Al menos aquí en Europa –y en especial en España- el año de la Fe y con él la llamada a mantener la fe, a invitar a la fe, a transmitir la fe, es más necesaria que nunca. La Iglesia no se debe despistar, ni se debe entretener en cuestiones que no son de esta magnitud.
Tampoco la vida consagrada. También a nosotros nos tienta el “ateismo práctico”: vivir y actuar oficialmente en “nombre de Dios” y personalmente estar desconectados… No obstante, nuestras posibilidades de hacer llegar a otros la luz de la fe son inmensas, en este momento propicio.
INTRODUCCIÓN
a) El estado de la fe en nuestra sociedad
Nuestra sociedad se está acostumbrando a los funerales celebrados sin ninguna referencia a Dios; basta a lo más una alusión al “desde arriba”, que tiene un cierto impacto psicológico en el momento pero que con el paso del tiempo se difumina y desaparece como foco de interés. Nuestra sociedad se está acostumbrando a las celebraciones matrimoniales festivas, bellas, hasta en parajes exóticos, incluso solidarias, pero sin la menor referencia a nuestro Dios. Nacen niños, se celebra su nacimiento, pero sin referencia al Dios Creador y Padre. Hay un turismo religioso, que no busca el encuentro con Dios, sino la satisfacción de una curiosidad artística, o exótica….Vemos como normal que personajes relevantes de la ciencia, de la cultura, de la política, del arte en todas sus expresiones, de la economía, del deporte se confiesen no-creyentes.
Asistimos también a un alejamiento progresivo de la fe motivado por la seducción de realidades inmediatas que acaparan la atención de la gente: la crisis económica, la actualidad política y cultural, el ritmo festivo, deportivo, las nuevas propuestas de salud, embellecimiento, distracción, turismo, que la sociedad ofrece. Nuestra sociedad europea, se va alejando progresivamente de la fe en Dios, de la fe en Jesús.
La sociedad emergente, las nuevas generaciones son mayoritariamente no-creyentes. Los familiares que al menos practican su fe y creen asisten al espectáculo con demasiada comprensión. Nosotros mismos, con resignación, como si de algo irremediable se tratara.
La encíclica “Lumen Fidei” del papa Francisco quiere salir al paso de esta situación. Aunque es verdad que su autoría es fundamentalmente del Papa emérito Benedicto XVI, sin embargo, el papa Francisco la ha asumido como propia y sólo él la firma. Algo parecido ha ocurrido con otras encíclicas cuyas autoría no era originario del mismo Pontífice y sin embargo él las asumió como propias.
b) El estado de la fe en la vida consagrada
Esta situación nos lleva a preguntarnos por la vida consagrada en la Iglesia: ¿somos confesión y anuncio de la fe en este siglo XXI?
No ha sido frecuente, en estos últimos tiempos hablar de la vida consagrada en la perspectiva de la fe. El Concilio Vaticano II nos habló de ella en la perspectiva de la caridad: “Perfectae Caritatis”. Últimamente –ante la situación en que nos encontramos- ha sido también frecuente hablar de la vida consagrada en la perspectiva de la esperanza. Por eso, nos puede resultar un poco extraño y poco habitual hablar de la vida consagrada desde la perspectiva de la fe y de la transmisión de la fe. Sí es verdad que la exhortación apostólica de Juan Pablo II “Vita Consecrata” dedica la primera parte a la “Confessio Trinitatis”, pero sin abordar específicamente el tema de la fe.
El tema de la fe, tal como se nos presenta en la encíclica del Papa Francisco “Lumen Fidei” nos lleva a formularnos –ya de inicio- algunas preguntas, que en la medida en que aparecen, pueden inquietarnos de verdad:
- ¿Qué significa para nosotros, los religiosos y religiosas, la fe? ¿Qué comprensión de la fe manejamos? ¿Qué significa para nosotros ser creyentes?
- ¿Hemos pasado en la vida consagrada por una crisis de fe? ¿nos encontramos actualmente en ella? ¿No hay entre nosotros una serie de hechos que muestran la debilidad de nuestra fe?
- ¿Cómo abordamos las crisis de fe? ¿Qué medios ponemos? ¿Qué iniciativas para crecer en la fe existen entre nosotros?
El esquema de la encíclica
“Lumen fidei” es una encíclica sorprendente. No de fácil lectura. No es una explicación del Credo, ni se detiene excesivamente en las verdades que la Iglesia proclama. Es más bien, una especie de propuesta de teología fundamental de la fe para un tiempo de tránsito, de cambio de paradigma –dirían otros- entre la modernidad y la posmodernidad, como fenómenos globales que afectan a todo el mundo.
Por otra parte, la encíclica nos presenta la fe como un camino de búsqueda y de memoria del futuro, como la respuesta a una llamada y a una promesa hecha a la humanidad.
