Dicen que hay un “más allá” luminoso, apasionado, un “más allá” que ni el ojo vió, ni el oído oyó. Dicen que se experimenta el amor “toda sciencia trascendiendo”, en grado sumo. Dicen que ese “más allá”, se encuentra aquí, en este “más acá” mucho menos luminoso, más apático, más visible y audible y tangible.
Intento adivinar entre los seres humanos que voy conociendo, a quién se le ha permitido el acceso a ese “más allá”. Sí me he encontrado con personas que “saben” de ello, que dan clases, conferencias y escriben libros sobre ello. Pero, si soy sincero, creo que todavía no he encontrado a nadie con tal experiencia sentida de forma permanente.
Cuando yo comenzaba mi camino espiritual me presentaron con fuerza y atractivo el ideal de la santidad. Me decían que”nada más apetecible”, “nada más sublime” que ser santo. El no llegar a ello era reconocido como el mayor fracaso en una vida. Me presentaron el camino espiritual desde diferentes perspectivas: los ejercicios espirituales de san Ignacio por una parte, el camino místico del Carmelo por otra; incluso me presentaron a san Antonio María Claret, fundador de mi congregación, como prototipo de un camino espiritual que culmina en la mística a partir de una experiencia religiosa popular, misionera. Los maestros espirituales solían presentar los síntomasa través de los cuales se puede reconocer el avance en la vida espiritual y la proximidad o lejanía ante los estados místicos. La noción clásica del pecado y su clasificación en mortal y venial interfería constantemente a la hora de verificar en dónde uno se encontraba.
Llama la atención la humildad de no pocos místicos, cuando dicen que esa gracia se le concede a todos, lo que ocurre es que pocos son bien guiados o acompañados en su camino. En principio, creen y confiesan que cualquier cristiano podría llegar a los estados místicos.
Sí. He escuchado decir que la mística se caracteriza por un estado fundamental de pasividad. Uno es activado desde dentro. El Espíritu se convierte en el gran motor de la vida. Si pudiera ejemplificar de alguna forma lo que yo captaba ante tales reflexiones, diría que en la vida espiritual la fase ascética se caracteriza por el cargar con el ala delta, después correr con ella y su peso por tierra firme y arriesgar a precipitarse cuando se llega al final del pavimento. La fase mística sería la inmediatamente siguiente: aquella en la que ya todo depende del ala delta. Ésta te lleva, te impulsa, te sostiene, te salva.
La verdad es que yo veo a mucha gente llevando a cuestas su ala delta, pero ¿cuántas personas están volando?. ¿Qué nos pasa? ¿No funciona la teoría? ¿Es una bella imaginación? O ¿es que la mística es un don concedido a muy pocos seres humanos dentro de cada generación? ¿Será la mística una experiencia de amor sublimada, de la cual se ha extraído todo rastro de sufrimiento, de limitación? ¿Se tratará de una imaginación mística?
Un día como hoy, en el que celebramos la Transfiguración de nuestro Señor en el Tabor, es una ocasión propicia para recuperar ese “deseo inalcanzable”. Tal vez en la escena evangélica, hoy conmemorada, tenga la respuesta a mis preguntas. La experiencia del Tabor no fue permanente, ni para Jesús, ni para los tres elegidos discípulos. Su duración fue breve, pero marcó la memoria de quienes en ella participaron. Entraron en una oscuridad luminosa, en un silencio sonoro. Y allí descubrieron la belleza del Abbá y de su voz que nos remitía a la Palabra del Hijo, a la escucha, a la obediencia al Hijo. El Hijo apareció en un contexto divino y profético. Totalmente revestido de blancura irradiante y contextualizado por el líder Moisés y el profeta Elías, Jesús es colocado en el centro y los discípulos, comenzando por Pedro, se sienten fascinados por la belleza-bondad de la que son testigos.
La mística es presencia y posibilidad, es preanuncio y profecía de algo que vendrá. Mística es sentirse tocado, rozado, por la mano de Dios, aproximado al Fuego, encendido por el Amor, extasiado por la mirada, acompasado con la Respiración que anima el mundo. Mística es ese instante mágico que nadie se merece, pero que se apodera de tí cuando estás inerme, indefenso y te dejas seducir.
La breve experiencia mística aviva el hambre y la sed. Nos hace sentir como cárcel esta monótona realidad en la que estamos arrojados y en la cual resulta tan difícil vislumbrar el Reino de nuestro Abbá.
Quizá propio de la mística sea alcanzarnos cuando menos lo esperamos. Y alcanza a cualquiera, a quien vive como un pobre, un sediento, un hambriento, un limpio de corazón. La mística espera a los que se sienten pecadores, a quienes muchas veces claman como los antiguos hesicastas: “Señor Jesús, hijo de Dios, ten misericordia de mi”.
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