La sociedad humana está en constante efervescencia. Con el paso del tiempo, lo que antes funcionaba bien, ahora ya no funciona; lo que estaba adecuadamente organizado, con el decurso de los años resulta contraproducente; lo que resultaba enormemente eficaz, va perdiendo progresivamente eficacia hasta resultar totalmente ineficaz.
Los grupos humanos más atentos a lo que ocurre, intentan adecuarse a las circunstancias cambiantes. De ahí las propuestas de cambios legislativos en las naciones, las fusiones empresariales, la revisión de programas y proyectos, las llamadas “reconversiones”. La Iglesia no está al margen de esta necesidad. Uno de los grupos más atentos a ello, dentro de la Iglesia, es la vida consagrada en sus diversas formas. Por eso, es tan frecuente ver cómo los diversos Institutos han tomado como tema estelar de sus Capítulos Generales “la reorganización”, “la reestructuración”, “la revisión de posiciones apostólicas”. Este hecho merece una reflexión.
Las razones por las cuales sentimos en la vida consagrada y en la Iglesia la necesidad de una serie re-organización o re-estructuración son diversas. No se reducen a una sola. Pero no hay que silenciar ninguna de ellas, para ser políticamente correctos. Quiero fijarme en razones que podría llamar biológicas (de ahí me preferencia por la terminología de la re-organización, organismos etc.), pero también en razones funcionales respecto a la sociedad en la que realizamos nuestra misión y también en razones vocacionales.
Cuando los órganos se endurecen o enferman
Si es necesaria la re-organización es porque detectamos que hay organismos y órganos que van perdiendo vitalidad, capacidad de acción y reacción. Como los abandonemos a su suerte, pronto estarán en silla de ruedas. Vemos cómo los órganos que lo componen van volviéndose progresivamente más pesados, menos eficaces; incluso descubrimos que las dolencias o enfermedades de los órganos no se curan, empeoran y hasta amenazan de metástasis.
Un organismo al cual ya no le responden adecuadamente los órganos de los que dispone para vivir, actuar, realizar su misión, tiene más que suficientes motivos para estar preocupado y buscar urgentes soluciones. ¿Qué hacer con los órganos inflamados -que pierden poco a poco agilidad y movilidad-? ¿qué hacer con aquellos órganos envejecidos, que adolecen de eclerosis o pierden agilidad y capacidad de respuesta? ¿o qué hacer con aquellos órganos sanos, todavía llenos de energía, pero que han de cargar con el sobrepeso de un organismo cada vez más pesado, más enfermo, más paralizado e ineficaz?
Es ley de vida: los organismos envejecen, si no encuentran un contrapeso de regeneración y vitalidad capaz de asumir una determinada cuota de desvitalización e ineficacia.
Cuando el organismo no responde a su función social
No hemos de olvidar que la mayoría de nuestros organismos congregacionales nacieron para responder a las exigencias de una iglesia de cristiandad. Eran aquellos tiempos en los cuales el organismo caía muy bien dentro de la sociedad, cuando sus funciones eran aceptadas, aplaudidas, necesitadas. Pero estamos llegando -al menos en no pocas sociedades- a una situación en la cual, los “organismos religiosos” han de re-ubicarse y encontrar su razón de ser. Podemos muy bien decir, que están en “crisis de función”. Esto ya lo anticipó proféticamente hace más de treinta años el teólogo aleman Johan Baptist Metz. ¡Esa es la cruda realidad! No pocos se preguntan qué razón de ser tienen nuestras instituciones religiosas en la ecología de las sociedades avanzadas.
Han aceptado sin especial dificultad que ejerzamos nuestras funciones de subsidiaridad y suplencia. Pero llega un momento en que ¡no nos necesitan! y como es así, pues ¡estorbamos!. El organismo comienza entonces a desalentarse. Se busca “trabajos compensatorios” que lo mantengan en forma, pero es como el encarcelado que para evitar que los órganos corporales se le amuermen, hace ejercicio regular dentro de lo que la celda le permite. Pero son ejercicios con un único objetivo: el individual, no el colectivo. En esos casos a los que me refieron no hay causa por la que luchar, ideal que de sentido a la vida. Parece que uno ha de estar justificando constantemente el porqué de lo que hace o intenta hacer, ante la incredulidad y desprecio de los demás.
¿Un principio regenerador?
Cuando no existe un principio regenerador, la re-organización puede resultar caótica, contraproducente. Sentimos -me refiero a la vida consagrada- la necesidad urgente de re-organizarnos. Los motivos son diferentes. Unos tienen que ver con el mismo organismo del que formamos parte. Otros con la desconexión entre el organismo y su medio ambiente o su ámbito de actuación. Pero la cuestión fundamental que se nos plantea es: ¿qué hacer? ¿por dónde comenzar? O dicho de otra manera: ¿cuál será el principio regenerador de la re-organización para que no resulte caótica o inconsistente, dispersiva? ¿Dónde encontrar el núcleo vital en torno al cual todo se re-estrucure y reorganice?
