En este día en que conmemoramos la fiesta de san Antonio María Claret quiero evocar su figura. ¿Cómo hacerlo en este momento concreto de nuestra historia? ¿Cómo hacerlo cuando son tantos los conflictos que la crisis económica está provocando, cuando en la Iglesia descubrimos tantas contraposiciones y desajustes, cuando no acabamos de encontrar el modo de ser comunidad, buenos amigos, de hacernos la vida más agradable, de establecer relaciones sólidas de alianza? Creo que lo mejor es fijarse en el “corazón”. Claret tuvo un corazón de oro y quiso que sus hijos espirituales nos llamáramos “hijos del Corazón”. Desde esa perspectiva contempló a Dios y a María. Dediquemos un momento a meditar sobre ello, escuchando, sobre todo, sus palabras.
Cuando leemos los escritos de san Antonio María Claret nos encontramos con un doble discurso evangelizador, a veces, muy difícil de conciliar. Por una parte, el discurso evangelizador de la in-doctrinación, de la enseñanza de aquello que la Iglesia de su tiempo predicaba –en absoluta fidelidad-, y, por otra el discurso de la cordialidad que le llevaba a estar muy cercano a la gente, muy preocupado por cualquier persona en necesidad. Antonio María Claret fue en su doctrina conservador, pero en su talante enormemente abierto y empático.
Un hombre profundamente compasivo
En su autobiografía Antonio María Claret se define como un hombre profundamente compasivo. Nos cuenta que sentía una profunda y espontánea empatía con las personas necesitadas de alimento, aquejadas por cualquier miseria corporal o psicológica[1].
Mostró –ya desde niño- una peculiar empatía con “los ancianos y estropeados”. Nos relata en su Autobiografía que esto lo descubrió cuando siendo todavía niño sentía una fuerte tendencia a cuidar de su abuelo materno, que lo distinguía de sus hermanos y primos:
“Daba la mano a mi abuelo Juan Clará, padre de mi madre, y como era de noche y a él ya le escaseaba la vista, le advertía de los tropiezos con tanta paciencia y cariño que el pobre viejo estaba muy consolado al ver que yo no le dejaba, ni huía como los demás hermanos y primos, que nos dejaron a los dos solos. Y siempre más le profesé mucho amor hasta que murió: y no solo a él, sino también a todos los viejos y estropeados…” (Aut, 28)
También sentía una especial compasión hacia los obreros en aquellos momentos en que habían de ser corregidos o humillados:
“La pena mayor que tenía era cuando oía que mis padres habrían de reprender a algún trabajador porque no había hecho bien su labor. Estoy seguro que sufría yo muchísimo más que el que era reprendido, porque tengo un corazón tan sensible que, al ver una pena, tengo yo mayor dolor que el mismo que la sufre (Aut 32).
La empatía hacia el sufrimiento o la humillación del otro configuró y modeló el carácter de Antonio María Claret y su modo de tratar a los demás. Cuando nos recuerda cómo trataba a los obreros, nos dice que había recibido del cielo un “espíritu de dulzura”, o ternura:
Yo lo hacía así sin saber por qué, pero con el tiempo he sabido que era por una especial gracia y bendición de dulzura con que el Señor me había prevenido. Así era como de mí los trabajadores siempre recibían con humildad la corrección y se enmendaban; y el otro compañero, que era mejor que yo, pero que no había recibido del cielo el espíritu de dulzura… Allí aprendí cuánto conviene tratar con afabilidad y agrado a todos, aun a los más rudos, y cómo es verdad que más buen partido se saca del andar con dulzura que con aspereza y enfado” (Aut, 34) .
Cuando Claret describe su forma de ser y de relacionarse, nos dice que era un hombre pacífico, muy alejado de la violencia:
“Siempre estaba contento, alegre y tenía paz con todos. Ni jamás reñí, ni tuve pendencias con nadie, ni de pequeño, ni de mayor” (Aut, 50).
El lado teológico de la compasión
A esta compasión hacia los demás se fue incorporando un nuevo tipo de compasión que tenía mucho que ver con las desgracias espirituales de los seres humanos. La situación de caída en pecado mortal y la posibilidad de condenación eterna –según la teología del tiempo- hicieron que Claret sintiera de modo muy especial el grado máximo de compasión y el deseo de evitar de todas formas esos males. En ese caso la compasión adquiría su grado máximo de paroxismo[2].
