La pregunta: la “fe” es “otra cosa”
Quienes pertenecemos a la vida consagrada hoy -en cualquier país y continente- nos preguntamos si somos capaces de transmitir la fe. Lo que parecería obvio no lo es tanto.
Es evidente que estamos todos ocupados en el servicio a la fe: damos clases de religión, preparamos para los demás, liturgias, oraciones, celebraciones de la Palabra, organizamos encuentros, marchas, peregrinaciones. Podemos incluso tener nuestras agendas llenas. Exteriormente estamos “al servicio de la fe”. Pero ¿qué decir cuando enfocamos nuestra interioridad? ¿Nos habita la idolatría o el “ateísmo interior”?
Podemos realizar nuestras clases de religión o de teología, nuestras homilías y oraciones o celebraciones, con gran entusiasmo y aparente convicción. También ocurre lo mismo en quienes explican matemáticas, ciencias sociales, o se entregan cuerpo y alma al deporte, y sin embargo, no son creyentes. El entusiasmo por unas ideas, unas prácticas, no nos convierte automáticamente en “creyentes”. La fe es otra cosa. Por eso, me pregunto: ¿existe ateísmo interior entre nosotros, aunque exteriormente seamos hombre y mujeres religiosos?
Ateísmo social y credibilidad religiosa
Nuestra sociedad se está acostumbrando a funerales sin referencia a Dios; basta -a lo más- una alusión al “de Arriba”, que tiene un cierto impacto psicológico en el momento, pero que con el paso del tiempo se difumina y desaparece como foco de interés.
Nuestra sociedad se está acostumbrando a las celebraciones matrimoniales festivas, bellas, hasta en parajes exóticos, incluso solidarias, pero sin la menor referencia a nuestro Dios. Nacen niños, se celebra su nacimiento, pero sin referencia al Dios Creador y Padre-Madre. Hay un turismo religioso, que no busca el encuentro con Dios, sino la satisfacción de una curiosidad artística, o exótica….
Vemos como normal que personajes relevantes de la ciencia, de la cultura, de la política, del arte en todas sus expresiones, de la economía, del deporte se confiesen no-creyentes.
Asistimos, así mismo, a un alejamiento progresivo de la fe motivado por la seducción de realidades inmediatas que acaparan la atención de la gente: la fascinación tecnológica o artística o deportiva o cultural y política. Marcan el tiempo humano los ritmos de la política, del deporte, de los grandes conciertos, de las fiestas y espectáculos. ¡No el calendario litúrgico!. La sociedad occidental se va alejando de la fe y se siente seducida por la tecnología y las posibilidades que ella hoy nos ofrece. Incluso quienes predicamos la fe, tendemos a confiar más en los medios, que en el mensaje.
La sociedad emergente, las nuevas generaciones son mayoritariamente no-creyentes. Los familiares que, al menos, practican su fe y creen, asisten a este espectáculo y no se preguntan, o no nos preguntamos, qué estaremos haciendo mal… Nos mostramos resignados y nos basta exclamar: ¡pero son buenas personas! Pero no nos planteamos en serio ¿porque nuestra fe no contagia? ¿No somos todos por el bautismo y la confirmación “misioneros”?
La vida consagrada ¿confesión y anuncio de la fe en el siglo XXI?
No suele ser frecuente hablar de la vida consagrada desde la perspectiva de la fe:
- el Concilio Vaticano II nos invitó a contemplarnos desde la perspectiva de la caridad: “perfectae Caritatis”. Y nos hemos lanzado a hacer de la caridad nuestra arma más poderosa: opción por los pobres, atender a los más necesitados, hospitalidad, acogida, cuidado…
- En estos últimos años –ante la situación en que nos encontramos- ha sido también frecuente hablar de la vida consagrada desde la perspectiva de la esperanza. Perspectiva que nos resulta difícil cuando nos sentimos en procesos de receso, decrecimiento, retirada de posiciones apostólicas y un desánimo generalizado. Sí, nos queremos definir como” peregrinos de la esperanza”… pero ésta sigue siendo amorfa, una llamada a la imaginación… pero ¿tiene que ver con una esperanza loca en nuestro Dios? ¿Considera esta esperanza que este mundo no es sostenible, sin la Providencia de Dios?
- ¡Qué poco se habla de la vida consagrada de la perspectiva de la fe y de la transmisión de la fe! Parecemos resignados y un tanto despreocupados de crecer en “fe interior”. Pero ¿sin transmisión de la fe, habrá transmisión de la esperanza? ¿Más todavía… no existe una cierta impresión de que se puede transmitir la caridad, sin demasiada fe?
Este tema nos hace formularnos algunas preguntas, que en la medida en que aparecen pueden inquietarnos de verdad:
- ¿Qué significa para nosotros la fe? ¿Cómo la entendemos y la vivimos?
- ¿Existe entre nosotros una crisis de fe generalizada o eso que se ha dado en llamar “el ateísmo interior”, aunque exteriormente hablemos de asuntos religiosos, de evangelio, de nuevas teorías teológicas o espirituales? ¿Somos mujeres y hombres de fe vigorosa -como apóstoles y profetas- o de una fe débil y dubitativa? ¡No basta dar de comer: el cristiano descubre a Jesús en el hambriento! ¡Esa es la experiencia de la fe!
- ¿Cómo abordamos las crisis de fe? ¿Qué medios ponemos? ¿Qué iniciativas para crecer en la fe existen entre nosotros?
