Con mucha frecuencia nos dirigimos a María con la tradicional “Salve Regina” o “Dios te salve, reina y madre de misericordia”. La costumbre y el ritmo del rezo nos impiden descubrir la magia que esta plegaria contiene. A veces conviene detenerse, meditar cada una de las palabras y de las frases. Es entonces cuando cada uno de nosotros puede contemplar a María desde una perspectiva nueva. Por eso, os invito a acompañarme en esta contemplación.
El Saludo: salve!
La “Salve Regina” es, ante todo, un saludo a María. No creemos en su muerte, en su ausencia definitiva. Ni siquiera pensamos que dirigirnos a ella sea una pura imaginación poética. La saludamos como a un personaje viviente, extremadamente vivo.
El saludo es siempre el comienzo de un encuentro. Saludar es, ante todo, hacerse presente. Realizar un acto de presencia. Aquí estoy. Aquí estoy para encontrarme contigo, para llamar tu atención. Con el saludo comenzamos nuestras conversaciones telefónicas. Con el saludo llamamos la atención de aquella persona que nos importa. Saludamos a María como alguien de quien queremos obtener su atención y alguien, ante quien, deseamos presentarnos, hacer acto de presencia. Así se inicia el encuentro.
Es verdad, también, que en nuestro saludo, como muy bien dice la palabra castellana, hay un deseo de vida plena. Saludo viene de “salud”. En latín, “salve” tiene el mismo significado: salvación, vida salvada, o deseo de salud. Es bellísimo el encuentro saludo, porque dos vidas se desean mutuamente la vida.
El encuentro con María se realiza siempre simbólicamente. No aparece ella misma. Tenemos casi siempre ante nuestros ojos una imagen real o virtual. Pensamos en ella ante el esplendor o belleza de una imagen: la virgen del Pilar, de Guadalupe, la virgen del Rocío. Tenemos, al mismo tiempo la convicción, de que ella está ahí, al otro lado del misterio. Suponemos que nuestro saludo es respondido, correspondido por ella.
La identidad de María, celebrada
En la Salve hay como un exceso amoroso de títulos con los cuales María es saludada o incluso piropeada:
- reina
- madre de misericordia
- vida
- dulzura
- esperanza nuestra
- abogada nuestra
- clemente
- piadosa
- dulce virgen
- María
Nueve o diez expresiones reflejan la identidad en ella celebrada. María es reconocida como Reina. Sabemos la importancia que tiene en los relatos míticos, legendarios, la Reina, la Reina-madre. Ella fue antes princesa. Las princesas de los cuentos nos suelen emocionar con sus historias. Cuando acaba su aventura, un príncipe suele desposarlas. Son felices. Y se convierten en Reinas. María fue esa princesita, escogida por el mismo Dios, para convertirse en Reina, en Reina-Madre. De ella nació el más esplendoroso vástago y rey. Jesús-rey, el Hijo de Dios, el hijo de David, cuyo reino no tendría fin.
Encontrarse con la Reina es todo un privilegio, un regalo. Es encontrarse con el seno materno, con la fuente de la vida y de la prosperidad. Se decía que en las más antiguas monarquías, si importante era la Esposa del Rey, más importante aún era la Reina-Madre. Ante ella siempre el rey se postraba. Ante ella, todos se postraban. Es casi como una manifestación teofánica de lo divino
María es la Reina Madre que con Jesús huye a Egipto, para que Herodes no mate al rey heredero. Ella es la Reina-Madre que presenta a Jesús a los Magos para que lo adoren y a los pastores. Ella es la Reina-Madre humilde, sencilla, que nunca busca el lujo, el privilegio, sino que está muy cerca, muy cerca del pueblo, de los sencillos. Cuando ella se hace presente, todos respiran, se tranquilizan, esperan.
La gran característica de la Reina Madre es ser “madre de misericordia”. “Cordia” y “miseri” son dos palabras que hablar del corazón y de la miseria. El corazón volcado, orientado hacia la miseria, hacia los miserables. La madre Reina es misericordiosa, tiene un corazón proclive hacia los más necesitados. No busca las élites, la high society. Es la madre preocupada por los últimos, por los desheredados, por los sin casa. Los ojos de la Reina-Madre son por eso, misericordiosos. Tienden a posarse amorosamente en aquellos que no cuentan, que pasan desapercibidos, a quienes nadie atiende, ni mira. Se suele decir que como seres vivientes vivimos, pero como seres humanos existimos. Para existir se necesita algo muy importante: no se existe solo porque tenemos vida, vida biológica, se existe cuando vivimos “ante la mirada del otro”. Es la mirada del otro la que nos concede el don de la existencia. María, la Madre-Reina hace existir a todo aquel que es necesitado, marginado, olvidado. Sus ojos llegan a todos, captan a todos. Ante la Madre nadie pasa desapercibido. Ante ella, todos adquirimos existencia. Ante ella nadie está solo.
La gran característica de la Madre es ser fuente de vida. Fuente de Jesús, esa Vida exuberante e inigualable. Jesús que dijo “Yo soy la Vida”, tenía como fuente de su ser al Espíritu Santo y María: “Soy de la Virgen María y del Espíritu Santo”, canta uno de nuestros más famosos villancicos. Por eso, a María, la llamamos “vida”. Hay una preciosa canción polifónica renacentista de Juan de la Encina (1468-1530) que dice así: “¿A quién debo yo llamar vida mía, sino a ti Virgen María”.
