La Encarnación del Hijo de Dios es plurifacética. Tal vez, siempre podamos descubrir en ella, aspectos nuevos. Jesús se hizo ser humano, fue judío y perteneciente a un pueblo, fue un ser sexuado, varón, fue un ser humano que se encarnó incluso en las situaciones más condenadas e inhumanas de la sociedad.
Veamos algunos de estos aspectos para entender en un amplio horizonte lo que significa que “se hizo hombre” y para sentir el gran Don de Dios, que fue su Hijo, hecho hombre..
1. La humanidad del Hijo de Dios y nuestra humanidad
Decían los Padres de la Iglesia que el Hijo de Dios se hizo hombre, para que el hombre llegara a ser Dios. La humanización de Dios es el gran misterio que nos llena de estupor.
Dios quiso hacerse hombre, ser humano en su Hijo. Para siempre ha quedado la divinidad unida a la humanidad. El Concilio Vaticano II lo confesó admirablemente con estas palabras:
“El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado. Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida” (GS, 22).
Jesús, el Hijo, es nuestro hermano. Comprende perfectamente al ser humano. Ha participado en la debilidad de la carne humana. De ahí brota su compasión, su cercanía hacia todo ser humano, su solidaridad. La carta a los Hebreos ha descrito esta dimensión de forma admirable.
En Jesús lo humano llega al culmen de sus inéditas posibilidades. Él es el hombre perfecto. Él ha devuelto a la naturaleza humana su semejanza divina, deformada por el primer pecado. Más todavía: en Jesús, el Hijo de Dios, lo humano alcanza una dignidad sin igual:
“En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido. El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11)… Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!, ¡Padre!” (GS, 22).
Nacemos en una humanidad “divinizada” por Jesús. Donde abundó el pecado, sobreabunda la gracia. De manera misteriosa, el Hijo de Dios está unido a todo ser humano y lo afecta y determina y predestina. Nada humano existe que no adquiera, desde la encarnación, un sentido divino.
También la divinidad está “humanizada” en Jesús. No hay manifestación de Dios que no esté afectada por su unión indisoluble y personal con la humanidad.
2. La encarnación en la pobreza, en la marginación
Llama sorprendentemente nuestra atención el “modo” de la encarnación del Hijo de Dios. No solo se hace ser humano, sino que se hace ser humano, tal como nosotros no deseamos serlo. Pablo, en el capítulo cuarto de Gálatas, habla de la servidumbre a las que el Hijo de Dios se sometió: sometido a la ley. Tal sometimiento llegó a su punto culminante, cuando la misma ley condenó a Jesús, maldijo a Jesús, por morir clavado en un madero. Jesús fue ser humano, pero privado de libertad, marginado, condenado, y condenado a muerte y muerte de cruz. La encarnación llega a sí a su máxima radicalidad.
Podríamos incluso decir que el Hijo de Dios no solo se humaniza, sino que entra en el ámbito de lo deshumanizado. No solo se hace pobre, sino que entra en el ámbito de los empobrecidos.
El nacimiento del Hijo de Dios se vió precedido y acompañado por muchos rechazos:
- “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”.
- “No había lugar para ellos en el alojamiento”.
- “Lo reclinó en un pesebre”.
- “Herodes buscaba cómo matar al niño”.
- ”Hubieron de huir a Egipto”.
Es enormemente llamativo cómo el evangelista Mateo describe la falta de acogida al Hijo de Dios en la Tierra Santa de Israel. Resulta que es más segura para Él la tierra de Egipto, que la tierra –llamada “santa”- de Israel. El Hijo se ve obligado a realizar un anti-éxodo, desde el nuevo Egipto que es Israel hacia la nueva tierra santa y hospitalaria que es Egipto.
La encarnación hace al Hijo de Dios inmigrante, víctima, persona perseguida por la justicia, persona ajusticiada.
A esta dimensión de la Encarnación somos hoy especialmente sensibles. La opción por los pobres es una consecuencia de esta fe. La Iglesia se configura, en su existencia y en su misión, desde esa opción que la acerca, aproxima, a Jesús, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza.
