Estamos viviendo un momento histórico muy crítico. Nos llegó cuando menos lo esperábamos, como el diluvio en tiempos de Noé. Sabíamos por la historia de la humanidad que “en otros tiempos” hubo pestes, epidemias, infecciones masivas, guerras locales y mundiales con miles y miles de muertes humanas… pero pensábamos que nada parecido nos iba a ocurrir. Hacíamos otros proyectos de futuro… pero esta pandemia que nos ha sobrevenido, nos ha encontrado “desprevenidos” y “desprovistos”. El “porvenir” se ha impuesto drásticamente a “nuestros futuros”, los futuros de los progresistas: ¡el “porvenir ante el cual siempre nos han alertado los profetas! Ahora, a toda prisa, queremos buscar -a última hora- “aceite para nuestras lámparas”, como las vírgenes insensatas de la parábola de Jesús… Pero la solución no llega a tiempo y muchas hermanas y hermanos nuestros están cayendo enfermos y tantísimos otros se despiden de la vida. Es toda una lección aplicable a otras realidades que nos ocurren sin darnos tanta cuenta. Es el momento de observar nuestras penas. Es el momento de rituales de duelo y de la súplica al Señor del Porvenir. A eso responde esta reflexión que hoy propongo (31 de marzo de 2020).
Una pena en observación
Quiero comenzar esta reflexión con una pregunta que, tal vez, resultará extraña: cuando se suprime una de nuestras provincias religiosas, una comunidad, cerramos una de nuestras instituciones o se nos va o nos deja una persona que hasta ahora ha pertenecido a nuestro instituto ¿sentimos pena? y, sobre todo, ¿hacemos duelo? O si queremos formularla de otro modo más genérico: cuando por la necesidad de cambio hemos de abandonar algo que hasta el momento nos identificaba, por ejemplo, una institución educativa o sanitaria, una obra apostólica, en la que hemos trabajado por largo tiempo, o ver cómo se integra en una unidad mayor una provincia religiosa de nuestro instituto en la cual hemos generado una cultura común, ¿nos es permitido hacer duelo, hacer un ritual de despedida?
Hemos asistido a muchos cambios a partir del Concilio Vaticano II y los Sínodos. Pero todavía nos cuestionamos su eficacia: ¿habremos acertado? ¿estaremos a la altura de nuestro tiempo?
Nos apena que se cierren templos, que la pastoral no se haya renovado, que apenas se hayan realizado cambios en una liturgia que continúa siendo ininteligible. Aunque la Eucaristía es el corazón de las comunidades de fe, es penoso ver tantísimas comunidades sin presbítero que las presida y tantos noviciados y casas de formación con pocos candidatos y tantas comunidades envejecidas. Nos apenan las ocasiones perdidas para una gran renovación de la Iglesia y la falta de credibilidad causada por los escándalos financieros y sexuales, la rémora en la reforma de la Curia romana y de las curias diocesanas.
Clive Staples Lewis (1898–1963) escribió dos años antes de su muerte (septiembre de 1961) un precioso libro que él tituló “una pena en observación”. En él analizaba la pena que le suscitó la pérdida de la persona que él más amaba. Y como el título reza, se dedicó a observar el proceso de su pena. Me parece que nosotros debemos hacer algo parecido: “observar nuestra pena”, analizarla, “metabolizarla” y entrar en un proceso de duelo. No hacerlo, será una irresponsabilidad. No es obediente quien acepta acríticamente el paso a otra situación que se impone.
Desde una referencia más amplia, la decadencia de las ciudades del nuevo mundo, el antropólogo hemos observó que “tienen una característica en común: han pasado de su primera juventud a la decrepitud sin pasar por un estadio intermedio”[1]. ¿Será esto lo que nos está ocurriendo también a nosotros? ¿Qué hemos pasado de la juventud a la decrepitud sin un estado intermedio? Edificios no hace mucho construidos, no se nos quedan vacíos y las reformas emprendidas, no son capaces de concluir los ciclos programados. Nos ha tocado vivir en la sociedad del movimiento. Los cambios son ahora muy veloces. Y no pocas muertes nos están pillando desprevenidos. De repente, nos vemos despojados de algo, de alguien, a lo que sentimos apego y en lo que pusimos nuestras ilusiones, energías y a lo que entregamos nuestro tiempo. ¿Quién no siente el desgarro y la pena?