María es la fuente de vida, no solo de Jesús. Es vivificante también para nosotros.
Los desterrados hijos de Eva
La Salve se fija en la situación desgraciada en que nos encontramos muchas veces. El “valle de lágrimas” es un lugar en que nos encontramos cercados por los muros que nos aíslan, que nos encarcelan: allí donde no quisiéramos estar, donde compartimos el sufrimiento, las penas, las desdichas. Nos vemos sorprendidos, casi todos los días, por “malas noticias”, por experiencias de fracaso, de despedida… La vida de no pocas personas en la tierra, está plagada de “malas noticias”, porque viven en pobreza, porque padecen enfermedades crónicas, porque no tienen libertad…. ¡Valle de lágrimas!
Recurrimos a María, desde esta situación, clamando a ella, gimiendo y llorando en este “valle de lágrimas”. Es tal vez una visión demasiado pesimista de la existencia. Pero ¿no estarán llorando hoy las familias que han perdido a sus hijos o esposos o padres -soldados, cuyo avión se estrelló, cuando venían de una misión de paz? ¿No llorarán las víctimas y familiares del terremoto de Italia, de los atentados en las Iglesias de Nigeria, de la crisis económica que se extiende, las víctimas del terror? ¿No llorarán quienes se encuentran la división en la familia, el odio en el trabajo, el desprecio en la vida ordinaria?
Ante María nos presentamos como “desterrados”, “hijos de Eva”. Este valle de lágrimas y suspiros es un destierro, no es nuestra patria. Es un lugar fuera de casa… un lugar perverso, no-lugar. Por el pecado de Eva, y de Adán, fuimos expulsados de la casa paradisíaca. Y desde entonces vivimos en el valle del destierro. Somos herederos de una maldición. Desde esta tierra evocamos a nuestra primera madre, Eva. Pero, también desde esta tierra de destierro volvemos los ojos y los clamores a la nueva Eva. A ella clamamos. Ella puede liberarnos.
Los ojos de María
Pedimos a María que fije sus ojos en nosotros. Sus ojos destilan misericordia. Ese es su color, su identidad, su aroma: ¡ojos misericordiosos! Aquella que halló gracia a los ojos de Dios, tiene gracia y misericordia en sus ojos. Su mirada es capaz de restaurarnos, de devolvernos la vida, la esperanza, el consuelo.
“¡Vuelve a nosotros esos tus ojos!”. Es como si María tuviera sus ojos vueltos hacia otra parte, hacia su Dios, hacia su Hijo. Es como si María tuviera los ojos encendidos en el fuego del Espíritu y se olvidara de nuestra situación. ¿Qué le ocurrirá a María, por qué no dirige a nosotros sus ojos? Podríamos muy bien pensar que María oculta sus ojos porque llora.
El pueblo, y cada uno de nosotros, que esto percibimos, le pedimos que vuelva a nosotros sus ojos, su mirada. Pero no sólo sus ojos, sino “esos tus ojos misericordiosos”. Le suplicamos una mirada comprensiva, amorosa, reconciliadora.
María es Consuelo, Vida. Recurrir a ella es encontrar razones para vivir, para seguir viviendo.
Abogada nuestra
Ella es abogada. Evocamos a esas jóvenes abogadas de hoy, ejecutivas, activas, intuitivas, cercanas a las causas de los pobres y marginados. María es nuestra. Nuestra abogada. Aboga por nosotros cuando estamos como perdidos, cuando el mal nos afecta e incluso cuando somos culpables. Ella es misericordiosa, amorosa, clemente, inteligente.
¡Muéstranos a Jesús!
Desde que se formuló el Ave María se le pide a ella que ruegue por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Se tiene la convicción de que María intercede por quien recurre a ella. Y que esa intercesión será especialmente valiosa e intensa en el momento de la muerte. Sabe el creyente que María no lo abandonará en ese momento de Pascua, de Tránsito. Que al igual que estuvo presente junto a la Cruz de Jesús en su Pascua, estará presente en todos los “pasos” de la vida de sus hijos e hijas, de las personas que se entregan a ella con amor.
En la Salve se da un paso más, en la súplica. Ya no se pide únicamente a María su presencia en el momento de la muerte, sino que “después de este destierro”, nos muestre a Jesús, “fruto bendito de su vientre”. Aquí se expresa que hay una continuidad entre el tiempo y la eternidad. Esperamos que exista esa continuidad. Y que la muerte no interrumpa las relaciones, sino que las potencie.
Con María el cielo se hace más familiar, más cercano. El creyente desea que en el cielo siga ejerciendo la función que ella ha ejercido en su experiencia.
No quisiéramos un cielo totalmente desconectado de la tierra. Quisiéramos que aquello que nos anticipa el cielo en la tierra, sea prolongado en el cielo. No quisiéramos que el cielo fuera un borrón y cuenta nueva. Si María nos ha mostrado a Jesús aquí abajo, que nos lo muestre también allá arriba, en el cielo.
Si decir “te quiero” es decir “tú no morirás”, si la fe en la resurrección tiene mucho que ver con la experiencia del amor, es obvio que la devoción amorosa a María es un grito de resurrección, un clamor de ascensión y glorificación.
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