La avaricia es un pecado capital, que impide la vivencia de la pobreza religiosa. Conocer sus mecanismos es importante, para entender mejor cómo contrarrestarla y hacer posible una vida en auténtica pobreza.
“La avaricia es el más estúpido de los pecados capitales, porque tiene una posibilidad o un poder que nunca lleva a cumplimiento” (Humberto Galimberti). El avaro acumula bienes pero nunca los utiliza. De ese modo, tiene un sentimiento de potencia. Para él lo importante es tener, poseer. El medio se convierte en fin.
El avaro no vive su vida. Cuanto menos coma, menos beba, menos vaya a teatros, menos gaste en libros… ¡mucho mejor!. Hasta oculta lo que tiene para que nadie lo codicie. El centro de su vida es el dios Mammon. La raíz de la avaricia es el temor al futuro, a la inseguridad, el horror al vacío, a la muerte. “¡Esta noche te arrebatarán la vida!”, le dice Jesús al avaro para que salga de su laberinto diabólico.
¿Hay avaricia en la vida religiosa? Está presente en todos nosotros y puede tener el rostro de la pobreza más austera. ¿De qué sirve una pobreza-avaricia que no te deja vivir, que te convierte en un estúpido dependiente del dinero que nunca gastas? Lo peor que nos puede acontecer es tener superiores o ecónomos avaros. En el fondo, la avaricia lleva a la idolatría, a la adoración de ese dios mudo, Mammon, del que Jesús decía que era incompatible con la adoración al Dios verdadero.
El consumismo, por otra parte, es uno de los “nuevos vicios”, o una viciosa tendencia colectiva y social (Humberto Galimberti). No seguirla es queda socialmente excluido y marginado.¿Porqué es un vicio el “consumismo”?
Un índice de bienestar en nuestras naciones es la producción. Lo que se produce ha de buscar salidas en el consumo: ¡a mayor producción mayor consumo y a mayor consumo más producción! Pero ¿dónde está lo vicioso? En que no solo se produce para satisfacer las necesidades, sino que se crean necesidades para consumir y garantizar la continuidad de la producción. El consumo es entonces un medio de producción. La publicidad se encarga, entonces, de producir necesidades; nos pide que renunciemos a los objetos que ya poseemos, y que tal vez aún nos ofrecen un buen servicio, o incluso que los destruyamos, para elegir otros que están llegando y que van a resultar “imprescindibles”. En el ciclo producción-consumo se quiere que las cosas pronto se vuelvan inutilizables. A veces repararlas cuesta tanto como comprar otra nueva….
El consumismo se rige por el principio de la destrucción. No favorece el que las cosas duren, sino que sean reemplazadas. Y cuando todavía sirven, se hace lo posible para que estén “fuera de moda”, o “descatalogadas”. Filosofía del consumismo es “usar y tirar” y “no apeparse a las cosas”. Así se pone de manifiesto la inconsistencia de las cosas y su “fecha de caducidad”; para que la producción sea inmortal, los productos han de morir cuanto antes. Lo peor es que una humanidad que “trata el mundo como un mundo de usar y tirar se trata a sí misma también como una humanidad de usar y tirar”( Günther Anders), vive “bajo el imperio de lo efímero” (Lipovetski).
La cultura del consumismo hace ciertamente que no nos apeguemos a las cosas, ni a las criaturas, pero no para quedar sin nada, sino reemplazarlas constantemente. Vivir entonces es siempre tener nuevas referencias, experiencias, innovar sin cesar. Perdemos identidad y todo en torno a nosotros se vuelve evanescente
En la vida religiosa también el consumismo tiene una enorme acogida. Es quizá el vicio al que más expuestos están los jóvenes. El consumo y la novedad están a la orden del día. Buscamos “ideas nuevas”, personajes “nuevos”. Lo que nos gusta enseguida lo deseamos y queremos disponer de ello. Es fácil que establezcamos el principio del usar y tirar, también respecto a las personas…
Bendito voto de pobreza que antes que voto es carisma, posibilidad bendita de ser libres y generosos. Quienes lo viven son una buena noticia en nuestro mundo.
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