada con el “humus”, es decir, con la tierra húmeda, con la tierra capaz de acoger la fecundidad.
- La humildad es un don que se va refinando; un don que exige cultivo; es como un azúcar que hay que refinar. El miedo a vernos humillados nos puede paralizar e impedir ese proceso. Los humildes no tienen miedo a ser humillados.
- La humildad desactiva esa voz que nos vuelve competitivos con los demás y nos quiere colocar siempre en primer lugar. Por eso, nos hace reconocer y aceptar todas las cualidades positivas del cuerpo, la mente y el espíritu de otra persona.
- La humildad es un poderoso escudo para el alma (santa Teresa) que nos defiende de la egolatría, del ansia excesiva de poder. La persona humilde no se siente amenazada por las cualidades de otra persona y, por eso, la elogia y reconoce, pero tampoco se siente sedienta de elogios y reconocimientos.
- El orgullo es tóxico: la peor de las toxinas. Nos vuelve prisioneros de nuestro “ego”, marionetas.
- La humildad es un poder.
- No son muchos los que lo tienen
- Nos concede un equilibrio vital; no se molesta porque no seamos atendidos los primeros, o no formemos parte de una élite.
- El humilde no necesita ganar siempre, ni tener la última palabra.
- El humilde ayuda a quien le ha hecho daño, pide perdón, es magnánimo.
- Ante Dios el humilde no pone condiciones. Dice un “sí” incondicional sin fijarse en el “qué dirán”.
II. “Los sentimientos que tuvo Jesús”
«Tened los mismos sentimientos que tuvo Jesús, que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo» (Flp 2,5‑9).
Con estas palabras nos interpelan Pablo para que tengamos los mismos sentimientos de Jesús y nos identifiquemos con su humildad de Jesús.
1. «Humilde de corazón»
Lo que para nosotros es muy grande, tal vez para Dios sea muy pequeño y lo que para nosotros es pequeño y ridículo tal vez para Dios sea grandioso.
- La humildad es aquella fuerza o virtud que nos sitúa en la perspectiva de Dios para re‑dimensionar las cosas, la realidad.
- Qué es lo que Dios quiere de cada uno de nosotros, en su justa medida.
- Cuando Dios Padre nos llama a la identificación con Jesús, nos pide que lo hagamos con sus sentimientos más hondos, con aquellos que constituyen la entraña del corazón de Cristo Jesús.
Y ¿qué hay en su corazón?
- El lo dijo así: «Aprended de Mí, que soy humilde de corazón» (cf. Mt 11,29).
- La humildad ‑así se ha dicho siempre en la Iglesia‑ es el fundamento de la perfección cristiana. El que quiera ser cristiano tiene que comenzar por este fundamento.
2. La humildad dispone a la gracia de Dios
«Cuanto más grande seas, más debes humillarte y ante Dios hallarás gracia» (Eclesiástico, 3, 18.20).
La humildad dispone para la gracia de Dios, para acogerla. Y también la frase contraria: Dios niega su gracia a los soberbios. ¿Por qué?
- Entre otras razones, porque Dios nos concede su gracia bajo forma de humildad y sólo los humildes la reconocen.
- Cuando uno se sabe pobre y pequeño, cualquier cosa le parece grande. Pero cuando uno se hace grande, nada o casi nada le satisface.
«Alma saciada pisotea la miel; al alma hambrienta hasta lo amargo es dulce» (Prov. 27,7).
- Por esto las gracias de Dios, que muchas veces tienen la apariencia de mucha pobreza, de mucha pequeñez hacen sumamente felices a personas que saben acogerlas. En cambio, al soberbio, al autosuficiente, le resulta muy difícil descubrir los regalos de Dios. En la medida en que crece en nosotros la soberbia, nos iremos sintiendo más desgraciados. Pero en la medida en que crezca en nosotros la humildad, todo se nos irá convirtiendo en gracia, en regalo.
3. Nos lleva a dar toda la gloria a Dios
Humildad es también reconocer los propios dones y dar la gloria únicamente a Dios:
«Hijo, gloríate con moderación y estímate en lo que vales. Al que peca contra sí mismo, ¿quién le justificará? ¿quién apreciará al que se desprecia a sí mismo?» (Ecclo.10,28‑29).
- Humildad es reconocer nuestra propia verdad: lo que somos y de quién dependemos.
- Jesús reconoció lo que era, los dones que había recibido del Padre; pero a El le devolvía toda la gloria.
- No debemos ocultar la imagen de Dios que está grabada en nosotros. Imagen de Dios no es sólo nuestro espíritu. También nuestro cuerpo. Hemos de hacer de nosotros una auténtica revelación de Dios.
- Jesús dijo que fue condenado aquel siervo que ocultó bajo tierra su talento, lo que había recibido como un don (cf. Mt 25, 24‑30).