3. La encarnación y la diferenciación sexual
La diferencia sexual es imprescindible para el mantenimiento de nuestra especie y no solo por ser el lugar de la procreación, sino también por residir en ella la regeneración de la vida. Los sexos se regeneran uno a otro, al margen de la reproducción. Por eso, está bien que se hable de la encarnación en el aspecto de la sexualidad masculina, o de una cristología sexuada.
Desde el punto de vista biológico Jesús fue varón. Jesús no perteneció al sexo femenino, sino masculino. Pero lo femenino en Jesús se encuentra dentro de su propio ser humano.
Sabemos hoy que todos los seres humanos participamos de la realidad masculina y de la femenina; que hay en nosotros “animus” y “anima” (Carl Gustav Jung); y que tarea del ser humano es integrar dentro de la propia biología y persona esas dimensiones. Lo masculino y femenino en nosotros no están presentes como dos realidades inertes e incomunicadas. Ellas entran en interacción, en despliegue y repliegue, según los avatares de la vida.
Propio de la persona es vivir en relación y no solo, ni principalmente, ser sujeto, individuo, autonomía o autoconciencia. Nuestra personalidad se construye y reconstruye permanentemente a través de relaciones o rechazo de ellas. La personalidad nos hace no tanto autónomos cuanto diferentes: una diferencia que provoca un dinamismo y un sistema de deseos. Lo propio de los sujetos sexuados es estar yendo constantemente más allá de ellos mismos. Viven fuera de su autonomía porque desean al otro. Se sienten atraídos y extienden un eros que es, al mismo tiempo, humano y trascendental. El yo está siempre moviéndose en la órbita del tú, creando un espacio para el nosotros que es, no la disolución del yo y de tu, sino una nueva identidad trascendental que deriva de la diferencia sexual y se mantiene gracias a ella.
Existimos como dos: yo y un tú, o todos los “tú” de la humanidad. Para existir como yo-tú necesitamos distancia, espacio (Luce Irigaray). El deseo es creador y creación de espacio. Donde hay distancia, hay espacio y allí hay diferencia; allí puede haber amor que desea, que atrae, que incorpora. Ya decía Urs von Balthasar que la base de la religión bíblica es la “diástasis”, la distancia entre Dios y la creatura que es el presupuesto elemental que hace posible entender y apreciar la unidad que la gracia trae consigo. La doctrina de la creación está fundada en la diferencia fundamental en la cual el deseo y el amor pueden actuar. En toda concepción trinitaria de la divinidad hay también diferencia que determina la perichóresis eterna, la kénosis mutua. La creación inicial se produjo a través de un proceso de separación.
La persona de Jesús ha de ser estudiada, entonces -si nosotros solo existimos como dos- en términos de interpersonalidad, de intersexualidad, no de autonomía y autoafirmación de “ego”. Por eso, Jesús, en cuanto Dios encarnado revela su identidad en la relación, en su referencia al otro, a nosotros.
Jesús atrae, seduce. En ello consiste su personalidad: “propter nos homines et propter nostram salutem” (“por nosotros los hombres y por nuestra salvación”). Somos objeto de su amor, de su deseo.
Cuando uno se quiere dar, convierte al otro en receptáculo. La naturaleza del amor no consiste únicamente en dar, sino en crear un espacio, un lugar para la recepción. No es simplemente derramar, vaciarse uno mismo a favor de otro, sino que es crear, a través de aquella kénosis, un espacio de encuentro con el otro. Eso pretende la kénosis de Jesús: crear espacio en el cual la divinidad se manifiesta (Filp 2,6-11).
4. ¿Cómo el Verbo de Dios asumió lo femenino?
El que Jesús sea biológicamente varón, no restringe la sexualidad de Jesús. El amor de Dios en Jesús se presenta mucho más que en clave meramente masculina; Jesús integra y va integrando en su vida la dimensión femenina, desde diferentes perspectivas. El eros divino se hace presente a través de la espiritualidad de este hombre sexuado, Jesús es una naturaleza que atrae dentro de su órbita a otros hombres y mujeres. La cruz es la cualificación final de su forma biológica masculina. El cuerpo de Jesús es un cuerpo herido. Es un cuerpo que lleva las marcas en su carne del sexo masculino y femenino sin ser andrógino.
