¡Dios y Abbá nuestro mío! Fue hoy el día elegido para que tu Iglesia me acogiera como presbítero. Era el día 2 de julio de 1968. Fue invitado para presidir la Eucaristía y la Ordenación en el “Claretianum” (via Aurelia, 65) el cardenl Pericle Felici, que había actuado de Secretario de todo el Concilio Vaticano II. Fue él quien nos impuso las manos a un pequeño grupo de misioneros claretianos. Tuve la suerte de que vinieran para acompañarme en ese día mi padre y mi madre y mis hermanos mayores (Manolo, Antonio, Jesús, Charo y Mari Luz); los más pequeños (Juan Carlos, Esperanza y Lourdes) se quedaron en casa.
Viví muy intensamente aquella celebración y el conjunto de aquellos días. El Abbá no quiso permitirme ningún tipo de sentimiento de orgullo o de excelencia sobre los demás. Mi sentimiento cierto fue el ver cumplido un deseo que Él había puesto en mi desde pequeño, desde que allá en Alhama de Almería, con menos de siete años, celebraba las misas jugando con los amigos y amigas, y después en Sigüenza (Guadalajara) seguía celebrándolas -ya con una casulla de papel- que uno de los estudiantes de filosofía de los misioneros claretianos me hizo.
No tengo ahora especial interés en recordar aquel momento, sino estos 41 años y mi visión panorámica sobre el ministerio que me ha sido concedido vivir. Yo lo resumiria en los siguientes items:
- Central en el ministerio recibido ha sido para mí la celebración de la Eucaristía: ella ha sido mi referencia permanente. La he vivido siempre de cara a Jesús, como testigo casi inmediato de lo que él hace por nosotros, de su presencia salvadora. Él ha arrebatado mi atención y, por eso, nunca me ha resultado difícil estar atento y concentrado en su Palabra. Me ha encantado poder comentarla y transmitirla como pan a mis hermanas y hermanos en la fe. En algunas ocasiones me ha emocionado la ternura de Jesús al ofrecernos su pan-cuerpo y su copa de la la sangre de la Alianza. No he podido nunca ceder a la tentación de la Eucaristía-espectáculo, de sentirme protagonista de una gran celebración. Al contrario, sentía, más bien, un sentimiento extraño de deseos de huir, de desaparecer…
- He sentido también en estos años que el ministerio y servicio que yo podía ofrecer no estaba regularmente determinado sino al socaire de lo que el Espíritu quisiera de mí. En esto he sido muy providencialista. No he tenido -por así decirlo- “obligaciones ministeriales” permanentes. Nunca he sido párroco, ni he estado al cargo de una Iglesia. Nunca me ha sido confiada una comunidad particular. Todo en mi ministerio ha dependido de la eventualidad, de las peticiones de servicio que iban surgiendo. Cuando me lo han pedido he sido ministro del bautismo, o de la reconciliación o de la unción de los enfermos. Esporádicamente he celebrado el Sacramento del Matrimonio. He sido capellán de alguna comunidad religiosa, dentro del compromiso asumido por mi comunidad religiosa. Por eso, he sentido mi ministerio como “en el aire”. En muchas ocasiones he querido, por así decirlo, regularizarlo: tener una comunidad de referencia, un lugar de referencia. Pero el Espíritu Santo no ha querido que así sea. Me he visto sorprendido ante la variedad insospechada para mí de comunidades cristianas, de lugares, de momentos, de culturas y lenguas, en los que se me ha pedido ejercer este ministerio del presbiterado. Ya estoy convencido de que es el Espíritu Santo quien marca mi agenda; ¡esto es lo que deseo!
- Nunca he querido hacer del ministerio ordenado una posesión mía, ni un motivo de privilegio, de superioridad, de prestigio humano. Aunque yo de niño me decía que “ser sacerdote es lo más grande del mundo”: el Papa Benedicto XVI lo ha recordado en su carta con motivo del Año Sacerdotal, citando al santo cura de Ars, sin embargo, yo nunca he aspirado a grandezas. y creo también que el ministerio nada tiene que ver con la “grandeza humana”. He sentido por eso, una cierta repulsa hacia los distintivos exteriores -no propios de las celebraciones rituales-. presentarlo teórica y doctrinalmente. También siento que ser ministro ordenado no tiene nada que ver con formar “un grupo de élite”, un “grupo superior”. Prefiero una comprensión más humana, más popular… Los discípulos y discípulas elegidos por Jesús ¡no fueron escogidos en las mejores universidades o escuelas! Jesús tampoco los sometió a una educación y formación para la “excelencia”. Por eso, nunca he querido hacer de este don un motivo de alejamiento de mis hermanos y hermanas; más bien, me parece que me acerca más, muchísimo más a ellos.