- Humildad no es tampoco creer que soy basura. Humildad es manifestar la luz que hemos recibido, poner la luz sobre el candelero y situar la ciudad sobre la montaña (cf. Mt 5,14‑16) y así… glorificar al Abbá. Y si, en alguna ocasión, existiera el peligro de una cierta autocomplacencia y autosatisfacción, ¡qué se le va a hacer! En todo caso, esto ocurriría porque buscamos la gloria de Dios; en el caso del recluimiento, sin embargo, nos buscamos a nosotros mismos.
Glorificar a Dios es favorecer su esplendor, su irradiación en la tierra. El esplendor de los dones que hemos recibido, cuando está bien orientado, hace emerger en nosotros la gloria, el encanto, la belleza fascinante de Dios. Por eso, hemos de manifestar y activar los dones que hemos recibido. El humilde no es el que se reconoce basura, sino el que se siente agraciado por el Amor providente de Dios Padre.
4. Nos impulsa a hacer fructificar los dones
Humildad es, así mismo, hacer fructificar los dones. Es comprometerse con los dones que hemos recibido de nuestro Abbá Creador hasta el final. Su mano depositó en nuestro ser un puñado de semillas, en las cuales se oculta el sueño de Dios sobre cada uno de nosotros. El espera de nosotros que sepamos comprometernos sabiamente en el despliegue de esas misteriosas virtualidades, sembradas en nosotros, hasta llegar a la plenitud soñada: a la edad perfecta en Cristo. Hasta alcanzar la última de nuestras posibilidades. Es humilde quien se reconoce sembrado por Dios, necesitado de su ayuda para germinar y desarrollarse, quien se sabe dependiente de Dios. Por eso, intentará no hacer más de lo que puede, pero tampoco menos.
Es, por otra parte, fascinante ser consciente de que el despliegue de nuestras posibilidades tiene una finalidad altruista. Es decir: enriquecer a los demás. Colaborar en la creación del nuevo cielo y la nueva tierra. A través de cada uno de nosotros Dios se regala a los demás.
5. Y a reconocer la verdad del propio pecado
Desgraciadamente no todo en nosotros es don, regalo. La presencia de la gracia está contrabalanceada por la presencia de los anti‑dones, del pecado. Somos pecadores. El pecado es también como un germen excrecente que va sembrando en nosotros la muerte y amenazando desde nosotros a los demás. No sólo los carismas tienen fuerza de irradiación y contagio. También el pecado. Humilde es, por eso, también quien reconoce sus propios pecados, sus enfermedades interiores, sus limitaciones. Reconocer el propio pecado no es fácil. Nadie nos engaña tanto como nosotros a nosotros mismos. Nuestro yo tiende siempre a autojustificarse y a no reconocer su propia maldad. Tendemos a poner etiquetas de justificación a nuestros defectos más importantes y a los que nos resulta casi imposible superar. Es una forma de camuflarlos y de ocultar tras ellas nuestra pobre realidad. Hay defectos que nadie tiene gran inconveniente en reconocer; pero hay otros que nos duelen mucho. Esos son aquellos que intentamos ocultar ante los demás por todos los medios e incluso ante nosotros mismos. Algunos se autoconvencen de que no los tienen. La capacidad de autojustificación y de falsedad interior es muy grande. Es una manifestación de lo diabólico que hay en nosotros. El demonio, decía Jesús, es mentiroso y padre de la mentira (cf. Jn 8,44). Por eso, nos duele tanto cuando alguien percibe ese defecto oculto y ocultado y “pone el dedo en la llaga”. La reacción suele ser de una exasperación exagerada.
Humildad es reconocer sin ambages la propia verdad. Es perder el miedo a nuestro mal. Sacarlo de su clandestinidad. Reirse humorísticamente de él. Llegar incluso ‑si fuere el caso‑ a presentarlo “en sociedad”, ante nuestros hermanos. Aparecemos entonces inermes, absolutamente vulnerables, a la intemperie, en estado de debilidad, en estado de humildad. Pero la debilidad de los hombres es fortaleza de Dios. Quien así actúa está siendo llevado por la verdad liberadora. Está siendo conquistado por la gracia. El pecado en la clandestinidad es enormemente peligroso; cuando sale afuera, en la luz, pierde su fiereza y se vuelve tímido, extremamente debilitado. El hielo en la clandestinidad es fiero, devastador. Ante la luz del sol… se deshace.
6. La actuación humilde
La Humildad ha de ser práctica. Ha de manifestarse en el modo de actuar:
«Al que encubre sus faltas, no le saldrá bien; el que las confiesa y abandona, obtendrá piedad» (Prov 28,13);
«No te avergüences de confesar tus pecados, no te opongas a la corriente del río» (Ecclo 4,26).
