EL ÚLTIMO PUESTO

Paul Gaugin

El poder tiene trampas. Como todo lo bueno, puede ser deseado y usado “con exceso”. El mundo diabólico sabe que el poder es un excelente campo de acción y de conquista; en él despliega toda su imaginación para tentar y hacer caer.

El “poder” está llamado a convertirse en “servicio”

Jesús se lo advirtió a sus discípulos. El poder está llamado a convertirse en servicio. Pero, cuando el Maligno lo infecta, se vuelve destructivo, discriminador, competitivo, envidioso, autosuficiente, ávido, lujurioso.

En el poder desean anidar y habitar los siete pecados capitales.

Hoy Jesús nos da una lección extraordinaria sobre el poder. Lo hace por medio de una sentencia y por medio de un icono viviente.

La sentencia es la siguiente: 

“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. 

El icono viviente:

“un niño en medio de todos, a quien Jesús abraza y lo considera su representante”.

El buen-poder es para servir a los hermanos y hermanas: no es para recibir honores, medallas, ocupar los primeros puestos… sino todo lo contrario, para servir “ocupando el último puesto”.

El icono viviente es un niño, en medio de la comunidad, abrazado por Jesús. Ese niño es el espacio elegido por Jesús para expresarse, ser acogido. Sí, el niño se convierte en vicario de Jesús y, en consecuencia, en vicario del Abbá. ¡Es impresionante esta imagen, cuando Jesús habla precisamente del poder!

¿La iglesia del último puesto? o ¿de los primeros?

Mille Maria Steffen-Nielsen

Se comprende entonces que un cristianismo -basado en esta concepción del poder-, no obtuviera éxitos políticos y que acabara en las catacumbas, o en las cárceles, o en los patíbulos. Aquella Iglesia del último puesto, fue la comunidad de los mártires, la comunidad de los iguales, hermanas y hermanos. Los carismas se diluían en el servicio y no se convertían en medallas, vestiduras especiales, tratos honoríficos, puestos de honor. Cuando el cristianismo fue oficializado en el imperio romano, no resistió la tentación y poco a poco se fue acercando a los primeros puestos de la sociedad. Se produjo una gran reorganización eclesial.

Los “poderes carismáticos”, para el servicio de todos, fueron adquiriendo un perfil muy institucional, quedaron diseñados como elementos diferenciales y protegidos con insignias exteriores que los visibilizaran. El representante de Jesús no era ya lo que significa un niño en medio de una comunidad, sino un adulto revestido de poderes cada vez más altos y muy parecido al emperador.

Debemos ser comprensivos con aquellos hermanos nuestros que reinterpretaron de esa manera la fe: después de tantos años de persecución la Iglesia se merecía un respiro; la comunidad hacía bien en inculturarse y proyectarse en aquel mundo desde las posibilidades que el imperio le ofrecía. Pero aquellos hermanos nuestros, como nosotros también hoy, no estaban exentos de la tentación. Y el poder carismático no siempre resistió. Cuando cedió, adquirió rasgos mundanos. Y para que no parecieran mundanos, quedaron después sacralizados. La verdad es, que Jesús iba ya quedando a distancia…

¿Un sistema de distinciones o “Fratelli tutti”?

Preguntémonos -a la luz de las lecturas hoy proclamadas, evangelio de Marcos y libro de la Sabiduría-  qué pensará Jesús de todo el sistema de distinciones (en el vestido, en el tratamiento, en la ubicación litúrgica, en la vivienda) que configura hoy a su comunidad.

Distinciones entre unos obispos y otros, unos presbíteros y otros, entre los ministros ordenados y los laicos, entre la vida consagrada y la vida laical, entre los varones y las mujeres, entre los sanos y los enfermos, las personas con medios económicos y las marginales o pobres…  Y todas esas diferencias, están remarcadas por señales de “distinción”, por preferencias entre primeros, segundos y últimos puestos…

Se expresa así, visiblemente, qué difícil nos resulta ser la comunidad que Jesús soñó: una gran fraternidad y sororidad. Nuestros carismas -poderes de servicio- tienden a volverse rígidos, a petrificarse, a convertirse en cargos de honor, en premios, en escalones hacia arriba. Fácilmente caemos en la trampa: hacer del servicio un honor, de la carga, un estado superior. 

Tomarse en serio este Evangelio

Dan Webb

Va a ser muy difícil tomarse en serio este evangelio, hoy proclamado, dadas las actuales estructuras. No es extraño que los discípulos reaccionasen con miedo ante un Jesús de tales ideas y proyectos. Jesús conoce muy bien su destino. Sabe que lo van a matar. Descubre que su camino no es ascendente, sino descendente. No va a recibir, al final de sus días, ninguna cruz de oro, ninguna medalla honorífica, ningún doctorado “honoris causa”. Lo que va a recibir va a ser la muerte ignominiosa. Por eso, el símbolo de la representación de Jesús es un niño sin pretensiones.

La única condecoración que Jesús esperaba era la Resurrección, la elevación y glorificación que en Él actuarían el Abbá y el Espíritu Santo.

Luis Alfredo

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