La encíclica tiene cuatro capítulos, una introducción y una conclusión:
- La Luz de la Fe : donde se pregunta el Papa si es una luz ilusoria (2-3) o una luz por descubrir (4-7)
- Capítulo I: “Hemos creído en el Amor ( 1 Jn 4,16). Aquí el papa desarrolla cinco temas: a) Abraham, nuestro Padre en la fe (8-11), b) La fe de Israel (12-14), c) La plenitud de la fe cristiana (15-18), d) La salvación mediante la fe (19-21), e) La forma eclesial de la fe (22)
- Capítulo II: “Si no creéis no comprenderéis” (Is 7,9). Aquí el papa desarrolla seis temas: a) Fe y verdad (23-25), b) Amor y conocimiento de la verdad (26-28), c) La fe como escucha y visión (19-31), d) Diálogo entre fe y razón (32-34), e) Fe y búsqueda de Dios (35), f) Fe y teología (36).
- Capítulo III: “Transmito lo que he recibido” (cf 1 Cor 15,3). El Papa desarrolla el tema en cuatro partes: a) La Iglesia, madre de nuestra fe (37-39), b) Los Sacramentos y la transmisión de la fe (40-45), c) Fe, oración y decálogo (46), d) Unidad e integridad de la fe (47-49).
- Capítulo IV: “Dios prepara una ciudad para ellos” (cf. Hb 11,16). El Papa desarrolla este tema en cuatro partes: a) Fe y bien común (50-51), b) Fe y familia (52-53), c) Luz para la vida en sociedad (54-55), d) Fuerza que conforta en el sufrimiento (56-57)
- Conclusión: Bienaventurada la que ha creído (Lc 1,45)
Como vemos, el Papa ha estructurado su reflexión sobre la fe desde la perspectiva de la “luz” y desde cuatro claves: amor (creer en él), comprender (creer para), transmitir (lo que he recibido), preparar una ciudad (Dios prepara, la fe – construcción).
Esta forma de reflexionar sobre la fe nos abre a la vida consagrada una amplia perspectiva para preguntarnos por nuestra vida de fe.
1. La perspectiva de la “luz”
La encíclica contempla la fe como luz. Es una perspectiva muy interesante por múltiples razones.
a) Los ojos y la visión como metáfora
Los seres humanos estamos dotados de visión gracias a nuestros ojos. Nuestro cuerpo puede ver. Necesitamos ojos que “Dios hizo para ver y no solo para llorar”. La ceguera, la falta de visión nos sitúa en un mundo muy restringido, nos cercena nuestra capacidad de contacto con la realidad. Pero de poco nos sirven los ojos si no hay luz exterior, que le permita a nuestros ojos contemplar la realidad que se despliega ante ellos: una realidad inmensa, interminable que siempre trae novedades, espacios, cosas y personas desconocidas. Comprendemos que una de las características más importantes del Mesías fuera que “daba la vista a los ciegos”.
La noche, la tiniebla, la oscuridad nos vuelven ciegos, aunque tengamos ojos. Aunque siempre es verdad lo de aquel refrán iraní: “mirando largo tiempo en la oscuridad, siempre se acaba por ver algo”.
La experiencia de la visión corporal nos sirve de metáfora extraordinaria para explicar otro tipo de visión o visiones que nos son concedidas a los seres humanos también. Es la visión intelectual, espiritual. La comprensión de lo que ocurre, la solución de nuestros problemas, la salida de los laberintos que nos depara la existencia, son considerados como iluminación de una luz que nos permite entender, comprender lo que antes nos resultaba inaccesible. Cuando llega la inspiración al artista, entonces la siente como una luz poderosa, que le impulsa a la creación sea literaria, pictórica, escultural, musical… Hay personas que se saben envueltas en una luz misteriosa y dotadas de unos sensores interiores que les permiten ver lo que otros no vemos. Evoquemos, por ejemplo, la experiencia de Etty Hillesum en el campo de concentración, quien descubrió en sí misma “nuevos órganos” de percepción. Por eso, se habla de la luz de la razón, la luz de la intuición, las luces de la imaginación.
b) Hacia una nueva forma de visión
A nosotros seres humanos, que tanto disfrutamos con estas formas de visión, no nos bastan: anhelamos más visión, queremos ver, contemplar, más. Y sospechamos que hay formas todavía superiores de visión. Los teólogos y aun filósofos medievales nos hablaban de la “visión beatífica”. Los apocalípticos dicen que el Espíritu tiene siete ojos, que los profetas mayores son los hombres de la visión perfecta. ¡Ver! ¡Ver! ¡Ver! ¿Cuáles serán los límites de la visión?
Los antiguos por eso adoraban al sol. Lo consideraban como Dios. Gracias al Sol los habitantes del planeta tierra podemos ver. Los rayos del sol hacen posible la fotosíntesis de la vida. ¡Qué horrible muerte nos sobrevendría si el sol se desorbitase y escapara! Hubo tiempos en los cuales lo seres humanos le rogaban al sol, adoraban a sol, pensaban que no había Dios superior a Él. Con tal intensidad sentían la necesidad de la luz.