Eso le sucedió cuando de niño se vio asaltado por los pensamientos del infierno eterno donde serían atormentadas todas las personas que murieran en pecado mortal.
Ese pensamiento infantil –nunca superado posteriormente- encendió de tal manera su compasión, que deseaba ser misionero, sobre todo, por compasión: para impedir como fuera que las almas de los ignorantes pecadores cayeran en el infierno de penas. Por consiguiente, la compasión, la empatía con el mal físico y espiritual de la gente –en su exacerbación máxima como es la condenación eterna- estuvieron en el origen, en el centro y en el fin de su vocación apostólica.
El pecado mortal le parecía el causante de toda esa desgracia y por eso aprendió a odiarlo hasta casi con un talante morboso.
Más llamativa es la forma que adquiere su compasión cuando se trata del mismo Dios. Antonio María Claret sufre ante las ofensas que se infieren al buen Dios, vejado y ofendido por los pecados de los seres humanos.
En el pecado descubrió, sobre todo, su dimensión teológica, como ofensa al mismo Dios. La compasión tuvo entonces un referente que era el mismo Dios. Sentía una profundísima compasión por el Dios que sufre las ofensas de quienes deberían no ofenderlo:
“¡Ah! esta idea me parte el corazón de pena y me hace correr como… Y me digo: si un pecado es de una malicia infinita, el impedir un pecado es impedir una injuria infinita a mi Dios, a mi buen Padre (Aut, 16).
“Si un hijo tuviese un padre muy bueno y viese que, sin más ni más, le maltratan, ¿no le defendería?” (Aut, 17).
Claret quiere defender a su buen Padre Dios y, por ello, su misión adquiere un talante a veces ofensivo, por defensivo. Da la impresión que la relación de Claret con su abuelo materno se convierte para él como en un paradigma de su relación con el buen Padre Dios:
La cordialidad, eje de la vida y misión de Claret
La compasión y la empatía se tornan, pues, el eje de la vida y conducta de Claret.
Estas son las raíces y el contexto de la cordialidad, hacia la cual Claret era tan sensible. Él define su devoción a María con el superlativo de “cordialísima” (Aut, 43). Claret encuentra en su corazón la sede de su personalidad, el ámbito donde –en última instancia- todo repercute y se asienta[3]. La vocación misionera de Claret tiene su asiento en “su corazón” seducido por la compasión hacia los pecadores[4].
Es muy interesante ver en qué evangelizadores o predicadores de la Palabra se inspiraba Antonio María Claret y qué era lo que de ellos deducía. Dedica el capítulo XII de la autobiografía a “los estímulos que me movían a misionar, que fue el ejemplo de los Profetas, de Jesucristo, Apóstoles, Santos Padres y otros santos”. De este capítulo entresaco algunas notas o ideas:
Introduce el capítulo diciendo:
“Además de este amor que siempre he tenido a los pobrecitos pecadores, me mueve también a trabajar para su salvación el ejemplo de….” (Aut, 214).
Claret menciona a los profetas Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Elías y los profetas menores. De todos ellos resalta la dimensión de anuncio del castigo de Dios y llamada a la conversión. Sin embargo, hay un profeta ante el cual se detiene y en el cual pone de relieve elementos importantes de cordialidad. Se trata de Jeremías:
“la principal divisa de este gran Profeta es una tiernísima caridad para con sus prójimos; caridad llena de compasión por sus males, no solamente espirituales, sino también temporales; caridad que no le permitía ningún reposo…. Trabajó siempre con mucho ardor en la salud de sus conciudadanos, por cuya razón se le dio el hermoso nombre de Amante de sus hermanos y del pueblo Israel” (Aut, 216)
No obstante, lo que dice de Jeremías no tiene comparación con la figura de Jesús. A Claret le “encanta” “el estilo de Jesucristo en su predicación”: utilizaba un estilo sencillo, directo, fácil de entender[5], ejercía su misión acercándose a la gente a través de la itinerancia, aprovechaba todas las oportunidades para anunciar su Evangelio[6].