Llegar a este reconocimiento de los propios pecados no es obra fácil. A veces necesitamos de muchos toques de Dios.
Esto es así, cuando reconocemos nuestros errores y equivocaciones; cuando pedimos perdón para restablecer la verdad; cuando nos colocamos ante los hermanos en estado de reparación, como el que sirve y no como el que exige.
“Si el Señor ha sido tan misericordioso conmigo y me ha manifestado tanta paciencia ‑piensa el humilde‑, ¿cómo no voy a ser misericordioso y paciente con los demás?”.
Satán es soberbio y acusador de sus hermanos, «el que los acusa día y noche» (cf. Apoc 12,10).
Ante la llamada de Dios es distinta la actitud del soberbio y del humilde. El soberbio responde:
“Señor, aquí estoy porque me has llamado, me has dado una gran vocación; voy a comprometerme a serte fiel y responderte al cien por cien. Cuenta conmigo”.
Quien entiende así su respuesta vocacional, cuando llega a una comunidad, trae consigo grandes ilusiones, proyectos, se cree portador de una gran misión de Dios. Esta persona se convierte en criterio de todo. En cierta manera parece que “va perdonando vidas” a los demás. Es el criterio de lo que debe ser la comunidad, la oración, la misión. Y se muestra autosuficientemente crítico a todo lo que se distancia de su propio criterio. Su visión de la Congregación se va haciendo progresivamente más negativamente crítica. Y lo mismo cabe decir de su opinión y actitud ante la Iglesia, a la que con frecuencia llama despectivamente “jerárquica”. ¿No descubrimos una actitud semejante a la del fariseo de la parábola?
¡Qué actitud tan diferente, sin embargo, es la actitud vocacional del humilde! Su respuesta a la llamada es:
“Señor, aquí estoy porque me has llamado. Yo no soy digno de que me dirijas tu palabra, ni de que me introduzcas en tu comunidad, en tu santa casa. Has mirado la humillación de tu siervo”.
Quien así entiende su respuesta vocacional, entra en la comunidad de Jesús, convencido de que su presencia en ella es debida a la “pura gracia y misericordia” de Dios; el humilde descubre en la misericordia de los hermanos la misericordia de Dios. El humilde se extraña de ser tan bien acogido, pues en el fondo se siente indigno de tanto amor y misericordia. Ve en los hermanos un verdadero regalo de Dios.
III. En la refinería de la Humildad: los nueve aposentos (Caroline Myss, Anatomía del Espíritu)
La humildad es una piedra preciosa que se nos ha regalado y hemos de ir tallando poco a poco; es como un licor en estado impuro que hemos de ir destilando, paso a paso, es como azúcar que ha de ser sometida a un proceso de refinamiento. ¡Entremos en la refinería de la humildad! Encontraremos en ella sucesivos aposentos donde el proceso de refinamiento resulta cada vez más eficaz. Visitemos esos aposentos, aunque nunca la visita resultará definitiva. Volviendo una y otra vez a cada uno de ellos, la humildad será cada vez más pura, más auténtica, más digna de su nombre:
1. Controlar el miedo a la humillación
Aquí se nos pide controlar el miedo a ser humillados. Este miedo influye en muchas de las decisiones que tomamos a lo largo de la vida. Por miedo elegimos un camino y no otro, tal vez una vocación y no otra, unas amistades y no otras, unos servicios y no otros. El miedo a la humillación nos controla, nos paraliza, nos arruga. Conviene examinarse con franqueza y ver qué entidad tiene en nosotros.
2. Las formas de humillación
En este segundo aposento nos topamos con nuestros dolorosos recuerdos. ¡Quién no se ha sentido humillado alguna vez, o muchas veces! Esas experiencias quedan ahí, escondidas, pero tienen una influencia secreta en todo lo que nos va ocurriendo. Son determinantes. Está bien hacer el inventario y afrontar la realidad como es.
3. Cuando quien ha humillado he sido yo
En este aposento se encuentran mis anti-trofeos: yo he sido el humillador o la humilladora. Me costará reconocerlo. Pero esa es la verdad. Hay personas que están heridas por ello. Aunque quiera inmunizarme, exculparme, la verdad tozuda es esa: que debido a mi forma de actuar, hay personas que se han sentido humilladas. ¿Por qué no recordarlo sin tapujos? ¿Por qué no enfrentarme con mi propia violencia y despecho? Y hasta me puedo ocurrir que mantenga mi actitud humilladora hoy mismo… Solo mi verdad -por mucho que me cueste- me servirá de ayuda imprescindible para liberarme de ese poder maléfico.