Pero el sol no es capaz de iluminarlo todo. Y, no llega a los ámbitos del espíritu, de la razón, de la imaginación, de la intuición.
El ser humano desea, necesita luz, mucha luz. Detesta vivir en la tiniebla, en la oscuridad. El ser humano ha recibido ojos para ver.
Ante todo, debemos situarnos en este tiempo: en esta sociedad líquida, posmoderna, en la crisis de la sociedad del consumo y en el cambio de paradigma que de una u otra forma nos está afectando, también a nosotros los religiosos.
Para el Papa Francisco la “lumen fidei”, es decir “la estrella matutina sin ocaso”, es Jesús resucitado. Es Jesús quien ilumina nuestra fe: él es la luz y quien camina con él nunca está en tinieblas.
“He venido como luz, para que quien crea en mi no permanezca en tinieblas” (Jn 12,46).
Hablar en estos términos en nuestro tiempo no resulta comprensible a primera vista, porque respecto a la fe existen recelos, dificultades.
A Marta, que lloraba la muerte de Lázaro, Jesús le dijo:
«¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?» (Jn 11,40).
Para Jesús quien cree ve” (LF, 1).
c) ¿Es luminosa la vida consagrada de nuestro tiempo?
Nos preguntamos, ante todo, por nuestra capacidad para ver desde la mirada de la fe.
Quienes lideran la vida consagrada en sus diversos niveles se encuentran a veces con personas que se arrogan “ver” y sin embargo, demuestran una terrible ceguera espiritual. Ven la realidad desde sus intereses, su inmovilismo, su cerrazón ante lo que la voz de Dios les pueda pedir. Hay personas que se oponen a vivir desde la fe, y lo hacen solo desde sus presupuestos individuales. Superiores de un instituto me decían que ya comenzaban ellos a hablar de “hermanos ateos prácticos”. ¿Habremos permitido, favorecido, que entre nosotros existan hermanos o hermanas prácticos, personas cegadas ante los postulados de nuestra Alianza con el Dios que siempre nos es fiel?
También la ceguera puede afectar a quienes dirigen, o lideran. Ellos pueden fácilmente convertirse en simples “managers”, administradores, que no son alentados por las sorpresas de una fuerte relación de fe con Dios y con los hermanos o hermanas. Se convertirían poco a poco en aquellos líderes religiosos ciegos de los que tanto se lamentaba Jesús.
Nos preguntamos, por tanto qué tipo de luminosidad es la que desprende nuestra forma de vida.
2. La fe como búsqueda, la incredulidad como idolatría
a) En el paso de la modernidad a la posmodernidad
Hay quienes piensan que la fe le quita a la existencia humana novedad y aventura, “que impide un camino de hombres y mujeres libres hacia el mañana”. El racionalismo de la Ilustración (el siglo de las luces) pensaba que la fe no es luz, sino oscuridad, tinieblas; defendía que la fe es un “salto en el vacío” inducido por un sentimiento subjetivo y ciego, que lo más que puede aportar es un consuelo privado romántico. Se trataría de una fe que ha abandonado la razón, es decir, que nada tiene de “racional”:
“La fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. (LF, 2) .
En la época del racionalismo, la razón era reconocida como una diosa. Existía la idolatría de la razón. Pero ¿qué ha ocurrido con la pos-modernidad? Que se ha derrumbado ese optimismo en la razón y su luz. El hombre pos-moderno se siente en la oscuridad, lleno de miedo ante lo desconocido, y consolado con las pequeñas luces que iluminan sus breves instantes. No encuentra el camino hacia horizontes anchos y fecundos, que son los únicos que pueden alentar.
Este es el gran desafío de nuestra época: el paso de la modernidad a la posmodernidad nos puede dar la clave para descubrir qué significa la “luz de la fe”. Cuando la llama de la fe se apaga, también todas las demás “luces” pierden luminosidad y vigor:
“Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con ella, como advertía el poeta T.S. Eliot: “¿Tenéis acaso necesidad de que se os diga que incluso aquellos modestos logros que os permiten estar orgullosos de una sociedad educada difícilmente sobrevivirán a la fe que les da sentido?” (LF, 55).
La fe tiene que ver con el destino mismo de la humanidad. Progresivamente hemos ido viendo que la luz de la razón autónoma no consigue iluminar suficientemente el futuro: al final, deja al ser humano ante el miedo a lo desconocido. Cuando falta la luz, todo es confuso; no se distingue entre el bien y el mal.
La fe no es un dato que se debe dar por descontado, sino que es un don de Dios. La fe es un don del Espíritu Santo que debe ser alimentado y reforzado para que continúe guiándonos en nuestro camino” (LF,69). Recibimos la fe de Dios, como un regalo, un don, cuando tenemos la dicha de encontrarnos con el Dios vivo, que nos muestra cuánto nos ama.
b) La fe de Abraham, la incredulidad idolátrica del Pueblo
En el Antiguo Testamento la fe se configuraba como una llamada conectada con una promesa. Dios invitaba a realizar un éxodo hacia un futuro no esperado, que se haría posible gracias a una entrega a Dios. La promesa implicaba una apertura hacia el futuro. La fe se configuraba como una “memoria” de lo que va a ocurrir, del futuro.