El apóstol Pablo “entusiasma a Claret”[7]: es un evangelizador que no se doblega y a quien la pasión evangelizadora lleva a “no gloriarse sino en la cruz de Jesucristo” (Aut 224). Tras Pablo enumera Claret una larga lista de evangelizadores, cuyas vidas y obras encendían en Claret un fuego ardiente e inquietador y que le impulsaban a evangelizador sin respiro y a expresar su compasión teológica con un celo que a veces podía parecer desmedido[8].
Entre los predicadores más recientes Claret se sentía muy motivado por el método apostólico de san Juan de Ávila. Resaltaba en él su capacidad de llegar al corazón, a las entrañas:
“San Juan de Ávila, con una razón que decía y un grito que daba, conmovía y abrasaba los corazones y entrañas de los oyentes”. (Aut, 302).
Más curioso e interesante es descubrir cómo las mujeres evangelizadoras le servían de una peculiarísima inspiración y se tornaban para él en auténticos modelos. Quiero resaltar, ante todo, la figura de santa Catalina de Sena. Fue una mujer que influyó mucho en el espíritu de Claret. En una carta a la hermana María de los Dolores, fechada el 30 de octubre de 1843, le escribía:
“le envío la vida de santa Catalina de Sena, que es mi maestra y directora y me enfervoriza y mueve tanto, que al leer su vida me es preciso tener en una mano el libro y en la otra el pañuelo para enjugar las lágrimas que de continuo me hace derramar”[9].
De Catalina de Sena recuerda que aunque el ministerio de predicar pertenezca sólo a los obispos, el papa Gregorio XI la mandó predicar en presencia suya y de todo el Consistorio de Cardenales y, después, lo hizo en muchas ocasiones “venerando en ella un nuevo apóstol poderoso en obras y en palabras”[10]. Pero también predicó al pueblo: “su corazón ardía en fuego de santo celo, arrojaba vivas llamas en las palabras que decía y eran tantos los pecadores que se enternecían y mudaban de vida que llevaba muchos confesores en su compañía”[11]. Claret se identifica también con la compasión que Teresa de Jesús mostraba hacia quienes se condenan[12].
Evangelizar “cordialmente”
Cuando Antonio María Claret habla de su método de catequesis dice cómo intentaba captar la benevolencia de las personas:
“En los primeros días presentaba la virtud y la verdad con los colores más vivos y halagüeños, sin decir una palabra contra los vicios y viciosos. De aquí es que, la ver que eran tratados con toda indulgencia y benignidad, venían una y más veces, y después se les hablaba con más claridad, y todos lo tomaban a bien y se convertían” (Aut 290).
En su evangelización tenía como objetivo “llegar al corazón”. Se propuso hacer de los libros un medio privilegiado de evangelización. Dice que los malos libros, periódicos y folletos corrompen las creencias y pervierten las costumbres
“empezando por extraviar el entendimiento, luego a corromper el corazón, y del corazón corrompido salen todos los males, como dice Jesucristo; hasta llegan a negar la primera verdad, que es Dios y origen de todo lo verdadero: Dixit insipiens in corde suo: non est Deus” (Aut, 311).
Cuenta Claret algo que le aconteció con un hombre aparentemente fuerte, alto, fiero, que a través de una estampa que Antonio María Claret había dado a un niño y movido por la curiosidad, cambió su vida:
“Quedé solo en casa y, picado de la cursiosidad y para pasar el tiempo, cogí la estampa y la ley. Yo no puedo explicar lo que sentí en aquel momento: cada palabra era para mi un dardo que se clavaba en mi corazón… He sido comandante de gente muy mala. Padre, ¿habrá perdón para mí? – Sí, señor, sí; ánimo, confianza en la bondad y misericordia de Dios. El buen (Dios) le ha llamado para salvarle, y V. ha hecho muy bien en no endurecer su corazón y en poner luego por obra la resolución de hacer una buena confesión. – Se confesó, le absolví y quedó muy contento y tan alegre, que no acertaba a expresarse”· (Aut, 320).
Para Claret un misionero no debe tener un corazón contaminado por la vanidad, sino configurado por la humildad[13]. Él pone el ejemplo de la fragua donde se forja el hierro y es moldeable para obtener de él la forma que se pretenda:
“Vos, Señor mío y Maestro mío, pusisteis mi corazón en la fragua de los santos Ejercicios espirituales y frecuencia de Sacramentos, y así, caldeado mi corazón en el fuego del amor a Vos y a María Santísima empezasteis a dar golpes de humillaciones, y yo también daba los míos con el examen particular que hacía de esta virtud, para mí tan necesaria” (Aut, 342).