Algunas mujeres místicas medievales dijeron que en el cuerpo del hijo del hombre aparece, en forma de herida, el lugar que en las mujeres se encuentra naturalmente abierto. Ellas interpretaban la herida del costado de Jesús como aquella abertura desde la que se daba nacimiento a la Iglesia; como aquel lugar en donde rompen las aguas y corre la sangre. En la alta edad media se contemplaba a Jesús como madre (Juliana de Norwich). Por eso, podemos decir que la encarnación de lo divino no solo se produce en lo masculino, sino también en lo femenino. Por eso, se sugiere que la encarnación de lo divino en Jesucristo forma parte de algo más amplio; por eso, siguiendo el cuarto evangelio, es necesario que venga el Paráclito.
Otra cuestión es: ¿aceptó Jesús el género masculino que su sociedad y cultura construyeron y que al mismo tiempo reflejaba un sistema de opresión y minusvaloración de la mujer? Resultan interesantes y elocuentes algunas reflexiones del documento de Juan Pablo II “Mulieris dignitatem”, que quisiera traer aquí.
Jesús encuentra, según el evangelio, un gran número de mujeres de diversa edad y condición. Algunas de ellas lo acompañaban en su ministerio itinerante, lo servían en la obra misionera con sus bienes. Sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y honor debido a la mujer. Se opone a las costumbres que discriminan a la mujer en favor del hombre. Y desenmascara al hombre varón como responsable de la situación pecaminosa de la mujer (no es Eva la que tienta a Adán; es Adán quien hace a Eva instrumento y parapeto de su corrupción interior). Jesús aprecia a la mujer, entra en sintonía de mente y corazón con ella, expresa su admiración por ella. En Jesús encuentra la mujer su propia subjetividad y dignidad (cf. Mulieris Dignitatem,14).
“Ante las mujeres Jesús adopta una actitud sumamente sencilla, extraordinaria si se considera el ambiente de su tiempo; una actitud caracterizada por una extraordinaria transparencia y profundidad. Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a esta dignidad: “Se sorprendían de que hablara con una mujer” (Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem, 12).
“Estando bajo el radio de acción de Cristo la posición social de la mujer se transforma” (DM, 15).
Jesús confiaba a las mujeres las verdades divinas, lo mismo que a los hombres. En ellas se cumplió la profecía de Joel 3,1:
“Vuestras hijas profetizarán”.
La profundidad de la encarnación debe ser contemplada también desde esta perspectiva sexuada. Lo masculino no es solamente para varones, ni lo femenino solamente para mujeres. Cada ser humano debe entrar en contacto con la doble dimensión que existe en él: lo masculino y lo femenino, de tal manera que queden integradas dentro de su condición biológica de mujer o de varón. En esta integración de las diversas dimensiones de nuestro ser, las mujeres van delante de los varones.
- En la visión del universo propia de la cultura china, el principio masculino activo o el yang, debe estar constantemente complementado con el principio pasivo femenino o el yin.
- En la tradición judeo-cristiana se proclama que Dios creado al ser humano a su imagen, masculino y femenino lo creó (Gen 1,27). La energía masculina y femenina está en todos los seres humanos, aunque las culturas han estereotipado cada aspecto en un sexo. San Pablo nos dice que “no hay hombre o mujer, porque somos uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28).
- La nueva humanidad que se apunta desde la encarnación no es unisex, ni tampoco pasa de la sexualidad. En Jesús somos todo lo que hemos de ser. En Jesús se produce la gran integración de todos los elementos constitutivos del ser humano. Cristo Jesús lo reconcilia todo (Col 1,20) y nos invita a ser servidores de la reconciliación universal (Ef 5,20).
Mucho tendremos que meditar y contemplar todavía para entender que la encarnación del Hijo de Dios en un ser humano masculino no implica ningún tipo de discriminación respecto a los seres humanos femeninos; y para que la fe en la encarnación se convierta en una fuente de salvación y de recuperación de todo aquello que nos fue arrebatado por el mal.
* * *
Cada vez que se descubren nuevos aspectos del ser humano, descubrimos la hondura de la Encarnación. Cada avance tecnológico se convierte en progreso en el conocimiento de Jesús, el Hijo de Dios encarnado. Cada esfuerzo liberador, nos permite descubrir el dinamismo de la Redención.
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