EL AÑO LITÚRGICO: ECO-SISTEMA DIVINO-HUMANO

Si comparásemos el Año Litúrgico con un curso académico, podríamos preguntarnos:

  • ¿Cuál sería el resultado de mi evaluación final?
  • ¿Y mi asistencia? ¿diaria, semanal, irregular?
  • ¿Y mi presencia? ¿habrá sido activa, emotiva, entusiasta?
  • ¿He seguido inteligente y emocionalmente el hilo argumental del año y he ido recibiendo cargas de energía transformadora?
  • ¿Qué sería de mi vida si mi participación en el misterio del Año litúrgico fuera configurando mis años, mis edades?

El fenómeno: oferta espiritual, pedagógica y educativa

¡Y es así! El Año Litúrgico es la gran oferta educativa, pedagógica, espiritual, que la Iglesia -“Mater et Magistra” (“Madre y Maestra”)- cada año nos hace a todos los fieles cristianos.

Ella, inspirada por el Espíritu de Dios Padre y de Jesús resucitado, y preocupada por nuestro progreso espiritual, tuvo -desde hace siglos- esta maravillosa ocurrencia:  establecer el Año Litúrgico como camino o itinerario espiritual y formativo para todos los fieles. Aconsejada por el Espíritu, la madre Iglesia ha ido mejorando y adaptando -según los momentos históricos- la configuración del Año litúrgico. Un gran paso fue dado en el Concilio Vaticano II con la promulgación de la magnífica Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la Liturgia.

La oferta del Año litúrgico es de una impresionante riqueza. Si de verdad configurara la vida, la mente, el corazón y la voluntad de todo fiel cristiano, de toda comunidad cristiana, de todas las iglesias locales, de la iglesia universal, entonces sí que seríamos “Sacramentum mundi”, es decir la expresión simbólica de la vocación más profunda del mundo, del cosmos.

El misterio: mantener y avivar la alianza de la Esposa con el Esposo

Más todavía: este proyecto y propuesta del Año litúrgico es maximalista; apasionadamente excesivo. Surge de la conciencia esponsal de la Iglesia; de su vocación de sentirse y ser Esposa de Cristo Jesús; de su necesidad de unirse a su Esposo y a la permanente intercesión de su Esposo -Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza- “en el himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales” (cf. SC, 83).

Y esta mística esponsal tiene un animador permanente: el Espíritu Santo. Él es el protagonista de toda celebración sacramental. Toda celebración depende de la “epíclesis”, de la invocación y presencia del Espíritu. Por eso, concluye el libro del Apocalipsis recordándnos que:

“el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven! (καὶτὸπνεῦμα καὶἡνύμφη λέγουσιν· ἔρχου: Apc 22,17).

Es la Iglesia-Esposa, enamorada de su Esposo Jesús, la que -movida por el Espíritu- recuerda a través de todo el año litúrgico el misterio de Cristo y toda su obra -desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de su Venida:

“La santa madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo en días determinados a través del año la obra salvífica de su divino Esposo: cada semana, en el día que llamó “del Señor”, conmemora su Resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa Pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua” (SC, 102).

Quien se compromete a entrar y vivenciar el “Año Litúrgico”, entra en la red del Espíritu y de la Iglesia. Pierde protagonismo subjetivo, o incluso pietista, y se deja llevar en vuelo en el querer y sentir de la Iglesia-Esposa, apasionada por su Esposo, Jesús. No son los fervores individuales -frecuentemente sujetos a las vicisitudes de nuestra psicología- los que hacen valiosos nuestros encuentros litúrgicos, ni nuestras estrategias personales para adornarlos y hacerlos llevaderos. Es el Misterio que nos excede y que se hace presente desde la subida de Jesús a los cielos y envío del Espíritu hasta el tiempo de la consumación.

El año de la Gracia: red omniabarcante

El año litúrgico es todo un entramado espiritual que nos enreda en “lo divino” y “lo humano”, es un “ecosistema” que nos interconecta a todos con el Espíritu de Dios Padre y de Jesús y con nosotros y con la creación.

Pensemos en todo lo que esta red abarca: 1) la liturgia de las horas; 2) y una gran Eucaristía extendida a lo largo del año e irisada por los colores de los diversos tiempos litúrgicos y los puntos luminosos del inicio de cada semana, el Domingo (Día del Señor).

La liturgia de las Horas

Todos los días, al amanecer, la Madre Iglesia nos convoca en oración de alabanza, y le pide al Dios Señor que “abra nuestros labios”.

También nos convoca al medio día y al atardecer y al anochecer para que nos sintamos a lo largo de la Jornada conectados con nuestro Dios.

En estas horas del día nuestra lengua se desata en alabanzas, peticiones, súplicas de perdón, siguiendo el ritmo de la luz.

La liturgia de las horas nos hace recorrer mensualmente todo el libro de los Salmos -terapia oracional del Espíritu-, pone en nuestra boca los Cánticos más inspirados, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, y también nos ofrece poemas preciosos de nuestro tiempo que nos enardecen.

Y el Oficio de Lecturas-momento de formación orante- nos hace entrar en la Escuela del Espíritu. Se integran en él, además de los preciosos salmos, los mejores textos de nuestra tradición teológica y espiritual, la conexión con la comunión de los santos y santas.