Pero el gran ejemplo de humildad lo encontró en Jesús que se presentó como maestro de mansedumbre y humildad de corazón (Aut 356)
Claret le dio una especialísima importancia a la mansedumbre como virtud auténticamente apostólica Él sabía que los mansos son bienaventurados porque poseerán la tierra, pero como añade Claret “no solo la tierra de promisión y la tierra de los vivientes que es el Cielo, sino también los corazones terrenos de los hombres” (Aut 372). Es una virtud que hace al misionero atractivo:
“Así son los hombres. Si se les trata con mansedumbre, todos se presentan, todos vienen y asisten a los sermones y al confesonario; pero, si se les trata con aspereza, se incomodan, no asisten y se quedan allá murmurando del ministro del Señor” (Aut 3,73).
Y advierte, citando a Sant 3,13-15 que “la ciencia sin dulzura, sin mansedumbre, la llama diabólica… El celo amargo es arma de que se vale el diablo y el sacerdote que trabaja sin mansedumbre sirve al diablo y no a Jesucristo. Si predica, ahuyenta a los oyentes, y si confiesa, ahuyenta a los penitentes” (Aut 376). Claret comprendió que:
“El celo es un ardor y vehemencia de amor que necesita ser sabiamente gobernado” (Aut 381).
Claret abordó, como virtudes apostólicas, además de la mansedumbre, la humildad, la pobreza, la modestia, la mortificación (a la que le dedica mucho espacio y dos capítulos) y la virtud del amor a Dios al prójimo, a la que le dedica el capítulo 30 de la autobiografía.
“La virtud más necesaria es el amor; la virtud que más necesita un misionero apostólico es el amor … Si no tiene este amor, todas sus bellas dotes serán inútiles; pero, si tiene grande amor con las dotes naturales, lo tiene todo” (Aut. 438).
Después de esta afirmación fundamental recurre Claret a la imagen del fuego en el fusil[14], o del fuego material en la locomotora del ferrocarril, o en la máquina de un buque de vapor[15]. Este don del amor debe ser pedido, suplicado a la Santa Trinidad[16] y debe ser deseado. Así lo expresaba Claret en una bellísima oración:
“¡Oh Señor mío, Vos sois mi amor! ¡Vos sois mi honra, mi esperanza, mi refugio! ¡Vos sois mi vida, mi gloria, mi fin! ¡Oh amor mío!… Haced, Padre mío, que yo os ame como Vos me amáis y como queréis que os ame… ¡Oh Jesús mío! Os pido una cosa que yo sé me la queréis conceder. Sí, Jesús mío, os pido amor, llamas grandes de ese fuego que Vos habéis bajado del cielo a la tierra. Ven, fuego divino. Ven, fuego sagrado; enciéndame, abráseme, derrítamete y derrítame al molde de la voluntad de Dios… Oh Madre mía, María! ¡Madre del divino amor, no puedo pedir cosa que os sea más grata ni más fácil de conceder que el divino amor, concedédmelo, Madre mía! ¡Madre mía, amor! ¡Madre mía, tengo hambre y sed de amor! ¡Oh Corazón de María, fragua e instrumento del amor, enciéndame en el amor de Dios y del prójimo”” (Aut 444-448).
Claret llega a hacer en el número 448 de su Autobiografía una gran declaración de amor al prójimo que llama mucho la atención por la pasión que encierra:
“¡Oh prójimo mío!, yo te amor, yo te quiero por mil razones… Te amo, y por amor te libraré de los pecados y de las penas del infierno. Te amor, y por amor te instruiré y enseñaré los males de que te has de apartar y las virtudes que has de practicar, y te acompañaré por los camiunos de las obras buenas y del cielo” (Aut 448).
“El misionero apostólico ha de tener el corazón y la lengua de fuego de caridad. El V. Avila fue un día preguntado por un joven Sacerdote qué es lo que debía hacer para salir buen predicador, y le contestó muy oportunamente: amar mucho. Y la experiencia enseña y la historia eclesiástica refiere que los mejores y mayores predicadores han sido siempre los más fervorosos amantes” (Aut 440)..