El principio regenerador es aquel que nos hizo nacer: es decir, la MISIÓN carismática. En la vida consagrada existimos para compartir la misión de Jesús y del Espíritu, tal como nuestros Fundadores comenzaron a compartirla: queremos darle cuerpo, expresión y dinamismo, ahora en nuestro tiempo, en los diversos lugares de nuestro planeta. No nos podemos permitir parálisis en el cuerpo u organismo congregacional. Hay que tener en forma el cuerpo: curar los miembros enfermos, operar las zonas que padecen necrosis, favorecer la autorregeneración del cuerpo, para que en él Jesús y el Espíritu puedan realizar la misión confiada por el Padre.
¡Ese es el principio regenerador de la reorganización! La Misión que viene de Dios y nos pide obediencia y creatividad en este momento histórico en el que vivimos: “¿Qué quieres, Señor, que haga?”. La Misión no es solo Acción apostólica, también es Pasión apostólica. No solo quien trabaja, también quien sufre, es protagonista de la Misión. Jesús fue misionero del Padre cuando actuó y también cuando inmovilizado en la Cruz sólo pudo suplicar e interceder. La Misión no solo implica a las personas activas, porque es, también testimonio, y testigos podemos y debemos ser todos.
La misión nos hace existir no para perpetuarnos, ni para construir monumentos o museos, sino para dar vida abundante y hacer presente el Amor de nuestro Dios entre la gente.
La misión que viene de Dios se realiza según la visión que nos va siendo concedida. La Visión nos permita intuir, vislumbrar, cuáles son los caminos del Espíritu en nuestro tiempo. Es un don que hemos de pedir. Una misión sin visión es como un viaje a ninguna parte, un caminar de ciegos hacia n o se sabe dónde.
La pereza: ¡antes morir!
No deja de ser sorprendente el hecho de la resistencia que muestra la Iglesia ante la re-organización. Se habla mucho de la re-organización de la Curia romana, pero ésta no llega. Se habla de la reorganización de las diócesis, de las parroquias, del organigrama total de la Iglesia, pero nos encontramos con bloqueos determinantes, que lo hacen imposible. Pesa mucho la tradición, los derechos adquiridos, el “siempre fue así”. Y el enemigo más temible es nada más y nada menos que un pecado capital que se llama PEREZA.
La “pereza” es un enemigo con el cual fácilmente convivimos y condescendemos. Da la impresión de que la pereza no es destructiva. Sería como un lugar de descanso dentro del ajetreo de la vida. Sin embargo, es -según nuestra tradición espiritual- un terrible pecado capital; es una cabeza diabólica que determina nuestra vida, dictándonos lo que hay que hacer y lo que hay que evitar. La pereza no se confunde con “no hacer”, sino con “hacer mucho para no cambiar”. Es la resistencia al cambio, a la transformación, a dejarse llevar por la vida, por el Espíritu. El perezoso es capaz de armar una guerra para no cambiar. Es la resistencia al cambio necesario, es preferir morir a renovarse, es la resistencia que muere matando.
Nada extraño, entonces, que ante las serias necesidades de cambio y transformación que percibimos hoy a todos los niveles, el pecado capital de la Pereza , asuma un protagonismo impresionante. ¡Eso sí! La pereza, como todo lo que tiene que ver con el Diablo, aparecerá como “ángel de luz”. Nunca expondrá manifiestamente su rostro bestial. La pereza se reviste de “amor a la tradición”, de “no vamos a meternos ahora en un jaleo que no sabemos a dónde nos llevará”, de “fidelidad a nuestros fundadores”, de “obediencia”, de “ir contracorriente” etc. Algunos incluso se atreven a recurrir a la experiencia reciente -reinterpretándola desde sus criterios-: ¿a dónde nos ha llevado la renovación del concilio Vaticano II?
Ha habido foros importantes dentro de la vida consagrada y de la Iglesia que han discernido en el Espíritu la necesidad de profundos cambios. Pero estas decisiones se encuentran con la resistencia reticular de personas que prefieren que todo quede como estaba antes y se movilizan para la resistencia y hacer que nuevas iniciativas fracasen.
Favorecer una “nueva conciencia”
Para que la reorganización sea posible se hace necesario abrirnos a una “nueva conciencia”, a una nueva visión.
Se han hecho muy frecuentes los procesos de fusión. ¿Qué congregación no ha intentado fusionar grupos, provincias, comunidades, instituciones? El motivo real -pero que no es políticamente correcto confesar- es la disminución de fuerzas, la necrosis que afecta a algunos grupos. Sería la reorganización “por injerto”: a provincias totalmente desvitalizadas se las incluye en un organigrama mayor que les permita un horizonte de mayor vitalidad. Ante lo cual me acecha el temor de si los odres viejos no tirarán del vino nuevo, en lugar de todo lo contrario.
