Hoy es Viernes Santo. Y quiero subir con María al Calvario. Ella tuvo el fantástico y terrible privilegio de ser la única testigo de la concepción y nacimiento de Jesús y su muerte en la cruz. María puede darnos una clave única para entender el acontecimiento del Viernes Santo.
El Viernes Santo fue para algunos grandes filósofos, como Hegel, la expresión del más horrendo ocultamiento de la historia: el de Dios. Es el día de la impotencia del Omnipotente, de la ocultación de la Luz, del sinsentido del Sentido, de la muerte de la Vida… de la muerte de Dios. Estos pensadores creían que sería imposible seguir creyendo en Dios, en la Vida, en la Luz, en el Sentido. Proclamaron la muerte de Dios, la desaparición progresiva de la religión, el fin de aquellas creencias que nos sacan de la angustiosa realidad en la que estamos insertos.
Si alguien tuvo motivos para desfondarse y perder toda confianza en “lo divino” fue María, la madre de Jesús. Ella siguió paso a paso el evento de aquella misteriosa generación de su hijo único, Jesús. Una especialísima providencia de Dios Abbá se cernió sobre ella: “El Espíritu Santo descenderá sobre tí, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Ella asistió día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, al despliegue de esa misteriosa semilla divino-humana que Dios puso en su vientre. Escuchó sus primeras palabras, se enterneció ante sus primeros gestos; escuchó mensajes que la ratificaban en su identidad: “bendita tú entre todas las mujeres, bendito el fruto de tu vientre”. Se enamoró de esa vida única -nacida de ella- que iba desvelando un fondo inimaginable. Ahora, en el Calvario, sin embargo, veía cómo todo lo que ella había experimentado en los orígenes, comenzaba a desmoronarse: si en los orígenes el Espíritu Santo era protagonista, ahora parecía ausente, dejando todo el espacio al espíritu del Maligno; si en los orígenes el Poder de Dios la cubría con su sombra, ahora Dios parecía totalmente debilitado y hasta ausente: hasta le escuchó a su Hijo quejarse: “¿porqué me has abandonado? La luz de los orígenes, se convertía en la oscuridad y la noche del fin. Y todo ¡irremediable! María se sentía más impotente que nunca y más sola que nunca.
El cuerpo de Jesús se había convertido en un objetivo de la violencia, en un espacio para el ensañamiento: lo atan y aprisionan en Getsemaní, lo abofetean en el palacio de Cleofás, lo torturan en el pretorio, lo condenan en la plaza pública, lo infaman en la via crucis, lo clavan en una cruz y permiten que se vaya progresivamente desvitalizando hasta morir. El cuerpo de Jesús es despreciado hasta hacer que pierda todas sus funciones vitales. ¡Cuánto odio se concentra, cuánta fuerza destructiva! Ayer, en la última Cena, evocamos cómo Jesús entregó su cuerpo. Lo hizo porque amó a los suyos hasta el extremo. Pero al amor responde la violencia, a la entrega responde la traición y el asesinato.
La imagen de la madre con el cuerpo sin vida del Hijo -cuando estaba en su plenitud vital- es el interrogante más serio que se le puede hacer al Dios de la Vida. María se convierte en un gran interrogante: “Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?”.
El cuerpo de Jesús, en la medida en que se va desvitalizando, más vida transmite; en la medida en que pierde el Espíritu, más Espíritu derrama. María recibió del cuerpo de Jesús la energía para creer en el Dios oculto, para amar a los enemigos , para esperar contra toda esperanza. El cuerpo de Jesús crucificado se convierte en medicina de inmortalidad: muriendo da vida. Por eso, la madre María comenzó a descubrirse de nuevo “como madre de la vida entregada”, como madre de nuevos hijos e hijas. Allí, en el Calvario, ante el Hijo Crucificado descubrió su nueva maternidad: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. En el discípulo amado, renace Jesús y María se abre a nuevas concepciones en el Espíritu de Jesús.
Impactos: 1121