Dios habló a Abraham. Él escuchó su voz. Dios lo llamó y le hizo una promesa (¡una descendencia numerosa!, ¡padre de un pueblo bendecido!). Abraham creyó en el futuro que le había sido prometido y lo esperó. Su fe lo llevó a hacer memoria del futuro, y no del pasado (memoria futuri); pero de un futuro que no sería construido por él, sino regalado por Dios como un “adviento” (adventus). La fe estuvo en él conectada con la esperanza. Dios le pidió que confiara en su Palabra. Él entendió que cuando la Palabra es pronunciada por Dios “es lo más seguro e indestructible que podamos imaginar”. Dios asocia su promesa a la vida misma de Abraham, a su paternidad: “Sara, tu mujer, te dará a luz un hijo e lo llamarás Isaac” (Gen 17,19). Así Dios se revela a Abraham como la fuente de toda vida. La fe es creer en Dios, fuente de Vida, en un Dios Padre-Madre de la vida de la humanidad, de la vida de la creación.
Dentro de la historia del pueblo de Israel encontramos así mismo lo contario a la fe: la incredulidad o el apartamiento de la fe. En ello cayó el pueblo de Israel muchas veces. Mientras Moisés hablaba con Dios en el Sinaí, el pueblo no soportó la espera, el misterio del rostro oculto; desconfió de la verdad de la promesa de la tierra, desconfió del Dios de la promesa, se cansó de esperar y se fabricó su ídolo para adorarlo y obtener seguridades en el presente.
Pero el ídolo no habla, no ve (Sal 115). El ídolo lo construimos nosotros (“obra de nuestras manos”): ego-latría solapada. El ser humano entonces no espera el “tiempo” de la promesa, y se disgrega en múltiples instantes. ¡La idolatría es siempre politeísta! ¡Ir sin meta alguna de un señor a otro! La idolatría no presenta un camino, sino múltiples senderos que no llevan a ninguna parte y forman más bien un laberinto. Los ídolos gritan: ¡fíate de mí! La fe es lo opuesto a la idolatría” (LF, 12.13).El ídolo nunca nos pone en el riesgo de perder nuestras propias seguridades (LF, 13), sino que las reafirma. El ídolo “es un pretexto para ponernos a nosotros mismo en el centro de la realidad, en la adoración de la obra de nuestras propias manos”.
(¡La fe requiere renunciar a la posesión inmediata; pide esperar a la revelación de Dios, cuando Él quiera!). Cuando el ser humano pierde la relación con la fuente, entonces depende de sus deseos vanos. La idolatría se abre paso y ofrece muchos caminos… todos ellos ¡sin salida! La fe es lo opuesto a la idolatría. Es separación de los ídolos para volver al Dios de la Vida. La fe es respuesta a la voz de Dios.
La idolatría del “yo” narcisista nos cierra hacia el futuro. Esta idolatría lleva al hombre posmoderno a perderse en la multiplicidad de los propios deseos, frecuentemente caóticos. La historia se convierte así en una serie de instantáneas que pasan sin ningún tipo de correlación. Así para los posmodernos no hay historia.
La fe nos orienta hacia una verdad mucho más grande que nosotros mismos. Po eso puede volver a abrir nuestra mirada hacia el futuro, haciendo así inteligible de nuevo el transcurso del tiempo como historia.
c) La vida consagrada como “hesed”, fidelidad a la Alianza contra las tentaciones idolátricas
Nos encontramos, juntamente con nuestro mundo, en un momento de tránsito de época. Las dificultades que experimentan nuestros contemporáneos y contemporáneas en la vivencia de la fe, están “dentro de nosotros”, y de las diversas generaciones que forman la vida consagrada.
Sería interesante observar cómo la vivencia de la fe y las objeciones o tentaciones contra la fe se viven en las diversas generaciones de la vida consagrada. Hubo un tiempo en que la vivencia era tan radical que nos llevaba a un desposeimiento total de nosotros mismos, incluso a la idolatría de instancias humanas, pensando –acríticamente- que esa era la voluntad de Dios. Hemos idolatrado doctrinas, personas, cargos, pensando que quienes obedecían a ellas nunca se equivocaban.
Imperceptiblemente el sistema religioso se ha ido imponiendo bajo el lema de que someterse a él era sinónimo de someterse a la voluntad de Dios.
