Veo por doquier demasiada gente armada: en la sociedad política, en la religión, en las familias, en la vida consagrada. ¡Siempre hay un enemigo al que atacar! ¿De qué nos sirve decir tantas veces “¡la paz sea con vosotros!”, si la guerra abierta o encubierta está siempre a la orden del día? Las armas verbales, las armas de la mirada despreciativa, o de la mirada negada, las armas del corazón de piedra. Y con las armas, nuestras “armaduras”: con ellas defendemos nuestra supuesta dignidad, nuestra soberbia agazapada, nuestro “tener siempre razón”, nuestro “punto de vista que siempre es el mejor”. En este contexto, ha llegado a mí un texto del Patriarca de Constantinopla, Atenágoras falleció el 1972 y que me hace pensar y aprender la lección. Helo aquí:
El 5 de enero de 1964 se encontró en Jerusalén con Pablo VI. Tras 910 años de cisma entre la Iglesia de Oriente y Occidente y de mutua excomunión, Atenágoras y Pablo VI se abrazaron. El día 7 de diciembre de 1965 Roma y Constantinopla levantaron las excomuniones que se habían lanzado mutuamente. ¡Qué largo es -¡tantas veces!- el camino hacia la reconciliación y la solución de conflictos. Pero hoy, no puedo dejar de evocar un texto del gran Patriarca Atenágoras que nos muestra el estado de alma que el Espíritu Santo le había concedido: ¡llegar a desarmarse! He aquí el texto escrito por él.
Hay que hacer la guerra más dura que es la guerra contra uno mismo.
Hay que llegar a desarmarse.
Yo he hecho esta guerra durante muchos años. Ha sido terrible.
Ahora estoy desarmado de la voluntad de tener razón, de justificarme descalificando a los demás.
Ahora no estoy en guardia, celosamente crispado sobre mis riquezas. Acojo y comparto.
Ahora no me aferro a mis ideas, ni a mis proyectos. Si me presentan otros mejores, o ni siquiera mejores sino buenos, los acepto sin pesar.
He renunciado a hacer comparaciones.
Lo que es bueno, verdadero, real, para mí siempre es lo mejor.
Por eso, ya no tengo miedo. Cuando ya no se tiene nada, ya no se tiene temor.
Si nos desarmamos, si nos desposeemos, si nos abrimos al hombre-Dios que hace nuevas todas las cosas, nos da un tiempo nuevo en el que todo es posible. ¡Es la Paz!
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Aquellas verbalizaciones, que desde lo hondo de nuestro ser, son expresadas por alguien que ha alcanzado una verdadera conexión con lo auténtico de lo humano, se hacen palabras iluminadoras: son “palabras de Dios”.