¡Cómo puede un creyente en Jesús enriquecerse y avanzar en la conciencia, en el corazón y en la voluntad – como alumnos del Maestro y de la Iglesia- si frecuentan diariamente esta Escuela y se dejan configurar por ella!

Cuando una persona entra en esta red espiritual de la Liturgia de las Horas, y no se deja llevar por una rutina estéril, recibe sorpresas, inspiraciones, consejos, energías misteriosas que nos van poco a poco transformando.

Una gran Eucaristía extendida a lo largo del año

 Todo se devalúa cuando de lo que se trata es de “ir a misa todos los días”, como si de un mandato o una auto-imposicion se tratase.  Todo adquiere valor cuando se contempla todo el Año litúrgico como una gran Eucaristía que se derrama  calladamente sobre cada uno de nuestros días, semanas, meses y tiempos. La Eucaristía diaria es una asistencia diaria y libre a la “Schola Domini” (Escuela del Señor), y a la “Mensa Domini” (la Mesa del Señor) para escuchar lo que Él nos dice e incorporarnos cada vez más a su Cuerpo. La comunión es, sobre todo, in-corporación y participar en la entrega del Esposo a su Esposa, la Iglesia.

Es bueno participar todos los días del año litúrgico en la celebración eucarística. Es bueno el deseo de no perderse ese misterioso color y característica que la celebración eucarística presenta cada día en el mensaje, en el contexto histórico, en la propia vida personal.

Es así cómo el Espíritu nos congrega en la unidad del único Cuerpo de Jesús y nos “eclesializa” a cada uno de nosotros y a nuestras comunidades. Descubrimos que se necesita toda una vida para dejarse configurar por el misterio Eucarístico y para sentirse cuerpo de Cristo.

La celebración eucarística se nos presenta cada día con su identidad y su nuevo relato; cada día es diferente al anterior, pero no deja de ser la misma Eucaristía, la misma entrega del Esposo a su Esposa. Jesús sabe que no podemos llevarlo todo de vez, y por eso le confía al Espíritu la misión de llevarnos poco a poco a la verdad completa.

Cada Eucaristía está iluminada por el arcoíris de los tiempos litúrgicos:  y de esos colores forman parte las proclamaciones evangélicas (Juan, Mateo, Marcos, Lucas) las conexiones que con ellas se establecen, ya sea desde lo autores del Antiguo Testamento, como del Nuevo, y las respuestas oracionales escogidas de los Salmos.

Pastoral de integración y no de distorsión

La no comprensión de este gran marco de referencia lleva a no pocos -indudablemente con buenos deseos, pero con poca lucidez- a distorsionar en clave pietista y subjetiva todo el sistema litúrgico, o a fragmentar “el todo”, fijando únicamente la atención y el cuidado en alguna de sus “partes”, o incluso sustituyéndolas por “otros proyectos”.

Quienes, por ejemplo, tienen como norma sustituir las lecturas de la Eucaristía por otras que juzgan más adecuadas a su proyecto pastoral, quienes no respetan el “espíritu” de cada tiempo litúrgico, quienes anteponen pretendidas urgencias pastorales a la vivencia compartida por toda la Iglesia. Quienes -por norma- así actúan, distorsionan la eclesialidad litúrgica. Imponen su “ego-sistema” espiritual al “eco-sistema” eclesial; rompen la lógica del todo e imponen un individualismo, que se ve privado del Espíritu de la Gran Comunidad eclesial e incluso de la “comunidad entera de los hombres” que Jesús une a sí y asocia al canto de este divino himno de alabanza (Cf. SC, 83).

Visión ecosistémica: dejarse atrapar por el Misterio que transforma

Quienes siguen la secuencia del año litúrgico renuncian a este subjetivismo (sea individual o colectivo). Pero, si creen “en la Providencia”, descubrirán cómo aquello que aparentemente “no nos dice nada”, trae un mensaje secreto, misterioso que hay que descubrir en el Espíritu. Lo que acontece entonces es “gracia”, “puro don”, que supera cualquier intromisión subjetivista.

No somos nosotros lo que le decimos a Dios aquello que Él nos tiene que decir. Es Él, su Espíritu y la Esposa quienes saben qué y cómo decírnoslo. El neopelagianismo litúrgico cierra las puertas a la manifestación libre de la Gracia.

El año litúrgico no es una oferta “a la carta” de la cual podemos elegir a nuestra discreción. El año litúrgico es un “todo” que, acogido y respetado, nos introduce en un “eco-sistema” pneumatológico y eclesial que nos traslada a una zona mágica, aquella que el último libro de la Escritura nos revela: una visión apocalíptica-profética de la realidad en que vivimos.

Quien conoce la Liturgia de la Iglesia sabe que no es, ni debe ser “hierática”, inmóvil, insensible a lo que acontece. La Liturgia eclesial no excluye el discernimiento del momento en que se vive; invita a descubrir conexiones misteriosas.

Experimenta “el todo” quien vive cada paso del año litúrgico en continuidad, sin distorsión; quien mantiene la intensidad y lógica de los sucesivos encuentros; quien acoge las inspiraciones e interpelaciones que durante la travesía el Espíritu nos lanza; quien siente y se deja activar por los estímulos energéticos de la Palabra de Dios en cada uno de los textos bíblicos, patrísticos o poéticos.

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