Una vez más me permito traer a mi web (www.xtorey.es) la siguiente reflexión que mi hermano Antonio ha querido compartir solamente conmigo. Su meditación es tan indicada para la situación que estamos viviendo, que no me resisto a reservármela.
Me ha impresionado, al final, la referencia al Ángel de Getsemaní y a un Jesús que se formula y al que hieren preguntas semejantes a las que hoy nosotros nos formulamos. Quizá se trate de una escena trinitaria, de un Dios que excede nuestros razonamientos, del nuevo “Dios de Job”: el Abbá, Jesús… y ¿no sería el Ángel consolador el Espíritu Santo?
El ser humano no se lleva bien con la oscuridad. Es a la luz del día cuando se siente más seguro, porque ve las cosas y puede dominarlas. Y lo que le ocurre en el ámbito de lo físico le sucede también en el ámbito de la conciencia. Le cuesta actuar si no sabe con certeza qué le ocurre, qué sucede a su alrededor, qué sentido tienen las cosas…etc
A lo largo de la historia humana se han ido suscitando diferentes interrogantes -precisamente en busca de esa claridad- cuya respuesta no ha terminado de ser satisfactoria. Y eso ha hecho que generaciones y generaciones se sigan haciendo esas mismas preguntas.
En una situación como la que atravesamos (de pandemia del COVID-19), una de las realidades más cuestionadas a la vista de tanta muerte, tanta enfermedad, tanta soledad, tanto dolor, tanto sufrimiento…es la de la existencia de Dios: ¿“qué hace Dios en todo esto que no lo impide o soluciona”?.
Una cuestión que, desde presupuestos diferentes y con enfoque diferentes, se hacen tanto creyentes como agnósticos o ateos. Los creyentes, porque quieren exigir al Dios en que tienen depositada su fe que intervenga y cure a tantos y tantos contagiados por el virus. Quieren asegurarse de que Dios actúa y responde a sus oraciones porque ellos creen en El y no puede defraudarles. Los ateos y agnósticos, en cambio, miran la cuestión de la perspectiva de que esa ausencia de Dios confirma su tesis de que Dios no existe ni hay que esperar que actúe. Simplemente dejan que las cosas sigan su curso natural.
La tesis de los agnósticos y de los ateos no es problemática porque la nada a la que conduce ni crea problema alguno ni proporciona solución alguna. Lo que no existe no influye en la vida humana; así que vayamos a otro lugar.
Sin embargo, el interrogante que en este momento se pueden estar planteando los creyentes (o al menos algunos de ellos) sí que tiene su repercusión y puede reconducir al ser humano por un doble camino: o bien el de la desesperación o bien el de la esperanza sufriente.
- El camino de la desesperación tiene un recorrido muy corto: Dios ha abandonado al hombre y le ha dejado a su suerte; de manera que, aunque esos creyentes que nada esperan sigan creyendo en su Dios, al final su actitud termina siendo la misma de los ateos (“etsi Deus non daretur”, dicho de otro modo, “como si Dios no existiese”). Y se tragan su dolor y su sufrimiento sin otra expectativa que la de una solución azarosa o imprevista.
- El segundo camino, el de la esperanza sufriente, parte de la idea de que el hombre no puede juzgar a Dios; podrá quejarse ante El de que su presencia beneficiosa no se note en el mundo, pero no le imputa ni que sea injusto, ni mentiroso, ni inmisericorde.
Situados en el plano de la fe (ámbito en el que surge como verdad revelada la encarnación del Hijo de Dios) no pueden dejar de reconocer que en la persona de Jesús de Nazaret Dios ha asumido el dolor y el sufrimiento humano. Lo que comporta que Dios, ese Dios que parece ausente y cuya actuación frente al mal no vemos, no está tan lejos de su creación ni de sus criaturas. Al haberse encarnado, al haber tomado cuerpo, conoce de primera mano los males que pueda sufrir el ser humano.
