Delante de la majestad, de la grandeza, del poder de Dios, nosotros, los seres humanos, somos muy poca cosa. Cada uno de nosotros aparece y desaparece como una exhalación. Somos como millones de notas musicales que la velocísima sonata del tiempo devora en pocos instantes.
Y, sin embargo, somos muy importantes para nuestro creador. Cada uno de nosotros lleva en sí mismo una “marca divina”. Aunque nuestra vida sea sombría y sucia, somos –todos sin excepción– una maravillosa obra de arte en la que el Creador, el Gran Artista, se deleita, y a la que en manera alguna desprecia.
Sí, ¡somos miniaturas de Dios! Y no sabemos… ¡hasta qué punto somos miniatura! Sólo habría que representarse la incalculable Grandeza de Dios. En cada uno de nosotros está ese minúsculo ser humano, bajito, pequeño, que fue Zaqueo. Pero todos, en nuestra pequeñez, somos interesantes, porque le interesamos mucho a nuestro Dios.
¡Amigo de la vida!
En nuestras elucubraciones nos hemos imaginado a un Dios en guerra con su creación. Lo hemos pensado como un “dios decepcionado” con sus criaturas, con su mundo, con los seres humanos que diseñó y creó. Esa “relación triste” de Dios con su mundo debería provocar, como resarcimiento, un culto sacrificial de la humanidad respecto al Dios herido.
¿Es cierto este fatal destino? ¿Sentirá Dios que esta creación ha sido su mayor fracaso?
El capítulo 11 del libro de la Sabiduría nos dice lo contrario con matices:
- Dios ama a todos los seres que ha creado. ¡No odia nada de lo que ha hecho!
- Sus creaciones se mantienen en la existencia, porque quiere, porque las quiere, porque las ha llamado en su inspiración infinita.
- Todo lleva su soplo incorruptible, el calor de su amor.
- ¡Dios es amigo de la vida! ¡Y no de la muerte!
Donde abunda el pecado, sobreabunda la Gracia, dijo Pablo. Este mundo está concebido en Gracia y no en pecado. Cierto es que, ante Dios, nuestro mundo es una cosa muy pequeñita, insignificante: ¡como un grano de arena en la balanza!, ¡una gota de rocío mañanero! Los pecados son aún más pequeños: ante ellos Dios cierra sus ojos para que nos arrepintamos; nos perdona, nos corrige “poco a poco” para que nos convirtamos y creamos en Él.
Pero el balance total es que pesa más, muchísimo más, el corazón de Dios que ese grano de arena –sucia y pecadora– que tantas veces somos nosotros.
¿Somos la gloria de Jesús?
Si por algo o por alguien hemos de estar orgullosos los cristianos, es por Jesús y por su Evangelio y Revelación. En él hemos encontrado nuestro mejor tesoro. ¡Qué desgracia sería para nosotros, vivir sin encontrarlo, sin tener la oportunidad de creer en Él!
También nosotros somos motivo de gloria para Jesús, como nos dice la carta segunda a los Tesalonicenses (1,11ss). Él está orgulloso de nosotros, a pesar de tantos defectos como advertimos en nuestra vida; esta carta nos anima a no defraudar las expectativas de nuestro Señor Jesús; y su autor suplica a Dios Padre que nos ayude a cumplir nuestros buenos deseos y que nuestra fe llegue a su plenitud.
¡Esto es lo más importante! Y no el estar pendientes de supuestas revelaciones, de cómputos apocalípticos, de inquietudes milenaristas. Eso ocurrió en tiempos de Pablo, ha ocurrido a lo largo de la historia de la Iglesia y sigue ocurriendo hoy. El deseo de un cristianismo “milagrero” que sólo se extiende a base de relatos de curaciones, milagros, hechos portentosos… es vano y no conduce a nada. No es por eso, sino por la fe, por lo que somos la gloria de Jesús, su pequeño tesoro aquí en la tierra.
Miniatura, ¡baja de tu árbol!
En su camino último, ya cercano a la meta, Jesús entró en la ciudad de Jericó. Era la ciudad más importante después de Jerusalén: centro comercial y nudo de comunicaciones. Jesús no toma la circunvalación. Atraviesa la ciudad. ¡Es interesante observar que el mismo verbo “atravesar” es empleado por Lucas (2,35) para hablar de la espada que atravesará el alma de María! La persona de Jesús, Palabra de Dios, atraviesa el territorio de Jericó y tiene un importante encuentro que desvela el misterio bondadoso de un corazón humano.
El jefe de los recaudadores, el rico llamado Zaqueo, es decir, “puro”, deseaba ver a Jesús. No era capaz porque no podía distinguirlo entre la gente. Además su estatura era pequeña. Zaqueo corrió, se adelantó a todos, se subió a un árbol y esperó. Renunció a su estatus social. Buscó el lugar por donde “tenía que pasar” infaliblemente Jesús.
Jesús sintió algo en sí mismo. ¡Buenas vibraciones ante aquel hombre! Y miró hacia arriba. Allí estaba apostado el pequeño de estatura. Jesús le ordena que baje “enseguida”. Y le comunica algo muy importante: “Hoy tengo que alojarme en tu casa”. Ese “tengo que” suena a orden, a mandato divino. Zaqueo se ve obligado a ser hospitalario con Jesús. Pero esa obligación tiene para él un sabor dulce, le llena de contento.
En cambio, todos los demás se entristecen. Sí, “todos los demás”. Murmuran, muestran su disconformidad con Jesús. Pero Zaqueo, ya sentado en casa con Jesús, a su lado, se pone de pie y hace una gran promesa: ¡la mitad de sus bienes a los pobres! ¡Cuatro veces más a quien haya defraudado! Un defraudador como era Zaqueo que tal vez se quedó sin nada, como Abraham al salir de su tierra; que salió de su tierra quedándose en Jericó y cambiando su vida. La seducción de Jesús hizo posible su recuperación como hombre y ciudadano. Sólo entonces adquirió su verdadero nombre: ¡Zaqueo! ¡El purificado!
Esta bellísima historia sirve de modelo para entender cómo el Señor Jesús se aproxima a cada uno de nosotros también hoy. Porque quiere que en este tiempo sigan aconteciendo encuentros transformadores. Jesús sigue su camino… y atraviesa nuestra ciudad.
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Me encanta! Muchas gracias! …suerte que a Ntro Señor no se le escapa ningún detalle que tenga que ver con nosotros!