En la Europa del siglo XV era común publicar libritos sobre el “arte de morir” o el ars moriendi. Se trataba de breves tratados ascéticos en los cuales se describía cómo prepararse para una buena muerte. En el género literario entraba el dramatizar los últimos momentos de la vida como una lucha entre el ángel bueno y el malo que intentaban ganar para su causa al moribundo. Hasta Erasmo y Lutero redactaron alguna obra de este estilo; sus ángeles –como era de esperar- aconsejaban a partir de los principios de la Reforma.
No me parece una idea descabellada volver, hoy, sobre el tema. La muerte sobreviene y nos pilla desprevenidos, o mirando hacia otra parte, sin ser capaces de confrontarnos con ella. Y no me refiero únicamente a la muerte personal, sino a tantas muertes como jalonan la vida de las personas y de los grupos. Hacer de la muerte una obra de arte –como en las corridas de toros- es digno del ser humano, del seguidor de Jesús. Para los medievales el arte consistía en traer el orden al mundo caótico de la muerte, según un modelo celeste. Para ellos, consistía en dejarse penetrar por la inspiración celeste, por la revelación que enseña a separar el bien del mal.
Jesús hizo de su horrible muerte una obra de arte. La fue preparando poco a poco: “El Hijo del hombre será entregado… a los tres días resucitará”. La presentó como algo deseable: “Os conviene que yo me vaya…”. La prefiguró artísticamente en los símbolos de la última hora, lavatorio de los pies (“Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”) y última cena.(“Esta es mi sangre que será derramada por vosotros…”). Venció la última tentación: “No se haga mi voluntad”. Y nos recomendó que la evocáramos: “Anunciad mi muerte hasta que venga”.
Quien conoce el arte de morir, no permite que la muerte se apodere de él de forma violenta. Es capaz de saludarla, de acogerla, de hermanarse con ella, de dominarla. El artista de la última hora, es diestro para producir belleza, pasmo, encanto y transmitir un último mensaje, indeleble. Se despide, dejando tras de sí una sonrisa penetrante, un “¡hasta luego!”. Juan Crisóstomo en la Gran Letanía de Súplica, Ektenia, pedía “una muerte cristiana, sin dolor, sin remordimiento, pacífica”.
El arte de morir se manifiesta, ante todo, como desprendimiento y donación. Es el momento de todos los regalos, y no de todos los despojos. El Maligno instiga el instinto de propiedad. El Ángel pacifica con el gesto de la entrega.
El arte de morir enseña a creer, a confiar. Por la fe reposamos en la certeza incorpórea de la Vida: “Fe es morir por Cristo, es creer que esta muerte da la vida” (Simeón el nuevo teólogo). La fe niega la duda y lleva la paz al alma. Hay en nosotros, en lo más profundo de nuestro ser, un ansia inmensa de creer. El arte de morir, excava, y hace que salte la fuente.
Quien asiste al que muere ejerce un papel importantísimo. Todas las tradiciones concuerdan en la oportunidad de evitar llantos y lamentos ante quien muere, o ante el muerto en su sepultura. También él o ella forman parte de la obra artística. Es presencia atenta, vigilante, cómplice de los ángeles y no de los demonios. Es presencia mistagógica, que ayuda en el camino hacia la Luz. A veces, esas presencias son como cortinas de humo, como puro pasatiempo desconsiderado, que impiden vivir con gozo la última experiencia de la vida, de la Vida.
Mucha gente tiende hoy a vivirlo a distancia, para no comprometer su propia seguridad. Allí queda solo, muy solo, quien se está despidiendo. Se visita a quien muere en el hospital, o a quien ha muerto en el tanatorio, pero se pisa la tierra santa sin desalzarse, se profana un momento tan sagrado de la vida. Y falta el profeta, el sacerdote, el evangelizador. Y allí nadie unge a quien tiene vocación de morir “consagrado”.
Pedir a Dios una muerte santa, o suplicar la intercesión de María y José, para obtener una buena muerte, es ya prepararse en el arte de morir. Tenemos la convicción de que “la muerte ya no hiere a sus amigos”, a los amigos de Dios y que Alguien vendrá y estará al lado, y hará que todo se llene de belleza y se pueda cantar: “No desperteis al Amor”.
El arte de morir se aprende durante la vida. Quien sabe aceptar las muertes que advienen, y muere una y otra vez, con belleza, con estilo, con amor, hará de su muerte un recuerdo imborrable, una obra de arte, patrimonio de la humanidad.
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