Sube a la montaña Abraham con su hijo Isaac. Sube a la montaña Jesús con sus tres discípulos Pedro, Santiago y Juan. Dios atrae desde lo alto y en lo alto se revela. En la montaña el ángel de Dios “para” la mano sacrificadora de Abrahám y “bendice” su fe con una enorme descendencia. En la montaña, el Hijo se transfigura, el Padre pide que sea escuchado, en presencia de aquellos que han sido los más escuchados -Moisés y Elías-, y la nube los devuelve a la realidad y al camino que conducirá hacia otro monte, el Calvario de la Desfiguración.
¿Sacrificar al hijo?
El primer relato es muy extraño. Dios quiere probar la fe-confianza de Abraham. Le exige sacrificar a su hijo único. El filósofo Kant no podía aceptar que Dios mismo diera esta orden, aunque el autor sagrado se la atribuyera. Se trataría de una alucinación diabólica y Abraham sería víctima de un engaño infernal.
¿Cuántas personas a lo largo de la historia no han matado y sacrificado a otros en nombre de Dios, movidos por un aparente celo por la gloria de Dios? ¿Quién los instigaba? ¿Dios o el diablo?
Otro filósofo, Kierkegaard, sin embargo, dió otra interpretación. ¡Solo el Dios verdadero puede exigir a un ser humano, en este caso a Abraham, que sacrifique lo que más ama. Ese sacrificio es una e-normidad incomprensible y es que sólo Dios puede pedir cosas que se “salen de la norma”.
- La obediencia de Abraham al mandato de Dios sería éticamente terrible si no revelara una fe total, una confianza absoluta en el Todopoderoso.
- La fe de Abraham no es “normal”; no cabe en las normas de ninguna Iglesia o Sinagoga. Su Dios rompe todos los esquemas.
- Cuando alguien cree tan apasionadamente como Abraham no actúa de una forma “religiosamente correcta”.
- Para Kierkegaard encontrarse con una persona tocada por Dios es algo estremecedor. Uno está ante quien no se ha dejado llevar por sus caprichos, ni por la lógica racional; uno está ante una persona que después de mucha zozobra, soledad y luchas interiores ha quedado confundida, electrizada, derrotada por el Misterio de Dios.
La e-normidad del amor
El segundo relato -la Transfiguración- habla también del Padre y del Hijo. El Hijo no es sacrificado, sino transfigurado, convertido en objeto de inmenso amor, embellecido hasta el máximo.
Las figuras y las voces de Moisés y Elías, los grandes profetas de lo divino, pierden relevancia ante Él.
El Padre invita a que se escuche a su Hijo, a que se le obedezca y se siga su camino. La transfiguración cesa cuando el Espíritu-Nube oculta el Misterio.
Todo parece apuntar a la subida hacia otro monte, el Calvario. Allá se mostrará otra e-normidad y locura: la locura del Padre “que tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo único” y permitió que aconteciera la “gran Desfiguración”. Y es que el grito de la gente: “crucifícale, crucifícale”, llegó a sus oídos. Y se lo entregó “para que lo crucificaran”.
Estamos tocando aquí el núcleo más incomprensible e ilógico de nuestras creencias. El cristianismo tiene mucho que ver con la “e-normidad” del sufrimiento, con el amor probado hasta la última de sus posibilidades. No hay sinagoga, no hay iglesia que pueda albergar a un creyente como Abraham, a un Dios como el Abbá de Jesús, mientras avanzan -en mudo tormento- hacia la montaña del Sacrificio.
Sólo quienes entran en la “e-normidad” de la fe, pueden revelar a Dios. Esas personas manifiestan en su desconcierto, en su alteración vital que Dios las llama y está ahí.
Por eso, la fe “lógica” y equilibrada, sin pasión, la fe de los justos medios, de las reglas y normas, la fe que no sorprende, que no nos saca de “nuestras casillas” o de nuestra casa, o incluso de aquello que más amamos, ¿será la fe del Dios de Abraham, del Dios de Jesús?
Mística y acción
La vida mística está hoy profundamente conectada con la vida activa. El seguimiento de Jesús activa y extasía al mismo tiempo. Nos lleva del Tabor al Calvario y del Calvario al Tabor. El encuentro “místico” nos cambia los esquemas, nos vuelve “e-normes”, incapaces de ser regulados por las normas.
La e-normidad tiene mucho que ver con el sacrificio, el despojo, el sentirse peregrino en todas partes. El hijo amado no tendrá privilegios: no recibirá homenajes, ni medallas de oro. Sólo será, en algunos momentos, transparencia de lo divino; y habrá que escucharle.
¿Alejarse o subir a la montaña?
La Iglesia que se aleja del monte Moria, o del monte Calvario, o del monte de la Transfiguración, no tiene enormidad, ni fuertes pasiones, ni las congojas de Abrahám. Basará su fe ortodoxa en fórmulas, pero no en procesos tormentosos de fe. La Iglesia del Tabor y del Calvario, del Monte Moria, es la Iglesia estremecida, la que no puede más, y en esa situación se siente tocada por Dios. Y fortalecida enormemente para seguir su camino,
Escuchar al Hijo es seguirle por el camino, es bajar a la llanura para acabar subiendo al Calvario y asistir a su entrega, a la locura del Amor de Dios.
Al final, se nos promete la bendición, la recuperación de lo que más amamos, porque “quien pierde su vida la gana”.
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