Desde la noche del 24 de diciembre hasta el Bautismo de Jesús, el tiempo litúrgico de Navidad nos invita a reflexionar sobre un evento que transformó la historia: el nacimiento de Jesús de Nazaret.
El período navideño nos desafía a contemplar la vida desde una perspectiva tal vez insospechada. Fijemos la atención en aquella historia -ya conocida- que comenzó María de Nazaret, y José, su esposo, artesano y soñador. Los dos estuvieron a la altura de todo lo que se les confió: colaborar en la “humanización de Dios”. “Y el Verbo se hizo carne”.
A pesar del contexto de pobreza y marginación en que todo sucedió, Dios Padre y el Espíritu santo eligieron a la “virgen” María y a su esposo José para que acogieran -en nombre de toda la humanidad- ese inaudito “regalo. … Y el Hijo de Dios se hizo ciudadano de nuestro planeta. Y vino para iniciar una Gran Reforma: “reunir a todos los hijos de Dios, dispersos y enfrentados”. Y nació… para también morir.
La Navidad es también tiempo de peligro. El Mal no permite que nazcan semillas de bien, y menos aún la Semilla de Dios en la humanidad. El Mal encontró en Herodes su mejor cómplice: por eso, decidió “matar a los niños”. La figura de Herodes sigue también hoy presente, amenazando vidas para que no nazcan o para que no tengan medios para subsistir.
La Navidad nos lleva a Egipto y después a Nazaret. En Egipto la experiencia de inmigración. En Nazaret la casa y el trabajo. Allí acontece la infancia, la pubertad, la juventud de Jesús hasta sus 30 años. Y concluye el tiempo de Navidad cuando Jesús inicia su último viaje, desde Nazaret al Jordán, donde le esperaba el profeta del Bautismo y la manifestación pública de Dios Padre y del Espíritu.
¡Cuánto misterio para dos semanas! Un Jesús humano como cualquier otro. Con un misterio interior apenas desvelado. Así es la Navidad. ¡Donde la Gracia… allí el peligro!
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