La clave de la reorganización está, a mi modo de ver, en la “nueva conciencia” de cuerpo que nos ha sido concedida al proclamar Pablo que “somos el cuerpo de Cristo” y “miembros los unos de los otros”. Esta conciencia de cuerpo, no se identifica con la conciencia “corporativa” que en otros tiempos era tan fuerte entre nosotros. Lo “corporativo” tenía mucho que ver con el origen “provinciano”, o “nacional” de nuestros grupos, o con el objetivo de nuestras fundaciones. Hoy, que admitimos tanto pluralismo cultural, generacional, espiritual, la conciencia de cuerpo es mucho más lábil, débil y a veces se nos torna imposible.
La nueva conciencia de cuerpo nos lleva a redescubrir nuestra identidad y pertenencia en otras claves: somos organismos que formamos parte de organismos superiores en los cuales somos y actuamos. Somos cuerpo dentro de una red que forma un cuerpo superior. Somos cuerpos dependientes capaces de ofrecer vitalidad al cuerpo total o desvitalizarlo y enfermarlo.
La reorganización nos sitúa allí donde somos y debemos ser organismos vitales y revitalizadores.
Hay que tener fe en la capacidad autopoética del cuerpo. Aunque el cuerpo no sea inmortal, pero visto en su globalidad, no está sometido a los vaivenes de vida-muerte de los organismos menores.
Los siete principios de la re-organización
1. Elaborar un nuevo proyecto de misión en obediencia al Espíritu. Es el punto de partida de la reorganización: ¿qué nos pide el Espíritu Santo en este tiempo y en este espacio del planeta en el que nos encontramos? ¿Qué le pide a todo el Instituto, dada la situación actual de la humanidad? A partir de ahí, intentar “discernir” los perfiles de la misión y elaborar con generosidad y humildad un proyecto misionero.
2. Presentar atractivamente la nueva visión: No se trata de vencer, sino de con-vencer. Hay que intentar diseñar el futuro inmediato y posible; plasmarlo como en una maqueta; y exponerlo convincentemente, como resultado de un discernimiento espiritual y de una gracia a la que hay que responder. Recordamos aquellas palabras del Éxodo sobre el doble camino: “Tientes ante tí, la vida y la muerte”.
3. Dejarse penetrar por la urgencia: lo que hay que hacer, ¡hacerlo pronto! No disponemos de todo el tiempo del mundo para realizar aquello que se nos presente como urgente. Hay momentos en la vida, en los cuales las decisiones no pueden posponerse. Hay que aprovechar las oportunidades que la Gracia nos ofrece. No vaya a ser que cuando otra vez lo intentemos sea demasiado tarde. Por eso, hay que ponerse enseguida a la obra, aunque haya que paralizar otros proyectos que ya no responden al proyecto global. Y luchar contra el demonio de la Pereza, detectando donde reside y utilizando las armas del Espíritu para vencerlo.
4. Proteger y defender la biodiversidad congregacional. La reorganización podría utilizar un principio generalista que acabara con la biodiversidad congregacional. También los bonsais tienen derecho a la existencia. Puede haber organismos grandes y organismos pequeños. Es necesario descubrir su aportación al gran proyecto misionero del Instituto y a las necesidades particulares de los grupos humanos. Es la vida la que hay que reorganizar, no poner la vida al servicio de la re-organización.
5. Re-injertar para tener más vida. Lo que un organismo solo ya no puede hacer, lo puede hacer con otros. La unión hace la fuerza. Encontrarse en un nuevo contexto, saca del letargo, descubre nuevas posibilidades, es como un aldabonazo para rehacerse. Recordamos las palabras de Jesús a Nicodemo: “Tienes que nacer de nuevo”.
6. Re-organizarse desde la opción por los últimos, los excluidos, los más pobres, las víctimas. Es así como la vida religiosa recupera su forma original, la inspiración que dio luz a cada una de sus formas. No nos re-organizamos para ser más poderosos, para subir en el ranking de las instituciones prestigiosas, para recuperar la excelencia perdida. Nos re-organizamos para dar vida, para desvivirnos, por quienes no tienen opciones de vida, por aquellas hijas e hijos de Dios a quienes no se les reconocen sus derechos fundamentales y no sienten el amparo y el estímulo de la sociedad, de las religiones.
7. La reorganización trans-reorganiza: Cuando entramos en este proceso, no solo nosotros, también nuestra Iglesia y nuestro mundo cambia. Es la ecología de la re-organización. Tenemos la capacidad de transformar, transformándonos. El Espíritu puede cambiar el mundo, cambiándonos a nosotros mismos.
Esta es la nueva obediencia que hoy se nos pide. Espero que es un gran camino que hoy nuestro Padre-Madre Dios nos abre a sus hijas e hijos. Es el “kairó” de la reorganización. Quiera el Santo Espíritu que la Pereza diábolica quede privada de su protagonismo.
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