Cuando intentamos comprender el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, las tinieblas nos envuelven. Son tinieblas luminosas, que excitan nuestra imaginación, que activan los mejores recursos de nuestra persona. Pero, al fin y al cabo… ¡tinieblas! ¡Viernes Santo! ¿Abbá por qué me has abandonado?
Muere el Hijo del Abbá! Muere Aquel, cuyo ser depende constante e inintermitentemente del Abbá… como un río que depende de la fuente, como un rayo que se desprende del sol, como una música que fluye desde un centro emisor. ¿Qué sucede -nos preguntamos- cuando el río no tiene agua para seguir su curso, cuando el rayo de luz se apaga, cuando la música cesa? ¿Qué sucede cuando el Hijo -que depende intermitentemente del Abbá muere? ¿El problema es de la fuente o del río, del rayo o del sol, del centro emisor o de la música, del Hijo o del Abbá? Muere el Hijo del Abbá y exclama: “Abbá mío, Abbá mío, ¿porqué me has abandonado?” Parece como si el Abbá ese viernes santo no tuviera ya energía procreadora, no pudiese generar al Hijo y el Hijo se le muriera saliendo de su seno. ¿No será el viernes santo el día lúgubre del fracaso de la paternidad-maternidad de Dios?
“El Padre está en mí y yo en Él”
No podemos hablar en estos términos cuando nos referimos a la paternidad y maternidad biológica y humana. Nacimos de nuestros padres. ¡Nacimos! ¡En pasado! Al principio necesitamos de sus cuidados, de su tarea educativa. Pero poco a poco nos fuimos independizando, hasta llegar a la independencia adulta. De la pertenencia al centro familiar, se pasa a la creación de otro centro familiar. Mantenemos fuertes lazos afectivos con nuestros padres, pero no dependemos ya de ellos para existir. Asi fue también la relación de Jesús con su madre biológica, María.
Con el Abbá ya es otra cosa. El Hijo depende constantemente del Padre. Viven en mutua inmanencia. Nada puede hacer el Hijo sin el Padre. Todo lo que el Hijo es y vive le nace de la fuente paterno-materna. Y el ser paterno-materno se cumple en esa función esencial y permanente que es “ser padre-madre” del Hijo. Dios es sólo Padre-Madre. No es Padre en unos momentos y otra cosa en otros. Por eso, confesamos en el Credo: “Creo en Dios Padre… creador del cielo y de la tierra”. Es Padre con relación al Hijo, es Padre con relación a toda la creación. ¡Siempre y únicamente Padre!
Por eso, cuando muere el Hijo, cuando queda suprimido el Otro de la Relación constitutiva (¡sólo hay padre si hay hijo, sólo hay hijo si hay padre!), ¿qué ocurre en el Padre-Madre? ¡Qué acontece con el Abbá cuando el Hijo muere?
La muerte de Jesús nos introduce en el Misterio de la Muerte de Dios, la muerte del Padre. En esas tinieblas, percibo sólo una luz, que nos ayuda a explicar el misterio.: ¡El Hijo muere por amor! ¡El Abbá ama hasta morir! Percibo en esta respuesta algo inimaginable: que el Dios grande se hace muy pequeño, el Todopoderoso se reduce a la total debilidad, el Impasible se hace supervulnerable. Y ¡todo por amor! Nos amó tanto que nos entregó al Hijo. Dios no nos exigió pagar nuestras deudas, no nos pidió expiar nuestros pecados, no nos castigó con una penitencia que nos llevara desde la tierra al cielo. Más bien asumió El nuestra causa. Fue El quien no solo pagó por nosotros, sino que nos pagó. No sólo pagó nuestra deuda, sino que Él mismo se hizo deudor nuestro. No nos exigió una reparación por nuestras ofensas. Ni siquiera le pidió al Hijo que nos representara y pagara por nosotros. Él mismo, el Abbá nuestro Abbá, nos reconcilió, nos redimió, a costa de lo que más quería: su propio Hijo. Pagó el máximo precio que podia pagar, nos entregó su tesoro, la realidad más valiosa y amada: su propio Hijo, su Unigénito, su Amado. Nos entregó su cuerpo, derramó su sangre-vida. Al entregárnoslo, Él mismo se entregó a la muerte, a la muerte metafísica, a la muerte de amor más misteriosa e inexplicable. Juan estremecido exclamó: ¡Dios es Amor! En el viernes santo las tinieblas llenaron la tierra… y el cielo! El Hijo bajó a los infiernos. El Padre bajó a los infiernos. El Espíritu fue entregado. Y como la Paloma del Arca, salió… no tenía dónde posarse. ¡El Espíritu revoloteaba sobre el Caos!
