Se trata de un texto de san Cipriano que siempre me ha impresionado y que hoy quiero traer a mi página. Es aplicable no solo a la hora de la muerte, sino a todas aquellas ocasiones en las cuales experimentamos que algo se muere en nosotros, en nuestras instituciones. Una de las virtudes que más resaltan en un cristiano es su capacidad de abordar las situaciones más serias de nuestra existencia: cuando hay que morir. San Cipriano nació en Cartago en torno al 210. A los 35 años fue bautizado y cuatro años después fue nombrado obispo de Cartago. Un año después -a causa de la persecución de Decio, que obligaba a expresar el patriotismo romano adorando a los dioses de Roma- se opuso a ello y se vio obligado a vivir en clandestinidad y desde ella dirigir la comunidad cristiana. Pasada la persecución mostró misericordia con quienes no habían sido capaces de oponerse a la orden imperial. Defendió el primado de la sede de Pedro en Roma. Tras 8 años de ministerio pastoral fue exiliado. Un año más tarde fue arrestado. Con 48 años, en el mes de septiembre, murió decapitado. A esta gran figura de la Iglesia africana se debe el texto que ahora propongo.
¡Qué contrasentido!
Nunca debemos olvidar que nosotros no hemos de cumplir nuestra propia voluntad, sino la de Dios, tal como el Señor nos mandó pedir en nuestra oración cotidiana.
¡Qué contrasentido y qué desviación es no someterse inmediatamente al imperio de la voluntad del Señor, cuando él nos llama para salir de este mundo!
- Nos resistimos y luchamos,
- somos conducidos a la presencia del Señor como unos siervos rebeldes, con tristeza y aflicción,
- y partimos de este mundo forzados por una ley necesaria, no por la sumisión de nuestra voluntad;
¿Y pretendemos que nos honre con el premio celestial aquel a cuya presencia llegamos por la fuerza?
¿Para qué rogamos y pedimos que venga el reino de los cielos, si tanto nos deleita la cautividad terrena?
¿Por qué pedimos con tanta insistencia la pronta venida del día del reino, si nuestro deseo de servir en este mundo al diablo supera al deseo de reinar con Cristo?
Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama?
Juan, en su carta, nos exhorta con palabras bien elocuentes a que no amemos el mundo ni sigamos las apetencias de la carne:
No améis al mundo -dice- ni lo que hay en el mundo. Quien ama al mundo no posee el amor del Padre, porque todo cuanto hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida. El mundo pasa y sus concupiscencias con él. Pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre.
Dispuestos a cumplir la voluntad de Dios
Procuremos más bien, hermanos muy queridos, con una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta, estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que ésta sea;
- rechacemos el temor a la muerte con el pensamiento de la inmortalidad que la sigue.
- Demostremos que somos lo que creemos.
- Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados, que hemos renunciado al mundo y que mientras vivimos en él somos como extranjeros y peregrinos.
- Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio, en que se nos restituirá al paraíso y al reino, después de habernos arrancado de las ataduras que en este mundo nos retienen. El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella.
Para nosotros, nuestra patria es el paraíso; allí nos espera un gran número de seres queridos, allí nos aguarda el numeroso grupo de nuestros padres, hermanos e hijos, seguros ya de su suerte, pero solícitos aún de la nuestra. Tanto para ellos como para nosotros significará una gran alegría el poder llegar a su presencia y abrazarlos; la felicidad plena y sin término la hallaremos en el reino celestial, donde no existirá ya el temor a la muerte, sino la vida sin fin.
Allí está el coro celestial de los apóstoles, la multitud exultante de los profetas, la innumerable muchedumbre de los mártires, coronados por el glorioso certamen de su pasión; allí las vírgenes triunfantes, que con el vigor de su continencia dominaron la concupiscencia de su carne y de su cuerpo; allí los que han obtenido el premio de su misericordia, los que practicaron el bien, socorriendo a los necesitados con sus bienes, los que, obedeciendo el consejo del Señor, trasladaron su patrimonio terreno a los tesoros celestiales.
Deseemos ávidamente, hermanos muy amados, la compañía de todos ellos. Que Dios vea estos nuestros pensamientos, que Cristo contemple este deseo de nuestra mente y de nuestra fe, ya que tanto mayor será el premio de su amor, cuanto mayor sea nuestro deseo de él.
[1] Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir, Sobre la muerte (Cap. 18, 24. 26: CSEL 3, 308. 312-314)
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