Vino después una generación rebelde, que buscaba la libertad y trató de des-divinizar el sistema y sus estructuras. Ha habido una rebeldía en nombre del Dios trascendente, que ha sido purificadora. Pero tenía un riesgo: de tanto des-divinizar podíamos caer en una desconexión total con Dios, para vivir y actuar como si Dios no existiese. De este modo, no pocos se han cuestionado el sentido de la oración, la posibilidad de una mirada de fe permanente ante la realidad. La fe ha ido perdiendo espacio, para dejarlo a la filantropía, la defensa de las libertades y de la propia autonomía. Y como hablar de Dios y encontrarlo resulta tan difícil en nuestro tiempo, han optado por una teología apofática y negativa, como fondo de su vida.
Hay otra generación nueva que cree y quiere creer, pero se siente desconcertada dentro de una vida religiosa tan profundamente diversificada. Esta generación accede a la fe más a través de la inteligencia emocional, que de la mera razón, a través de lo fragmentario que los grandes sistemas. Armoniza sus convicciones de fe con el momento y con aquello que a otras generaciones parece incompatible. Los jóvenes religiosos posmodernos no descubren fácilmente el valor permanente de la Alianza con Dios. Los “por ahora” les bastan. En ellos la tentación idolátrica es sutil, no les lleva a la infidelidad y oposición total, más bien a una infidelidad sucesiva, que en el fondo nada idolatra de forma permanente.
Necesitamos establecer un diálogo de fe inter-generacional que nos impulse a crecer en nuestra experiencia creyente, a detectar las tentaciones idolátricas y a crecer juntos a través de un éxodo de nuestros “yoes” individuales y narcisísticos hacia un “nosotros creyente” de la vida religiosa o consagrada.
3. Hacia la plenitud de la fe en Jesús
a) La voz plena y definitiva de Dios que llama a la fe
Hay un lazo estrecho entre fe, historia y futuro. Esto se manifiesta plenamente en Jesús.
La historia de Jesús manifiesta cuán creíble es Dios. La vida de Jesús fue la manifestación de su amor por nosotros. En Jesús, el Hijo, escuchamos la Voz de Dios sin ninguna interferencia, en plenitud. En él Dios nos habla de forma plena y definitiva. Ahora la fe, es fe en esta Palabra personificada. Jesús es digno de fe, porque murió por nosotros. Dio la vida por sus amigos, como suprema manifestación de amor y amistad.
La resurrección de Jesús no fue un hecho puramente espiritual, sino histórico. Dios actúa en la historia y hace que un hombre que murió, viva y no muera más. Dios actúa en la historia y manifiesta su amor. El Jesús que murió por nosotros por amor, fue resucitado por Dios a favor nuestro también. Creemos
“en la encarnación del Hijo de Dios y creemos en la resurrección en la carne del Hijo de Dios.. Creemos en un Dios que se ha hecho tan cercano a nosotros, que ha entrado en nuestra historia” (LF, 18).
Así Dios ha determinado el destino final de la humanidad, del mundo. En Jesús descubrimos el futuro de la creación. En la fe
“el yo del creyente se expande para ser habitado por Otro, para vivir en otro” (LF, 2).
Jesús no es solo aquel en quien creemos, sino que es aquel a quien nos unimos para creer. La fe no solo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, es una participación en su manera de ver. La vida de Jesús abre un espacio nuevo a la experiencia humana y nosotros podemos entrar en él.
Quien cree en Jesús y con Jesús va siendo transformado por el Amor. La fe en el amor le hace abrirse, salir de su aislamiento, dilatarse más allá de sí mismo. La fe tiene una forma necesariamente eclesial. No es solo escucha de la Palabra, es también anuncio.
“Es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado, hacia la más amplia comunión (LF, 5).
b) La fe en el Amor “sin trampa”
Pero alguien se preguntará: ¿esta fe en Jesús no será una fábula? El pensamiento pos-metafísico actual afirma que no hay una verdad absoluta; hay verdades relativas; estamos en la sociedad líquida; hay que dar lugar a las diversas formas de ver la realidad (aceptar el pluralismo cultural y religioso). También el “amor” es líquido. Es una “pura emoción pasajera”, que se consume rápidamente, frenéticamente. Por eso se le da hoy tanta importancia a la emoción y no tanto a la razón. Se piensa que una verdad compartida por muchos es enemiga de la libertad, es opresora, da miedo, porque suscita fundamentalismos, porque parece se parece a la imposición intransigente de los totalitarismos.
La encíclica quiere responder a esta objeción diciendo que hay conexión entre fe y verdad, a partir del amor. No solo existe la “verdad científica”, sino también la “verdad del amor”. Sin amor la verdad es fría, impersonal, opresora. Pero si la verdad es la verdad del amor, entonces queda libre del atrapamiento por parte del individuo, y puede formar parte del bien común. El amor se vive siempre en cuerpo y alma. Es imposible creer solos. La fe no es una opción individual que acontece en la interioridad del creyente. La fe se abre por su naturaleza al nosotros[1].
La fe nos hace vivir así en comunión con hermanos y hermanos, formando todos un solo Cuerpo. Por eso, la idolatría hace al ser humano un prisionero de sí mimo, esclavo del miedo a perderse y por tanto cerrado al futuro.
