COMULGAR ES “EMOCIÓN”

Transfiguración en Emaús

En  nuestras eucaristías tenemos una sensación extraña. Llama la atención, a veces, el escaso número de personas que participan en la comunión del Pan Eucarístico. Llama la atención, en otras ocasiones, cómo la mayoría de quienes están en el templo, se acercan a comulgar sin -al parecer- suficiente discernimiento.

Resulta extraño que el momento en que muchos de sus discípulos rompieron con Jesús fuera precisamente aquel en que Jesús les anunció que les iba a entregar su Cuerpo y su Sangre como alimento y bebida de salvación. Apenas Jesús se lo comunicó, muchos de ellos lo abandonaron. Y a los pocos que quedaron Jesús les preguntó:

“¿También vosotros queréis iros?”

El silencioso abandono de la comunión

En todo caso, aquello que echa para atrás a no pocos creyentes, no es precisamente la participación o no-participación en la comunión eucarística, sino el desacuerdo con los mandatos y prescripciones de la Iglesia, o la conducta y doctrina de sus pastores. El silencioso abandono de la Iglesia se debe a desacuerdos fundamentales en la fe y en las costumbres: ¿qué decir de los cristianos divorciados, o de los jóvenes a quienes les resultan enormemente difícil cumplir la moral sexual que la Iglesia les propone?

El Evangelio de hoy nos dice que no fue cuando Jesús habló de moral, o de costumbres, cuando los discípulos abandonaron su seguimiento, sino justamente cuando les habló de la Eucaristía. ¡Ese lenguaje les resultó extraño, inaceptable! De ahí que nos formulemos este domingo la pregunta: ¿qué hay en la Eucaristía de inaceptable, que pueda causar semejante rechazo de Jesús y su comunidad?

La gran cuestión

La Eucaristía nos habla de:

  • la forma peculiar que tuvo Jesús de ser nuestro “Mesías”,
  • el camino que Él escogió para liberarnos de todos nuestros males.

Y la verdad es que Jesús se nos presenta como “salvador” de la forma más inesperada y alternativa: no con el poder humano que vence y sí con el fracaso y la derrota. Jesús no prometió a sus discípulos el camino del éxito.

Jesús nos habló del “pan entregado por la vida del mundo“. En la consagración de la Eucaristía se repite dos veces ““¡por vosotros! ¡por vosotros!” El cuerpo entregado, la sangre derramada de Jesús se convierten en fuente de vida:

“si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros”. 

¿Cómo entenderlo?

Comer la carne y beber la Sangre del Hijo del hombre no era -en manera alguna- una propuesta absurda -caníbal-, por parte de Jesús. El Maestro sabía explicarse muy bien y no daba cauce a una interpretación así. 

Sus discípulos lo entendieron muy bien. Jesús les mostraba que el camino mesiánico, no era el esplendoroso camino del Hijo de David, que restaura la monarquía y asume todos los poderes, sino el camino humilde y humillante del Hijo del Hombre, que renuncia a la violencia, que no tiene donde reclinar la cabeza, que será ejecutado, que entregará su cuerpo y su sangre.

Comulgar con este “Mesías” es identificarse con un proyecto de vida y de misión, hacia el cual todos nosotros sentimos una repulsa natural. ¿Quién quiere emprender un camino de fracaso, de disminución, de enterramiento? ¿Quién desea identificarse con el grano de trigo que muere? 

Comulgar el pan y el vino del Hijo del Hombre es abandonarse. Identificarse con su destino. ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz que yo he de beber? El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo.

Cuando comulgar se vuelve peligroso

Cuando la participación en la Eucaristía expresa este trasfondo, la eucaristía se vuelve peligrosa, inquietante. Comulgar se torna en algo así como un “voto de martirio”, un abandono sin calcular las consecuencias a la voluntad inescrutable de Dios.

Comulgar es, entonces, creer que sólo el grano de trigo caído en tierra y muerto da fruto. Es un acto de fe en el Mesías del abajamiento, en el gran héroe del descenso, que fue Jesús. Es confiar que el Hijo del Hombre, al tercer día -no muy tarde- resucitará y que la salvación vendrá después del trágico, pero breve, fracaso. Nada extraño que en ocasiones pudiéramos decir como Jesús: “Si es posible… pase de mí este cáliz”.

En Alianza con Jesús… hasta las últimas consecuencias

Hay que tomar mucho más en serio la participación en la Eucaristía. Es el momento en que “damos la palabra”, ratificamos la “Alianza”. Decimos que no “nos echamos para atrás”.

Hacer de la Eucaristía un espectáculo… sin alianza, sin comprender el don que recibimos y sin comprometernos con el don, es profanar lo más sacrosanto que se nos da.

Cuando de la Eucaristía se hace un espectáculo -¡y tantas veces lo hemos hecho para adornar nuestras celebraciones burguesas-, ¿qué nos extraña que muchos tiendan a participar en ella como si de un espectáculo se tratase?

Cuando la Eucaristía la hemos convertido en obligación “numérica”, ¿no hacemos que pierda su “calidad”?

La superficialidad de algunos ministros a la hora de conducir la celebración, o el hieratismo teatral de algunos otros, ¿no favorecen un tipo de celebraciones en las cuales el Misterio del Hijo del Hombre y de su lucha contra el Mal queda oculto?

En cada Eucaristía nos pregunta, como Josué al Pueblo de Israel -ya en la tierra prometida- si estamos dispuestos a vivir la Alianza nueva y eterna como serio compromiso de vida; si queremos seguir a Jesús, a este Jesús, Hijo del Hombre, hasta el final…

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