Claret amó de corazón a sus enemigos, porque en su corazón no cabía el odio[17]. Pero el corazón se le partía de pena cuando veía la situación de descristianización que afecta, por ejemplo, en su tiempo a Andalucía[18].
Aprender el arte de la cordialidad
Antonio María Claret hizo de su vida una parábola de cordialidad. Nos invita a hacer nosotros lo mismo. Poco importa nuestra forma peculiar de ver las cosas: si somos “cordiales” lo tenemos todo. La empatía nos salva. Ella es capaz de hacer belleza de la diversidad. Cuando la cordialidad se trasciende y se vuelve cordialidad hacia Dios, el corazón de piedra, o de carne, se convierte en corazón de oro. Es el mejor regalo que le puede ser concedido a una persona. Quienes tienen el corazón de oro salvan el mundo.
[1] “Eso me daba mucha lástima (el para siempre del penar en el infierno), porque yo, naturalmente, soy muy compasivo” (Aut., 9).
[2] “La razón es que, como yo, he dicho, soy de corazón tan tierno y compasivo que no puedo ver una desgracia, una miseria que no la socorra, me quitaré el pan de la boca para dar al pobrecito, y aun me abstendré de ponérmelo en la boca para tenerlo y darlo cuando me lo pidan, y me da escrúpulo el gastar para mi recordando que hay necesidades para remediar; pues bien, si estas miserias corporales y momentáneas me afectan tanto, se deja comprender lo que producirá en mi corazón el pensar en las penas eternas del infierno, no para mi, sino para los demás que voluntariamente viven en pecado mortal” (Aut, 10).
[3] “Mientras estaba yo en estos santos pensamientos ocupado con grande placer de mi corazón, de repente me vino una tentación, la más terrible y blasfema contra María santísima…” (Aut, 51). “En medio de esta barahúnda de cosas, estando oyendo la santa Misa, me acordé de haber leído desde muy niño aquellas palabras del Evangelio: ¿de qué le aprovecha al hombre el ganar todo el mundo, si finalmente pierde su alma? Esta sentencia me causó una profunda impresión… fue para mí una saeta que me hirió el corazón; yo pensaba y discurría qué haría, pero no acertaba. (Aut, 68). Como acababa de hacer los ejercicios me hallaba muy fervoroso. Así es que todo mi afán era aspirar a la perfección, y como en el noviciado veía tantas cosas buenas, todo me llamaba la atención; todo me gustaba mucho y se me grababa en el corazón (Aut, 142). Dice que el ejemplo de las santas le causaba mucha impresión: “Oh, qué impresión tan grande causaban en mi corazón!” (Aut 234).
[4] “Os digo con franqueza que yo, al ver a los pecadores, no tengo reposo, no puedo aquietarme, no tengo consuelo, mi corazón se me va tras ellos, y para que vosotros entendáis algún tanto lo que me pasa, me valdré de esta semejanza. Si una madre muy tierna y cariñosa viera a un hijo suyo que se cae de una ventana muy alta o se cae en una hoguera, ¿no correría, no gritaría: hijo mío, hijo mío, mira que te caes? ¿No le cogería y le tiraría por detrás si le pudiera alcanzar? ¡Ay, hermanos míos! Debéis saber que más poderosa y valiente es la gracia que la naturaleza. Pues si una madre, por el amor natural que tiene a su hijo, corre, grita, y coge a su hijo y le tira y le aparta del precipicio: he aquí, pues, (lo) que hace en mí la gracia” (Aut. 211).
[5] Cf. Aut, 222. Y Claret trató de imitarlo: esto dice su biógrafo Aguilar: “lo que más caracterizaba la predicación de Claret era la abundancia de símiles y comparaciones con que amenizaba y hacía sensibles los conceptos más abstractos, sasándolas de los animales, de las plantas, de las piedras, de las costumbres y cosas cases con una prontitud y una oportunidad de todo punto inimitables” (Aguilar, F, Vida, p. 76).