Este amor de Dios es real si es verdadero. ¿Existe una verdad mayor que nosotros mismos, que nuestro yo? Para responder a esta cuestión nos encontramos con dos obstáculos:
c) El diálogo de la fe y la razón
Hay que demostrar la relación entre verdad y amor que defiende la fe cristiana. La encíclica subraya que, desde el punto de vista cristiano, la relación entre amor y verdad es esencial:
“La fe conoce en cuanto está unida al amor, en cuanto el amor mismo ya trae una luz” (LF, 26).
Este amor influye en la afectividad, pero lo hace para
“abrir a la persona amada e iniciar un camino que es un salir de la clausura de uno mismo y dirigirse a otra persona, para así construir una relación que permanezca. El amor tiene como objetivo la unión con la persona amada” (LF, 27).
La verdad del amor no es una verdad abstracta, sino personalista, estrechamente ligada a la persona. Pero si el amor sólo estuviera basado en el afecto pasajero, ese amor no sería capaz de sacarnos de nuestro aislamiento, ni de liberarnos del instante fugaz (LF, 27). . Ese tipo de amor, desconectado de la verdad, amenazaría el éxodo del yo hacia el otro. Un amor inteligente e iluminado abre los ojos de la mente hacia “un modo relacional de mirar el mundo, que se convierte en conocimiento compartido, visión en la visión del otro y visión común sobre todas las cosas” (LF, 27).
Este tipo de amor, que provoca un éxodo de nosotros mismos hacia el otro, abre nuestra razón a un conocimiento no solo relacional sino también simpatético con el otro y en el otro. Este se hace visible y real en Jesús de Nazaret, en su persona. Jesús es una persona –es claro en el cuarto Evangelio- que se ve y se escucha. Jesús dice que Él es la Verdad. Y si esto es así, quien ama a Jesús sale de sí mismo y entra en el ámbito de la verdad compartida.
Por esto, la fe implica un diálogo con la razón. Y además, por su relación con el amor “no es intransigente, sino que crece con la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad lo hace humilde, sabiendo que, más que ser propietarios de la verdad, es la verdad la que nos posee y abraza. Lejos de volvernos rígidos, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible nuestro testimonio y nuestro diálogo con todos (LF, 34).
La fe tiene que ver con una verdad que acontece en la relación con Dios y con el ser humano, y, por lo tanto se vive en cuerpo y alma. Cuando dialoga con la ciencia, invita al científico a no pararse, ni sentirse satisfecho con lo ya investigado; lo invita a seguir abierto a la realidad, a una naturaleza siempre mayor. La fe ensancha el horizonte de la razón e ilumina mejor el mundo (LF, 34)
El verdadero enemigo de la cultura de la Ilustración no es la fe, sino la idolatría del “yo narcisista”, del cual la ciencia puede ser una víctima potencial, como lo fue en otros tiempos del totalitarismo. Pero una fe abierta al Dios inabarcable es una aliada de cualquier forma de búsqueda (de la verdad, de la belleza, del amor, de la religión). Dios siempre desconcierta. Dios nos hace salir de nuestra seguridades.. Todos los que desean creer se ponen en camino y “aun sin saberlo se encuentran en el camino hacia la fe”, tratando de actuar como si Dios existiese” (LF, 37).
d) El amor como motor de la fe en la vida consagrada
En la vida consagrada la fe se nutre del amor a nuestro Dios Trinidad, del amor a nuestros hermanos y hermanas, del amor que nos lleva a servir apasionadamente a quienes nos necesitan. Es ese amor, explicitado en diversas dimensiones, el que nos hace creer. Cuanto más verdadero es nuestro amor, más intensa y amplia es nuestra fe.
La crisis del corazón pone en riesgo la fe en la persona de Jesús, en su presencia entre nosotros, en el Espíritu del Padre y del Hijo que actúa en nosotros. No es la fe la que ha sostenido a la vida consagrada, sino el amor apasionado, la “perfecta caritas”.
La falta de amor nos hace desconfiar de lo absoluto y de lo relativo. Pero cuando la vida consagrada se enciende en amor, entonces, su mente se dilata, queda iluminada y comienza a comprender lo que antes no comprendía. La misión de la vida consagrada es, ante todo, una conexión de amor, con el Espíritu Santo que es el Amor de Dios derramado sobre el mundo. Participar en ese acontecimiento nos configura como creyentes, personas capaces de ver lo que ordinariamente no se ve, nos vuelve partícipes de la “mente de Cristo”.
Es verdad que acoger amorosamente la fe en nosotros nos lleva a atravesar espacios de oscuridad, de tribulación, de auténticas experiencias de “Getsemaní” o de “Calvario”. Cuando no hay ídolos en nuestra vida y nos envuelve la oscuridad, sólo el corazón mantiene viva una lucecita de fe, que pasada la tribulación se convertirá en llamarada de Pentecostés.