Entonces la pregunta se gira para adquirir otra formulación: ¿es que Dios quiere que suframos? ¿Es que su creación no puede desarrollarse sin necesidad de que las criaturas tengan que sufrir o padecer? ¿estaremos ante un Dios masoquista?.
Por muy duros que puedan parecer estos interrogantes, lo cierto es que el planteamiento no proviene solo de personas sufrientes, dolientes, aplastadas, torturadas, ajusticiadas…. Esos mismos interrogantes se los han planteado personas con un alto grado de espiritualidad y probidad. Entre nosotros, un místico de la talla de San Juan de la Cruz, inició su Cántico espiritual con un interrogante similar:
“¿A dónde te escondiste, Amado,
y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido.
Salí tras tí, cls mando, y eras ido”
El de Fontiveros se refería a un Dios escondido, que deja al hombre gimiendo, después de haberle causado una herida. Y que, a pesar de que el hombre sale corriendo en su busca, gritándole, no logra alcanzarlo, porque se había ido.
No hace falta alcanzar las costas de la mística para sentir en el alma el grito desgarrador de la humanidad ante el dolor y el sufrimiento. Pero la fe no da respuesta tranquilizadora. Sus respuestas son balbuceantes, portadoras de “un no sé qué”, que no hace sino ahondar en la herida. Sin embargo, esta situación de hundimiento, casi de desesperación, la ha sufrido también Dios en su Hijo Jesús.
En Getsemaní, en la madrugada del Viernes Santo, Jesús padeció una angustia tan profunda como la muerte, hasta el punto de gritarle a su Padre que le apartara aquel cáliz. ¿A qué cáliz se refería Jesús? Siempre se ha interpretado que era el cáliz de su pasión y muerte a manos de los judíos y romanos; pero Jesús no tenía por qué conocer algo que aún no había sucedido, por más que pudiera ser intuido o previsible. Más bien ese cáliz era el cáliz de su propia condición humana, de esa carne que había asumido en su Encarnación, de esa materia en la que se había sumergido en el vientre de María su madre. En aquella noche de Getsemaní, a Jesús se le juntaron todas las experiencias negativas de la vida por las que cualquier hombre puede pasar (el fracaso, la decepción, el dolor, el sufrimiento, la cercanía de la muerte, la soledad…). Su grito parecía decir a su Padre “quítame esta vida en la que me he metido”, “es insoportable ser hombre para al final tener que morir”. Nunca se vio en la vida de Cristo una simbiosis tan fuerte entre su divinidad y su humanidad. Desde su humanidad quiere huir porque no soporta la condición de hombre hundido y sufriente; pero desde su divinidad asume y respeta la voluntad de Dios Padre, que, a través de la Encarnación del Hijo, proyectó asumir la materia creada y salvarla definitivamente al unirla a su divinidad.
Vistas desde el ámbito de la fe, la ausencia de Dios no es tal, sino que en Cristo fue trocada en una presencia asuntiva de la condición humana. Cristo, como un hombre más, padece y sufre el mal que cualquiera de nosotros puede padecer. Y decir que Cristo sufre es decir que Dios asume también el sufrimiento, y le afecta, aunque sea de una manera distinta a la nuestra.
Que esto no es consuelo suficiente, es cierto. En el relato evangélico de Getsemaní, se dice también que “un ángel vino y le consolaba”. No nos explica qué tipo de consuelo se le ofreció a Jesús. Y de hecho a las pocas horas, aún se le oyó gritar (ya clavado en la cruz) “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Y es que, de la misma manera que en Jesús luchaban internamente su divinidad y su humanidad, en nuestro interior luchan nuestra fe y nuestra experiencia y ninguna de las dos quiere quedar anulada. Por eso seguiremos sufriendo y a la vez confiando, hasta el día en que, como Jesús, podamos decir: “Padre, en tus manos encomiendo mi vida”.
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