[6] “Quien más y más me ha movido siempre es el contemplar a Jesucristo cómo va de una población a otra, predicando en todas partes; no sólo en la poblaciones grandes, sino también en las aldeas; hasta a una sola mujer, como hizo a la Samaritana, aunque se hallaba cansado del camino, molestado de la sed, en una hora muy intempestiva tanto para él como para la mujer” (Aut 221).
[7] “Pero quien me entusiasma es el celo del apóstol san Pablo” (Aut 224).
[8] “En las vidas y obras de estos Santos meditaba, y en esa meditación se encendía en mí un fuego tan ardiente, que no me dejaba estar quieto. Tenía que andar y correr de una a otra parte, predicando continuamente. No puedo explicar lo que en mí sentía. No sentía fatiga, ni me arredraban las calumnias más atroces que me levantaban, ni temía las persecuciones más grandes. Todo mera dulce con tal que pudiese ganar almas para Jesucristo, para el cielo y preservarlas del infierno” (Aut 227).
[9] EC I, pp. 122-123.
[10] Aut., 238.
[11] Aut, 238.
[12] B.R. Espíritu de santa Teresa, Madrid-Lima 1852. “De aqui también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan (estos luteranos en especial, porque eran ya por el Bautismo miembros de la Iglesia) y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece cierto a mi pasaría yo muchas muertes muy de buena gana. Miro que, si vemos acá una persona que bien queremos en especial con un gran trabajo o dolor, parece que nuestro mismo natural nos convida a compasión, y si es grande, nos aprieta a nosotros; pues ver a una alma para sin fin en el sumo trabajo de los trabajos, ¿quién lo ha de poder sufrir? No hay corazón que lo lleve sin gran pena. Pues acá, con saber que, en fin, se acabará con la vida y que ya tiene término aún nos mueve a tanta compasión, estotro que no lo tiene, no sé cómo podemos sosegar viendo tantas almas como lleva cada día el demonio consigo (Aut. 251).
[13] “Se me había llenado la cabeza de vanidad, y cuando oía que me alababan, mi corazón contaminado se complacía en aquellos elogios que me tributaban.” (Aut, 341). “A fin de no dejarme llevar de la vanidad, procuraba tener presentes los doce grados de la virtud de la humildad que dice San Benito y sigue y prueba Santo Tomás (2-2 q.161 a.6), y son los siguientes: El primero es manifestar humildad en lo interior y en lo exterior, que es en el corazón y en el cuerpo, llevando los ojos sobre la tierra; por eso se llama humilitas.” (Aut, 355)
[14] “Hace el amor en el que predica la divina palabra como el fuego en un fusil… La divina palabra si se dice naturalmente bien poco hace; pero si se dice por un Sacerdote lleno de fuego de caridad, de amor de Dios y del prójimo, herirá vicios, matará pecados, convertirá a los pecadores, obrará prodigios. Lo vemos esto en san Pedro, que sale del Cenáculo ardiendo en fuego de amor, que había recibido del Espíritu Santo y el resultado fue que en dos sermones convierte a ocho mil personas” (Aut 439).
[15] Cf. Aut 441.
[16] Cf. Aut. 443.
[17] “No obstante de haber marchado siempre con esta precaución en este terreno, no he escapado de las malas lenguas. Unos por despecho, porque no he querido ser instrumento de sus injustas pretensiones; otros por envidia; éstos por temor de perder lo que tienen, aquellos por malicia, y no pocos por ignorancia, sólo porque han oído hablar, han dicho de mí todas las picardías imaginables y me han levantado las más feas y repugnantes calumnias; pero yo he callado, he sufrido y me he alegrado en el Señor, porque me ha brindado un sorbito del cáliz de su pasión, y a los calumniadores les he encomendado a Dios después de haberles perdonado y amado con todo mi corazón” (Aut, 628).
[18] “Al saber yo todas esas iniquidades desde Madrid, el corazón se me partía de pena, deseaba ir allá a predicar; pero S. M. me decía que esperase, que ya predicaría cuando ella iría, y así ha sido. Pero no es esto bastante; es necesario que vayan Misioneros. Al efecto he hablado con los Prelados de aquellas tierras; el S. Nuncio de S. Santidad y la Reina han hablado y escrito cartas para que vayan allá misioneros, y espero que algunos irán, pero pocos, porque no hay sujetos. ¡¡¡Oh Padre celestial, enviad misioneros!!!…” (Aut, 728).
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