4. La transmisión de la experiencia de fe
a) No creemos solos
La fe no es sólo un acontecimiento personal, es también relacional. “Participamos de una memoria mayor que nosotros mismos” (LF, 38), una memoria que otros fueron elaborando y que nos excede y precede.
La fe está abierta al “nosotros”: acontece dentro de la comunión de la Iglesia, como se atestigua la forma dialogada del Credo en la Vigilia pascual.
“Quien recibe la fe descubre que los espacios de su yo se amplían y se generan en él nuevas relaciones que enriquecen su vida” (LF, 39).
La transmisión de la fe no es, por lo tanto, la transmisión de una idea o de una doctrina. Es, más bien:
“una luz que toca a la persona en su centro, en el corazón, que la implica en su mente, en su querer y en su afectividad, abriéndola a relaciones vivas en la comunión con Dios y con los otros” (LF, 40).
Se trata de una transmisión que pone en juego todo nuestro ser (cuerpo, espíritu, relaciones). La fe necesita un ámbito en el que se pueda testimoniar y comunicar. El medio para transmitir esta riqueza son los sacramentos (LF, 36), y sobre todo, la celebración de la Eucaristía, memorial de Jesús y memoria del futuro, “misterio de la fe”. Por eso, la fe despierta cuando despierta así mismo un nuevo sentido sacramental en nuestra vida, en el cual se descubre que lo visible y material está abierto al misterio de Dios (LF, 40).
Cuando confesamos el “Credo”, somos invitados a entrar en el Misterio y a dejarnos transformar por él. El “Credo” es un “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo” explicitado. En él ponemos a nuestro Dios Trinidad en el centro de todo, recorremos los misterios de la vida de Jesús hasta su muerte, resurrección y ascensión al cielo, en la espera de su venida gloriosa al final de los tiempos, confesamos la presencia vivificadora y plenificadora del Espíritu Santo:
“Quien confiesa la fe, se ve implicado en la verdad que confiesa. No puede pronunciar con verdad las palabras del Credo sin ser transformado, sin inserirse en la historia de amor que lo abraza, que dilata su ser haciéndolo parte de una comunión grande, del sujeto último que pronuncia el Credo, que es la Iglesia. Todas las verdades que se creen proclaman el misterio de la vida nueva de la fe como camino de comunión con el Dios vivo. (LF, 45).
También la oración del Señor, el Padrenuestro nos hace compartir la experiencia espiritual de Jesús y ver la realidad con sus ojos, con su luz (LF,46).
Los Diez Mandamientos son –desde esta perspectivas- clausulas de nuestra fe, es decir, de nuestra fidelidad a la Alianza con nuestro Dios (LF, 46).
El tesoro de memoria que la Iglesia transmite se concentra, pues, en la confesión de fe, la celebración de los sacramentos, el camino en alianza del decálogo, en la oración (LF, 46).
b) Una vida consagrada “transmisora de la experiencia de la fe”
Es constitucional para las diversas formas de vida consagrada configurarse en torno a la fe. El Credo recibe en nosotros una peculiar forma: la profesión de los consejos evangélicos, votos contra la idolatría del poder, del tener, del sexo. Repetimos constantemente el “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Nuestra participación en la gran experiencia simbólica del Año Litúrgico en el día a día se convierte en el vehículo de la transmisión de la experiencia de la fe, y del crecimiento conjunto en ella.
Nuestro anhelo es convivir en comunidades en las cuales fluyan sin bloqueos corrientes de fe; comunidades en las cuales podamos transmitir experiencias de fe, y recibir experiencias de fe. Necesitamos re-encontrarnos con la “conversación espiritual”: ¡dime de qué hablas y te diré quién eres! El Espíritu de Jesús , la Palabra de Jesús llega a nosotros con más fuerza a través del conducto del hermano, de la hermana, del prójimo de la comunidad.
Desde esta transmisión interna, o intracomunitaria, la transmisión eclesial y misionera de nuestra fe recaba más legitimidad, más fuerza y más credibilidad. Nuestra sociedad posmoderna necesita que lleguen a ella rayos de la luz de la fe. Nuestras comunidades de fe proyectan haces de luz, que brotan del amor que las constituye y con el cual intentan servir.
5. La fe como esperanza en la nueva Jerusalén
a) Cómo la memoria del futuro transforma el presente del mundo
La Carta a los Hebreos presenta la fe no solo como un camino, sino también como una edificación y la preparación de un lugar en el que el ser humano pueda convivir con los demás (LF, 50).
La fe es fe en una promesa de Dios, que culmina con la oferta de la ciudad fiable que Dios nos está preparando, la nueva Jerusalén (LF, 50). La fe no nos aleja del compromiso por un mundo más justo, más en paz, más ecológico. Su luz ilumina no solo a la Iglesia, ni solamente sirve para la ciudad del más allá. Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios. (LF, 51)
Sin Dios Padre-Madre el ser humano pierde su puesto en el universo. Se difumina en la naturaleza. Renuncia a su propia responsabilidad moral. Tiende a hacerse árbitro absoluto atribuyéndose un poder de manipulación sin límites” (LF, 54)
La concepción relacional del ser humano abierta por la fe, nos ayuda a considerar la naturaleza como una morada que nos ha sido confiada. Ello nos invita a encontrar modelos de desarrollo que la consideren no como un mero recurso de material para la explotación y el consumo, sino como don que debemos agradecer y usar adecuadamente, conjuntamente.