¡El Espíritu incubaba sobre el caos!
El viernes santo es el día del caos. El Apocalipsis, el último libro de la revelación, interpreta con imágenes terribles la identidad de este día. El número seis se convierte en la clave de su aspecto caótico y horrible.
Y ese día el Espíritu mantenga bajo su mirada el caos del universo. La muerte estaba en el cielo y un espiritu de vida sobrevolaba el caos de la tierra. Una mujer, lo representaba en su silencio, en su tristeza, pero también en su esperanza. A ella se le había dicho ¡Ahí tienes a tu hijo! En ella no se había interrumpido la fuente de la vida, porque seguía diciendo al Abbá, ¡hágase en mi según tu palabra! La palabra, o mejor, la Palabra -¡en sus últimas palabras!la definió como “madre”. En ella y en el hijo quedó el Espíritu que Jesús exhaló.
El Espíritu incubaba sobre el Caos y, mientras tanto, la esperanza era posible. Podríamos decir que no se apagó ni la paternidad-maternidad de Dios, ni su símbolo femenino aquí en la tierra, la maternidad de María. El viernes y sábado Santo, tras la muerte de Jesús, todo quedó en manos de la Gran Madre y de su Espíritu, de la Mujer que en el Calvario seria nueva Eva.
Es el tiempo de la Nueva Creación. Se está gestando la maravilla de la Resurrección imperecedera. No sabemos el cómo, ni lo podemos imaginar. Era el tiempo del Gran Silencio. La Palabra había muerto. La Palabra definitiva esperaba a ser proferida. La Ruah se condensaba en el corazón y en la boca de Dios. El seno de Dios experimentaba contracciones como de parto. La tierra tembló, los sepulcros se abrieron, el sepulcro se abrió. Todavía era de noche.
¡Qué mañana de Luz, recién amanecida!
Nunca entendí aquello que se decía en otros tiempos: ¡que Jesús resucitó por su propio poder! y que ¡por su propio poder subió al cielo! Fue el Padre quien lo resucitó y quien lo glorificó y quien lo asentó a su derecha en el cielo. La resurrección es un acontecimiento de generación paterno-materna. El Abbá resucita a Jesús, como Abbá, es decir, engendrándolo, con esa energía generadora que es su Espíritu. Pablo en su discurso sobre el Resucitado en Hechos 13, 27-37, así lo atestigua e interpreta: ¡Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy!
El Abbá resucita a Jesús engendrándolo ya definitivamente. Esa generación es al mismo tiempo una nueva constitución del Padre en cuanto Padre. El “Dios ha muerto” del viernes santo, o “el Padre ha muerto” en el Hijo, se convierte el sábado de resurrección, en el “nació mi amor y mi esperanza”. En el “hoy” de la resurrección el Hijo fue engendrado, y ya para siempre. Maria, la madre de la tierra, fue testigo de este nuevo nacimiento “por obra del Espíritu santo”, mientras ella asentía a ser madre, aquí en la tierra, del hijo amado.
¡Ven Espíritu de Vida!
Siempre nos resultará difícil e imposible comprender esta realidad tan misteriosa del Espíritu de Dios. Es la energía que moviliza todo en lo divino. Es el amor, la vida, el viento, el torrente, la inspiración y la espiración. Es el gran agente secreto de todo lo que ocurre entre el Abbá y su Unigénito, de todo lo que el Unigénito realizó aquí en la ¡Tierra
Es gracia, la gracia de las gracias, que Jesús nos conceda el Espíritu No hay noticia más sublime y más deseable que ésta: que el Espíritu nos es concedido y que se derrama sobre nosotros. Es más, Jesús nos invitó a suplicar el don incomparable del Espíritu “¡Cuánto más el Abbá del cielo dará el Espíritu santo a quienes se lo piden!” (Lc I 1,13).
Movidos por el Espíritu inspirados por Él, podemos hacer las obras mesiánicas de Jesús y aún mayores. El Espíritu todo lo resucita, alienta y vivifica. Hasta nuestros cuerpos mortales, que son santuario suyo, serán resucitados por su fuerza, como el cuerpo de Jesús
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