4. La pasarela de modelos de humildad
Entrar en este aposento es como asistir a una preciosa pasarela de personajes que han encarnado el poder de la humildad. Podría tal vez esperarme un desfile de gente humillada, disminuida, mutilada, mortecina y taciturna. Sin embargo, quienes aparecen son personas poderosas, a quienes nadie ni nada es capaz de desequilibrar. Es muy difícil humillar a quien es humilde. Es muy difícil atar a quien se siente muy pequeño. De esta contemplación deduzco en qué consiste el poder, el escudo de la humildad.
5. Ese secreto humillante
Es como la habitación de los horrores, de los secretos que nunca se quieren exponer. Todos tenemos conciencia de que hay algo que si se revelara nos humillaría, nos haría sentirnos avergonzados ante los demás. Puede ser acciones del pasado o del presente, ideas que nos vienen a la cabeza, juicios que emitimos, deseos que nos movilizan… ¿Estaría yo dispuesto a tal humillación? Parece que todo esto contradice mi derecho a la fama, al buen nombre, al reconocimiento. Lo peor es la humillación espiritual o el temor a ser humillado por el mismo Dios. En este cuarto de los horrores hay purificación y mucho dolor.
6. Oportunidades perdidas y traiciones a uno mismo
Es el aposento en el que yo resulto ser mi peor enemigo, la causa de mi sufrimiento. Me causo dolor cuando no actúo según mi conciencia, mis convicciones, cuando no me siento libre. Y es que miro a otra parte, temo el qué dirán, cuido la imagen prefijada. Uno puede ser infiel a sí mismo cuando no defiende a alguien a quien debería haber defendido, cuando uno no dice la verdad, cuando uno se ha reservado de exponer una idea creativa para quedar así más libre. Cuando llegan las consecuencias de nuestras acciones solemos decía: “Sabía yo que eso me iba a suceder…”. Tenemos un arma de exculpación: echarle la culpa a los demás: a mis padres, a mi formación, a mis superiores, a mis ex-amigos etc. ¿Qué hacer para no traicionarme de nuevo?
7. Porqué me resulta difícil ser humilde
No bastan las enseñanzas, ni los buenos ejemplos, ni siquiera las buenas ideas. Para ser humilde hay que ser muy libre: no dejarse controlar por los demás. En este aposento comienzo a percibir la estrategia de la liberación. Comienzo en ella a decirme muchas razones por las cuales me resulta difícil ser humilde. ¿Qué cualidades he de perfeccionar para ser verdaderamente humilde y poderoso?
8. Me siento inspirado
Llego a un aposento panorámico, donde recapitulo la experiencia vivida en los anteriores: ¿qué inspiraciones me están llegando? ¿Cómo se encuentra mi cuerpo, mi espíritu (ansiedad, depresión, síntomas orgánicos, sueños)? La inspiración es la presencia de nuestro Dios, del Espíritu que nos invita, nos llama a algo distinto. Debemos orar a nuestro Dios para que venga en nuestro auxilio. Él viene, pero es preciso saber cuándo, por dónde, cómo.
9. Fortaleza para hacer frente a las contradicciones
El último aposento es de reanimación y fortalecimiento. Para desarrollar nuestra fortaleza espiritual necesitamos ser congruentes. Lo mío no es controlar a los demás, sino prestarles apoyo; no luchar por el poder, sino por el poder-servicio; superar las adicciones, mis contradicciones interiores. Esta fortaleza se consigue siendo compasivos con nosotros mismos, igual que nuestro Dios es compasivo. Siendo pacientes con nosotros mismos, igual que nuestro Dios es paciente. Esperando que el auxilio me venga del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
IV. Una parábola para concluir
Caminaba con mi padre, cuando él se detuvo en una curva y después de un pequeño silencio me preguntó:“Además del cantar de los pájaros, ¿escuchas alguna cosa más?”
Agudicé mis oídos y algunos segundos después le respondí: “Estoy escuchando el ruido de una carreta…”
- “Eso es” -dijo mi padre- “es una carreta vacía”.
Pregunté a mi padre:
- “¿Cómo sabes que es una carreta vacía si aún no la vemos?”
Entonces mi padre respondió:
- “Es muy fácil saber cuándo una carreta está vacía, por causa del ruido. Cuánto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace”.
Me convertí en adulto y hasta hoy, cuando noto a una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación de todos, siendo inoportuna, presumiendo de lo que tiene, sintiéndose prepotente y mirando por encima del hombro a la gente, tengo la impresión de oír la voz de mi padre diciendo:
“Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace”.
La humildad consiste en callar nuestras virtudes y permitirle a los demás descubrirlas.
Y recuerden que existen personas tan pobres que lo único que tienen es dinero.
Nadie está más vacío, que aquel que está lleno del ‘Yo mismo’. Seamos lluvia serena y mansa que llega profundamente a las raíces, en silencio, nutriendo.
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