Y, sin embargo, algo nos dice -como el sabio filósofo alemán Fichte- que “toda muerte en la naturaleza es nacimiento”[2]. Hemos de dar el paso hacia ese posible nuevo nacimiento, y despedirnos del pasado con el ritual del duelo. No basta con observar la pena. No basta con llorar. ¡Hay que hacer duelo!
¿Y en qué consiste “el duelo”?
El duelo es el proceso que nos prepara para el “adiós” ante una pérdida. Es el ritual que nos habilita para gestionar de forma positiva nuestra pérdida y la pena que nos produce[3]. Decía Ovidio que “la pena reprimida, sofoca”. Cuando la pena no se reprime y se expresa entonces ocurre el milagro del que nos habla el salmo 30, 5.12: “al atardecer nos visita el llanto, por la mañana el júbilo… Tú, convertiste mi luto en danza”.
El duelo consiste fundamentalmente en la aceptación de la pérdida y la readaptación vital a una nueva situación[4]. En el duelo se suelen distinguir cinco fases, que, a veces, se sobreponen: 1) Negación: ¡no puede ser! 2) Ira: sentimientos de frustración e impotencia y como consecuencia, enfado e ira y búsqueda de culpables. 3) Negociación: la ilusión de que todo puede revertir; buscar posibles soluciones. 4) Depresión: se empieza a asumir de forma definitiva la pérdida y esto genera sentimientos de tristeza y de desesperanza y la falta de motivación. 5) Aceptación de la pérdida y la llegada de u estado de calma, pues ¡es así la vida! [5]. Se ve aquí que la aceptación de la pérdida no es automátical[6]. Por eso, se requieren rituales de duelo, para ir “metabolizando” el paso de una situación a otra, hasta llegar a un punto de no retorno.
¿Porqué algunas personas y grupos son incapaces de hacer duelo? Porque en lugar del duelo se dejan llevar por la melancolía[7], o porque el narcisismo les impide un buen duelo[8]. El duelo es la expresión de la “incompletude” humana.
El duelo desde la perspectiva de la Sabiduría bíblica
Jesús hizo duelo ante la muerte de su amigo Lázaro: “Jesús rompió a llorar. Decían entonces los judíos: — Mirad cuánto le amaba.” (Jn 11,35). Quedó profundamente perturbado en su espíritu y conmocionado (νεβριμήσατο τῷ πνεύματι καὶ ἐτάραξενἑαυτόν,)” (Jn 11,33). Jesús y toda la tradición bíblica nos invitan en situaciones así a hacer duelo. Hay salmos de lamentación que lo expresan ritualmente En la noche oscura de su muerte Jesús clamó: “Dios mío… ¿porqué me has abandonado? (Mt 27,46).
Así se lamentaron los israelitas ante la destrucción del templo: proclamaron públicamente su desolación y encontraron en Dios su confianza. Un ejemplo lo tenemos en el salmo 74[9]; pero como éste hay otros salmos[10]. El Antiguo Testamento está lleno de episodios de envejecimiento no solo de individuos, sino de instituciones… Por eso está llena de pérdidas que deprimen y acompañan el vivir. Pero hay también sabias enseñanzas que dice cómo abordar estas situaciones. La sabiduría es un don que en definitiva viene de Dios. Para liberarse de esas ataduras es necesario desarrollar el arte del duelo -lamentación en la fe y la esperanza.
“Cuando una persona anciana se mueve hacia espacios liminales inexplorados, él o ella se sabe llamado a crear nuevos modelos de vida. Faltan precedentes para un envejecer creativo en medio de las incertidumbres de nuestro tiempo“.
Eugene C. Bianchi, Aging as a spiritual Journey, 144-145.