Luz y Visión
Los seres humanos estamos dotados de visión gracias a nuestros ojos. Nuestro cuerpo puede ver. Necesitamos ojos que “Dios hizo para ver y no solo para llorar”. La ceguera, la falta de visión nos sitúa en un mundo muy restringido, cercena nuestra capacidad de contacto con la realidad. Pero de poco nos sirven los ojos si no hay luz exterior, que le permita a nuestros ojos contemplar la realidad que se despliega ante ellos: una realidad inmensa, interminable que siempre trae novedades, espacios, cosas y personas desconocidas. Comprendemos que una de las características más importantes del Mesías fuera que “daba la vista a los ciegos”.
La noche, la tiniebla, la oscuridad nos vuelven ciegos, aunque tengamos ojos. Aunque siempre es verdad lo de aquel refrán iraní: “mirando largo tiempo en la oscuridad, siempre se acaba por ver algo”.
La experiencia de la visión corporal nos sirve de metáfora para explicar el otro tipo de visión o visiones a las que los seres humanos tenemos también acceso: la visión intelectual, espiritual, la visión no solo de lo visible, sino también de lo “invisible”.
Atribuimos a una “iluminación” la posibilidad de comprender qué nos ocurre, porqué hemos podido solucionar algún problema o salir de algún laberinto. El artista siente la inspiración como una luz poderosa, que obtiene de la nada una creación literaria, pictórica, escultural, musical… Hay personas que se saben envueltas en una luz misteriosa y dotadas de sensores interiores que les permiten ver lo que otros no vemos. Por eso, se habla de la luz de la razón, la luz de la intuición, las luces de la imaginación.
Pero estas luces no colman nuestro deseo. Anhelamos más visión, queremos ver, contemplar, queremos más. Y sospechamos que hay formas todavía superiores de visión. Los teólogos y aun filósofos medievales nos hablaban de la “visión beatífica”. Los apocalípticos nos dicen que el Espíritu tiene siete ojos, que los profetas mayores son los hombres de la visión perfecta. ¡Ver! ¡Ver! ¡Ver! ¿Cuáles serán los límites de la visión?
Los antiguos por eso adoraban al sol. Lo consideraban como Dios. Gracias al Sol los habitantes del planeta tierra podemos ver. Los rayos del sol hacen posible la fotosíntesis de la vida. ¡Qué horrible muerte nos sobrevendría si el sol se desorbitase y escapara! Hubo tiempos en los cuales lo seres humanos le rogaban al sol, adoraban a sol, pensaban que no había otro dios superior a Él. ¡Con tal intensidad sentían la necesidad de la luz! Pero el sol no es capaz de iluminarlo todo. Y, no llega a los ámbitos del espíritu, de la razón, de la imaginación, de la intuición.
El ser humano desea, necesita luz, mucha luz. Detesta vivir en la tiniebla, en la oscuridad. El ser humano ha recibido ojos para ver.
Las luces de la caducidad
Ante todo, debemos situarnos en este tiempo: en esta sociedad líquida, posmoderna, de pandemias y de guerras, de conflictos permanentes -pues formamos sociedades partidas y fragmentadas-.
En la Ilustración (el siglo de las luces) se pensaba que la fe no es luz, sino oscuridad, tinieblas; por eso se adoraba a diosa “Razón”. Otros han pensado que la fe “salto en el vacío” romántico, ciego, irracional.
El ser humano -en situación de posmodernidad- se siente en la oscuridad, lleno de miedo ante lo desconocido, y consolado con las pequeñas luces que van iluminando la rapidez y brevedad de su vida. No encuentra el camino hacia horizontes anchos y fecundos que lo alienten y lo desvíen del camino hacia la “nada”. Cuando la llama de la fe se apaga, también todas las demás “luces” pierden luminosidad y vigor y tienen fecha de caducidad.
¿Fe en las Promesas de Dios?
La fe no nos evita la búsqueda, la aventura, la marcha libre hacia el mañana. La fe es un don de Dios y no el fruto de nuestro esfuerzo cognoscitivo. Ese don es la Promesa, o las promesas que Dios nos hace a los seres humanos. La fe es creer y acoger un futuro no esperado, pero sí prometido. La fe nos hace creer que algo bueno, buenísimo nos va a llegar: es la memoria del futuro que adviene, sin que nosotros lo trabajemos.
La fe nos hace depender de la Promesa. La idolatría la sustituye por otra realidad que está a nuestro alcance. El pueblo de Israel cayó en la idolatría cuando se cansó de esperar. Los ídolos son un pretexto para confiar sólo en la obra de nuestras manos, en la multiplicidad de nuestros propios deseos. La fe siempre nos orienta hacia una verdad mucho mayor que nosotros mismos: el porvenir de Dios.
En la vida consagrada confiamos a veces más en “nuestros votos” a Dios que en las “Promesas de Dios”. Nuestro ego narcisista entra en idolatría. Se desconecta de la Promesa de Dios y sólo confía en sus propios proyectos. No pocas personas consagradas entran así en el “ateísmo interior”. Hablan de religión para hablar de sí mismas. Están desconectadas de Dios, pero no de su idolatría religiosa. Pueden dar clases de religión, predicar homilías y hacer comentarios bíblicos sin estremecimiento, sin orar, sin conectar con el Espíritu de Dios y de Jesús.
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