- En mis reflexiones sobre el ministerio ordenado nunca he acabado de entender el “montaje institucional” que se ha idoformando a lo largo de los siglos y de las diversas inculturaciones de la fe. Veo demasiado complicadas las teorías, los protocolos, las liturgias, la normativa, las graduaciones que entre nosotros se producen, los niveles que entre nosotros se establecen. Me gustó mucho la aportación conciliar de la “colegialidad”, pero sigo viendo las enormes diferencias que se establecen a veces entre unos y otros. El esquema del ministerio ordenado en la Iglesia con sus jerarquías y subjerarquías es de lo más complicado. Solo basta ojear las páginas del Anuario Pontificio para constatarlo.
- Me ha fascinado ¡eso sí! descubrir la inspiración evangélica de este ministerio, más aún, he querido verlo en Jesús y desde Jesús, en el Espíritu de Jesús resucitado y desde el Espíritu de Jesús resucitado. Me parece fascinante descubrir la inspiración más fundante de este ministerio en los colaboradores y colaboradoras de Jesús -“quienes le seguían desde Galilea”-, en los Doce como símbolo de todo y no autoridad sobre todos, en la forma de interpretar el ministerio apostólico por parte de Pablo -el gran carismático- que, a veces en tensión con Pedro, logró la gran comunión con Pedro. Hay teologías del ministerio ordenado que han perdido espontaneidad evangélica y espiritual. Las veo más atentas a la justificación del statu quo del ministerio actualmente en la Iglesia, que a Jesús, a nuestro Abbá, al Espíritu, a la magnífica historia de la revelación y actuación de Dios en nuestro mundo. Comprendo que haya en la iglesia no pocos creyentes, entre ellos las hermanas y los hermanas que pertenecen a la llamada “vida consagrada”, pero también no pocos laicos, que no acaban de entender nuestras explicaciones sobre el ministerio ordenado y sienten ante ella una especie de recelo permanente.
- He descubierto que no soy el único “ministros ordenado”. El Papa Benedicto XVI lo ha expresado muy bien al final de su carta a los sacerdotes con motivo del año sacerdotal: “la forma comunitaria” del ministerio ordenado. Quienes hemos sido marcados por la gracia de este ministerio -y además de una forma definitiva-, todos y sin exclusión, estamos implicados en esa gracia. No hay presbíteros buenos y presbíteros malos, sacerdotes santos y sacerdotes que no lo son. Esas distinciones me parecen muy injustas. Aquí lo importante es descubrir -a mi modo de ver- la “forma comunitaria”, el mensaje colectivo, la gracia de la red con una reticularidad que nace en Jesús y desde hace 21 siglos está al servicio de esta humanidad. Y cuando uno contempla el cuerpo “ministerial ordenado” descubre el cuerpo total de Cristo, que es la Iglesia, con perfiles más definidos.
Señor Jesús, cuánto te agradezco que también a mí me hayas llamado a participar en esta impresionante red desde hace tanto tiempo. Tú quieres que también yo participe en la transmisión de tu energía, de tu gracia que nos sana y nos revitaliza. Tú también quieres que la Palabra resuene a través de mí, y tu Cuerpo de Alianza se entregue a través de mi. Yo también te digo como el Centurión: “Señor, yo no soy digno”. Te digo como Pedro: “Señor, tú lo sabes todo… tú sabes que te quiero”.
Santa Ruah, tú siempre tan cerca y yo sin saberlo. Tú eres siempre la Discrección dinámica, el Compañero o la Compañera invisible, la Gracia siempre a disposición, el Milagro posible ante los imposibles. Tú, Santa Ruah, eres elamor, el fuego, el agua y la sombra. Tú has sido quien ha configurado mi ministerio y lo has reconfigurado cuando malos espíritu se han apoderado o querido apoderar de él. ¡Gracias, muchas gracias, Abbá, Jesús, santa Ruah!
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Felicidades…! Los presbíteros ganan con la edad. Yo voy experimentando que en la medida en que avanzo en edad… me siento mejor en mi piel de sacerdote. 41 años…! Madre Mia…! y yo todavía no llevo ni 10!… Un fuerte abrazo, Pepe. Quien te iba a decir que un día estarías en China dando unos ejercicios espirituales? El cura de Ars no hacía cosas así, sin embargo, es modelo para los párrocos. Tú eres un buen modelo de sacerdote misionero. Qu Dios te bendiga.Fernando P.