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados (μακάριοι οἱ πενθοῦντες, ὅτι αὐτοὶ παρακληθήσονται)”
Mt 5,4
[1] Cl. Levi-Strauss, Tristes Tropiques: An anthropological Study of Primitive Societies in Braziil, Atheneum, New York, 1969, p. 100
[2] “Aller Tod in der Natur ist Geburt” y continuaba diciendo: “Um gerade im Sterben erscheint sichtbar die Erhöhung des Lebens. Es ist kein tödtendes Princip in der Natur, denn die Natur ist durchaus lauter Leben“ (Die Bestimmung des Menschen, Vieweg und Teubner Verlag, 1927).
[3] El especialista en el duelo, Peter Marrris, describe así los rituales del duelo: “La gestión del cambio depende de nuestra habilidad para articular el proceso de la pena en rituales de duelo. Cuando la pérdida no se puede articular, las tensiones reprimidas acabarán siendo mucho más perturbadoras que los conflictos sociales que la calman”: Peter Marris, Loss and Change, Routledge and Kegan Paul, London, 1974, p. 91.103.
[4] Ilany Kogan, The struggle against mourning, Jason Aronson, 2007, p.1.
[5] La psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross publicó en 1969 el libro “On death and dying” (“Sobre la muerte y el morir”), en el que describió por primera vez las 5 fases del duelo.
[6] Id., p. 1.
[7] Sigmund Freud, 1917: Mourning and melancholia”.
[8] Heinz Kohuy, 1971) 1977).
[9] ¿Por qué nos has rechazado para siempre, Dios mío, ¿se ha encendido tu ira con las ovejas de tu rebaño? Acuérdate de la comunidad que te adquiriste antaño, la tribu de tu heredad que redimiste, del monte Sion, en que pusiste tu morada. Alza tus pasos sobre las ruinas perennes: todo lo ha desolado el enemigo en el Templo. Tus adversarios rugían en medio de tu lugar sagrado; izaron como insignia sus propias insignias. Se parecían a los que blanden las hachas subiendo por la espesura del bosque. Destrozaron por completo sus puertas con hachas y martillos. Prendieron fuego a tu Santuario, profanaron abatiéndola a tierra la Morada de tu Nombre. Dijeron en su corazón: «¡Destruyámoslos de una vez!». Incendiaron todos los lugares sagrados de Dios en la tierra. Ya no vemos nuestras insignias; ya no hay un profeta, ni, entre nosotros, quien sepa hasta cuándo… ¿Hasta cuándo, oh Dios, afrentará el opresor, despreciará para siempre tu Nombre el enemigo? ¿Por qué retraes tu mano, y tienes tu diestra quieta en tu pecho? Pero Dios es nuestro Rey desde antaño, el que obra la salvación en la tierra. Tú dividiste el mar con tu poder, quebraste las cabezas de los monstruos marinos. Tú rompiste las cabezas de Leviatán y lo diste como pasto a las bestias del mar. Tú hiciste brotar fuentes y torrentes; Tú secaste ríos caudalosos. Tuyo es el día y tuya la noche; Tú estableciste la luna y el sol Tú fijaste todos los confines de la tierra. Tú ordenaste el verano y el invierno. Recuerda esto: el enemigo ha afrentado al Señor; un pueblo necio ha ultrajado tu Nombre. No entregues a las fieras la vida de los que te alaban; no olvides para siempre la vida de tus pobres. Mira la alianza: porque los escondrijos de la tierra están llenos de cubiles de violencia. Que el oprimido no vuelva avergonzado. Que el pobre y el desvalido puedan alabar tu Nombre ¡Álzate, Dios mío, ¡defiende tu causa! Recuerda las afrentas diarias que te hace el necio. No olvides los gritos de tus adversarios: el tumulto de los que se rebelan contra Ti sube de continuo”.
[10] Los salmos 71 y 90 abordan este mismo tema: ¿abandonará Dios a sus fieles al final? Hay que dejar pasar y estar abiertos a la Gracia y buena voluntad de Dios: para mi vivir es Cristo y morir una ganancia (Filp 1,21).
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