“Cuando la fe se aminora existe el riesgo de que también se aminoren los fundamentos de la vida… Si quitamos la fe en Dios de nuestras ciudades, se enfriará la confianza entre nosotros; lo que nos unirá será solamente el miedo; quedaría amenazada la estabilidad” (LF, 55).
La fe en Dios nos garantiza una política anti-idolátrica, que respeta la trascendencia y no manipula ni al hombre ni a la mujer creados a imagen y semejanza de Dios.
La encíclica termina afirmando que la fe no elimina ni resuelve intelectualmente el enigma del sufrimiento, individual o social. En cambio, lo ilumina como “una lámpara que nos guía en la noche… y esto es suficiente para el camino… ofrece una respuesta bajo la forma de una presencia que nos acompaña” (LF, 57). El futuro nos viene de Jesús resucitado.
“En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que nos coloca en una perspectiva diversa respecto a las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que nos da un nuevo impulso y una nueva fuerza para la vida de cada día” (LF, 57).
b) Redescubriendo el testimonio escatológico en la vida consagrada
Cuando somos comunidades de creyentes, al estilo de Abraham, de María, de nuestros Fundadores, proyectamos sobre el mundo una luz que viene del futuro. Nosotros no queremos conquistar el mundo. Esa no es nuestra misión. Sino que nuestro deseo es que el mundo sea conquistado por Dios, por su Reinado. Nuestro deseo no es servir el viejo templo, ni favorecer la ciudadanía de la vieja Jerusalén. Somos utópicos, porque sabemos que el futuro del mundo está en las manos del Dios de la Alianza nueva y definitiva.
No queremos ser extraños a la ciudad terrena. Pero sí que deseamos que en ella se vayan marcando los rasgos de la ciudad futura, de la nueva Jerusalén. Nuestra impaciencia apocalíptica nos lleva sentirnos peregrinos, pero comprometidos con esta historia del mundo. Son muy diversas las formas de nuestro compromiso. Tenemos el peligro de contentarnos con “nuestra obra” y no explicitar que lo más importante es “la obra de Dios”, el “venga a nosotros tu Reino”, el “hágase tu voluntad… en la tierra como en el cielo”.
Si en lugar de ser místicos de la misión –humildes y generosos colaboradores del Espíritu Santo-, nos contentamos con ser trabajadores religiosos -empleados y asalariados de un sistema que nos permite no estar desempleados, pero que tampoco nos apasiona-, nuestra vida pierde su sentido, la “sal se vuelve sosa”, “la luz queda colocada debajo del celemín”.
Conclusión
La fe no es presentada en la Encíclica en términos “anti-modernos”. Más bien se sitúa en aquel horizonte que ha supuesto una laboriosísima tarea de la modernidad: ¡las luces! La búsqueda de la luz. El cristianismo forma parte también de esa historia, de esa búsqueda. Lo hace volviendo a las raíces de su fe.
La resurrección de Jesús en la carne es una memoria que nos abre constantemente hacia el futuro, el futuro de la creación y de la humanidad.
El Papa Francisco les pide a los jóvenes, pero también a nosotros los religiosos, “que no nos dejemos robar la esperanza”.
La fe es la respuesta a los totalitarismos a las intolerancias de la razón moderna o a la confusión y el diluirse en la muerte de la razón posmoderna. La enfermedad grave del ser humano hoy no es la razón, sino la servidumbre ante un yo idolátrico y narcisista. La encíclica puede servir a un diálogo con quienes coincidan con este diagnóstico.
Estamos en un momento histórico propicio para oponernos al modelo de sociedad consumista que tanto ha alimentado el culto idolátrico al yo narcisista, para poner en el centro de la vida social la relación solidaria y simpatética con el otro, especialmente con el excluido. Esto requiere recorrer un camino de éxodo, salida del propio yo para llegar al nosotros. Hemos hablado mucho del individualismo que a veces se apodera de nosotros, los religiosos. Yo hablaría más bien de la “egolatría” que imperceptiblemente nos separa de la comunidad y de la fe. Nuestra lucha contra la idolatría y la egolatría dará sus frutos. Esto será un bien para toda la sociedad. Una vida consagrada humilde, en la cual se cultiva el amor apasionado, “creerá”, “esperará”, anticipará los sueños de Dios sobre la tierra, responderá admirablemente a su misión.
[1] Cf. Mario Imperatori, “Lumen Fidei”: un’esodo dall’io al noi, en “La Civiltà Cattolica”, 3917 (2013), pp. 345-355.
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