Llama la atención el evangelio hoy proclamado -en la Eucaristía de este domingo de Resurrección, 4 de abril de 2021- que no se relate ninguna aparición de Jesús. ¡Solamente la experiencia del sepulcro vacío! María Magdalena descubre el sepulcro vacío, Pedro y el discípulo amado reciben la tremenda noticia y van corriendo hacia el sepulcro.
Hasta entonces no habían entendido la Escritura
- Llega al sepulcro María Magdalena;
- descubre que Jesús no está. Su desconcierto es total.
- Inmediatamente se dirige donde están los discípulos y les comunica que “no sabe dónde lo han puesto”.
- Llegan después al sepulcro los dos discípulos, Pedro y el otro discípulo a quien amaba Jesús”
- Pedro ve, constata. Pero no tiene claves para interpretar el hecho.
- El discípulo amado -¡que tenía a la madre de Jesús en su casa!- “vio y creyó”: la luz de las Escrituras sagradas lo iluminó y encontró en las Escrituras la explicación: ¡había de resucitar de entre los muertos”.
En las pocas horas de convivencia con la madre de Jesús el discípulo amado de Jesús, la bienaventurada por creer lo que le decía el Señor través de las Sagradas Escrituras, preparó a su hijo espiritual para interpretar lo que vería después. De hecho no hay aparición alguna. El “discípulo amado”, el “hijo espiritual de María”, no necesita más pruebas que el sepulcro vacío.
La fe en la Resurrección no es una vana credulidad. Surge, en primer lugar, y sin otra prueba que el sepulcro vacío, en el “discípulo amado” de Jesús y en el “hijo espiritual de María”. Quien tiene una amistad profunda con Jesús recibe de Él la luz para entender toda la Palabra de Dios. La amistad con Jesús le concede una sensibilidad especial y un instinto para discernir la voz de Dios en las Escrituras Santas.
Por eso, la primera resurrección se detecta en el nuevo sentido que adquiere todo el Antiguo Testamento.
- En el Génesis se habla de la Creación de Dios: “Y vio que todo era muy bello, lleno de bondad”. Dios no se complace en la muerte de su creación. La Resurrección de Jesús lo ratifica.
- La bendición de Abraham, en quien serán benditas todas las naciones, no acaba en el Calvario. Desde allí se expande por toda la tierra, por todos los pueblos.
- La Alianza de Dios con su Pueblo a través de Moisés, da lugar a la Alianza nueva y definitiva, la Alianza que establece el Hijo del Hombre, poniendo en cada ser humano un corazón nuevo, un espíritu nuevo.
El discípulo amado de Jesús, el hijo de María, vio ante todo a Jesús, resucitado en las Escrituras. La que dijo “Hágase en mí según tu Palabra”, “la que acogía todo en su corazón”, comprendió inmediatamente que tras la muerte y entrega de Jesús habría un FIAT definitivo: Hágase la nueva Creación de la Vida sin amenazas de muerte. Por eso, el discípulo amado “vio y creyó”.
¡Jesús no resucita solo!
La segunda lectura de este domingo, tomada de la Carta a los Colosenses nos dice que ¡no solo Jesús recibe del Padre la nueva vida! ¡También nosotros! Jesús no resucita solo. Con él resucitamos nosotros y recibimos una nueva vida:
Hermanos, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de ella arriba donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios… aspirar a los bienes de arriba… Habéis muerto… Vuestra vida está con Cristo escondida en Dios”
Sí, esta nueva vida está oculta, está escondida. La invisibilidad de Jesús lleva consigo la invisibilidad de aquello que más nos pertenece, nuestra vida. Lo mejor de nosotros mismos no es visible para nosotros: la vida que nos habita. Cuando aparezca Él, Jesús, también nuestra vida aparecerá “gloriosa”, “bellísima”. Y veremos que somos semejantes a Él y Dios Padre verá que “todo lo hizo bellísimo”.
Seamos conscientes por la fe de que el Crucificado no es la última palabra de Dios. La última palabra de Dios es “el Resucitado”. Seamos conscientes de que la última palabra de Dios sobre nuestra vida no será “nuestra sepultura”, o “el cofre con nuestras cenizas”. La vida que entonces aparecerá luminosa y bellísima está ya escondida en nosotros.
Descubramos en estos 50 días de Pascua el misterio que nos penetra, esa otra dimensión que nos constituye. Dejemos que esa imagen de Dios, reflejada y grabada en nosotros nos vaya poco a poco glorificando. Así seremos cada día más un reflejo viviente del Señor Resucitado.
Acojamos en este tiempo a María nuestra Madre en nuestra casa, como el discípulo amado. Ella nos preparará el “pan de cada día”, la Palabra de Dios, y será nuestra Consejera hasta el día de Pentecostés.
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