Dios Padre está en el cielo. Jesús subió al cielo. Y llega el día en que el Padre y el Hijo nos envían al Espíritu Santo. El Espíritu se convierte en el “gran Enviado”, el Misionero del Abbá y de Jesús. Desde el día de Pentecostés hasta el final de los tiempos, el Espíritu está con nosotros, actúa en la tierra y en sus pueblos y en todo el planeta, en el cosmos. Ha recibido la misión de llevarlo todo a plenitud.
Dividiré esta homilía en tres partes:
- Diagnósticos crueles
- Mientras haya Espíritu hay aliento
- El Pentecostés permanente
Diagnósticos crueles
Hay diagnósticos crueles -sobre el presente y el futuro de nuestro mundo-, que nos hunden en la desesperación. En ellos se toma la parte por el todo. Bastan unas averías, para que al organismo en que muchas cosas funcionan, se le anuncie el más tétrico de los futuros.
Así son muchos de los diagnósticos que hacemos sobre la sociedad, sobre la política, sobre la Iglesia, sobre nuestros grupos: ¡diagnósticos crueles en los que la parte suplanta al todo!
Nuestro mundo no es tan malo como parece: ¡está herido de muerte por el Espíritu que nos ha sido dado! -como proclama hoy la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles- .El pesimismo como norma es una enfermedad que lleva a la creencia de que cada nueva generación es peor que la anterior. Nos vuelve insensibles ante las nuevas formas del bien. Nos hace creer que el mal que nos torna violentos, corruptos, airados, envidiosos, dependientes… ¡es invencible! Y, sin embargo,
Mientras haya Espíritu hay aliento
Mientras haya aliento hay vida. El Espíritu Santo es el aliento, la respiración del mundo. El Espíritu es “el Dios de guardia”; está en misión activa desde el día en que Jesús lo exhaló desde la Cruz, desde el día de Pentecostés en que se derramó como lenguas de fuego.
El Dios Padre que está en el cielo, el Dios Hijo que está también en el cielo, ¡no nos han dejado huérfanos! Nos han enviado conjuntamente su Espíritu, su Aliento, para que sea el Aliento del mundo.
El Espíritu llena la faz de la tierra, penetra hasta lo más íntimo del corazón de los seres humanos. El Santo Espíritu nos hace respirar, vivir, soñar, amar, crear. El Espíritu en el aprieto nos da anchura, en la enfermedad nos invita a creer en la sanación, en el caos nos vuelve creadores.
¡Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida! Esta confesión de fe no es una mera fórmula teológica. Es la fe en una experiencia permanente, histórica. Sin los ojos de la fe, la trama de la historia resulta inquietante y deprimente. Bajo la mirada del Espíritu el diagnóstico es decididamente positivo.
El Pentecostés permanente
A veces anhelamos la llegada de un nuevo Pentecostés, cuando llevamos tantos siglos de Pentecostés permanente. Y es que le damos demasiada importancia al mal. Jesús se lo quitó, aunque no pareciera políticamente correcto, cuando dijo: “pobres tendréis siempre con vosotros” (Mt 26,11). Jesús nunca nos prometió una sociedad sin pobres, un mundo sin males, un cuerpo sin enfermedades; pero sí nos prometió el Espíritu Paráclito, que estaría siempre con nosotros y haría posibles los sueños de Dios sobre la humanidad. Sí, le damos demasiada importancia al mal, y muy poco a la presencia victoriosa del bien.
Las personas negativas renuncian a la bolsa de oxígeno para ahogarse desde sus pulmones sin aliento. Son incapaces de descubrir el Espíritu que alienta en toda la creación y en toda la humanidad.
Las personas que han recibido la llamarada del Espíritu, el viento recio del Espíritu, experimentan en ellas y en los demás un florecimiento inusitado de carismas, de dones, que hacen posible lo imposible. Confían en los ritmos de Dios. Celebran el hecho de que desde hace ya muchos siglos hay en la humanidad una fuente de Agua Viva que todo lo fecunda y que hace cada vez más próximo el Paraíso.
El Santo Espíritu es la Respiración del mundo. Vivimos gracias al Espíritu. Y, cuando una persona, llena del Espíritu muere, no pierde el Espíritu, lo exhala sobre los demás.
Quieran el Abbá y Jesús concedernos en este día la gracia de “respirar como conviene” y que después de llenarse los pulmones de Espíritu, la Iglesia entera se torne más sonriente y emprenda el camino de sus más profundos sueños.
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